Tierra Adentro
Retrato de John Ashbery, 1975. Fotografía de dominio público, recuperada de Wikimedia Commons.
Retrato de John Ashbery, 1975. Fotografía de dominio público, recuperada de Wikimedia Commons.

Desde el Tucán de Virginia, Roberto Echavarren me presenta al poeta que creció mirando al río Genesee. De esa parte del mundo, supe dos cosas: una es que John Ashbery nació en Rochester, en 1927, y que Rochester es parte del estado de Nueva York; la segunda es que ahí también está la sede de la compañía Bausch & Lomb, la cual fabrica, entre muchas cosas, la solución salina con la que lavo mis lentes de contacto desde hace más de quince años. Esto último, por supuesto, no tiene nada que ver con la poesía, pero sus consecuencias sí. Pienso que, sin esos dos pequeños plásticos que lavo y conservo a diario en ese estuche azul y blanco, mi experiencia con el mundo sería totalmente otra. Quiero decir que mis metáforas o, más concretamente hablando, las intuiciones que tengo de las cosas y lo que posiblemente implican como signos, tendrían una significación muy diferente y me volverían por siempre un “otro”. Puedo disimular mi miopía y astigmatismo como quien finge una sonrisa ante alguien que alguna vez conoció y solo cuando hay competencias de dioptrías, o cuando se ha llegado a ese lugar donde la proximidad permite que dos personas se miren en el espejo al unísono para lavarse los dientes, uno ejecuta la coreografía de sacarse los ojos para guardarlos.

Ahí, en la sospechosa e inventada salud de mis ojos, es donde me permito creer que lo impostado de mi mirada es, al mismo tiempo, lo más verdadero que tengo; nadie tiene que saber que no es así. Y mi rostro es en tanto que no está invadido por un armazón. Esta será (forzadamente, si lo desean) la única condición que propongo mantener en mi autorretrato.

Roberto Echavarren continúa diciéndome desde las páginas de ese libro color carne (no sé si es incorrecto nombrar así al color: ¿la carne de quién, para empezar?, pero me gusta la construcción que implican esas dos palabras juntas) que, sobre todo en Ashbery, la ambición de su poesía no radica en su potencia de enunciación en voz alta, sino que la fortaleza de su decir está en la lectura directamente en el papel. Escribir más para ser leído que escuchado. ¿A poco sí?

Y esa aseveración permite pensar en qué implicaciones tiene una dimensión del poema respecto a la otra. La poesía es una síntesis del sonido y del sentido; ahora que, si se deseara hacer una genealogía del poema, el lugar al que se tensione alguno de los polos en esa recta sin orillas llamada lenguaje, podríamos observar (con ambición quirúrgica, pero con ceguera escolar) qué hace que una propuesta estética, hablando solo en términos de la poesía como parte del corpus literario, sea lo que es. En Ashbery, la línea está inclinada hacia el sentido, siendo esta su preocupación más evidente y poniendo el juicio sobre la crisis de la sinceridad de la comunicación en el quehacer de la enunciación poética (obviamente, pensando que el poema siempre dirá algo a pesar de su aparente hermetismo o ambigüedad). Al mismo tiempo, favorece en el lector fisuras durante el proceso de lectura (en su entendido más canónico), que esta relacionado con la idea de aprender (y aprehender), pues no hay transparencia, ni se desea la transparencia como valor determinante en el discurso. ¿De qué se acuerda uno, entonces, cuando se lee a John Ashbery?

La apuesta es, quizá, no pensar que el poema comunica como lo hacen otro tipo de lógicas discursivas. Esto es una reverenda obviedad, pero, asumiendo que mucha poesía tiende a construirse desde esa lógica de emancipación de la transparencia (en favor de la crisis de sentido) para procurar el alojamiento de maneras menos inequívocas, Ashbery propone la condición del olvido como una constante en su discurso. Y aquí, siendo muy cuidadoso, digo “olvido”, no emparentado con la falta de contundencia o su cercanía con el concepto de “lo memorable” (relacionándolo tramposamente con una dudosa manufactura de su oficio), sino, más bien, porque, si pensamos en la sentencia de Echavarren (de una poética que apela a lectura directamente en la materialidad de la palabra como objeto impreso o legible), ahí es donde se está aludiendo a que la labor de Ashbery exige siempre el presente al que esta aunado la lectura. No un antes y no un después, sino solo lo que pasa mientras se lee el poema. Con esa clave de lectura, Ashbery admite su vigencia solo en lo inabarcable del ahora (que es, condenado o no, el lugar más honesto para pensar en el propósito de escribir poesía como una acción que solo revela su total voluntad en tanto que se está ejecutando). La metáfora vive en tanto que se realiza. Desmesura total, porque el pasado y el futuro serían los límites del propio ejercicio lector. Cuando leo a John Ashbery, no sé de qué habla, pero siempre tengo la sensación de que algo importante está ocurriendo en mí y en la página; eso es más que suficiente.

Después, ya en otro encuentro (procurado por la editorial Visor y dirigido en traducción de Martín Rodríguez-Gaona), que propone una antología pequeña, pero ambiciosa, me sorprende saber que hay una correspondencia en las apreciaciones sobre el poeta. En el momento final de su prólogo, lanza dos palabras: “simulacro” y “duración”. De nuevo, la apuesta por el presente está ahí determinada. Y en otro espacio (también regalado por Visor, pero ahora en manos de Javier Marías), se habla de “flujo”. Todo esto es un reiterado tratamiento de un mismo campo semántico para calificar el trabajo del poeta como algo no tangible, pero que, sin embargo, nos está atravesando sin tregua alguna.

En mi caso, cada vez que pienso en John Ashbery, lo primero que llega a mi mente es la palabra “espejo”. Y, luego de leer con más atención Autorretrato en un espejo convexo, lo que acabo concluyendo es que muchas de sus ambiciones radican en describir la tensión entre lo que busca mostrarse nítidamente y eso que niega o imposibilita la experiencia de claridad en nosotros.

La tensión surge entre lo que puede mirarse sin pausas y todo aquello que, al mismo tiempo, nos niega la imagen completa de las cosas. Pero advierto que no se trata, pues, de una simple descripción de las tensiones entre lo nítido y lo borroso. Ashbery es mucho más propositivo, dejándonos asumir muy pronto que su obra no es un compendio de antónimos ni un juego apresurado de contrastes; más bien, el hallazgo y la propuesta se nos presenta cuando el texto nos guía y nos declara que un concepto no se funda sin su contraparte. Así, el espejo solo se muestra como espejo y no como imagen real del mundo, al ser interrumpido por algo que pervierte esa supuesta claridad inmaculada. Es decir, la interrupción de una cosa funda a la otra. Esta relación, donde ambas partes de la pugna se saben imprescindibles para significar, podría ser de las columnas principales en donde se inaugura la lógica del poeta.

Después de revisar estas claves, encuentro que, en su poesía, habita una condición interpretativa que es fácil asumir desde un tentativo hermetismo. Aunque podría considerarse un acometido contra el lector y la amabilidad con la que se le invita al texto, es, a mi parecer, una forma muy sólida de proponer una postura con respecto a lo que implica el lenguaje en tanto que poesía. No se trata, pues, de cuestionar o discutir el sentido poético en su contraste con la pasividad que sospechosamente procura la prosa (y esta gesticulación discursiva es, simplemente, una forma de sugerir que el lenguaje poético es violento y no intenta favorecer la pasividad del lector). Algo nos tiene que pasar. Mucha veces, no es el sentido lo que nos queda, sino una sensación. Como el demasiado brillo, no apela por significar, sino por obligarnos al interior, pues el exceso de claridad implica entonces guardarse en uno para salvar las imágenes.

El flujo constante o la falta de contención y de tregua (hablando en términos de imágenes a lo largo de este poema de largo aliento) muchas veces parecería caer en la reiteración exacerbada, pero eso que se construye en detrimento de la contundencia no apuesta por lo canónico de la experiencia lectora de poesía, sino que apela por una cosa más amplia: el ensayo de todas las posibilidades de una imagen hasta despojarla de todo sentido, porque todo sentido se ha nombrado. Al haberla desalojado de toda pretensión significativa, entonces sí se tiene el derecho de volver a constituirla con la pulsión de un nuevo deseo de decir, de ser.

Admito que, por momentos, no es fácil seguirle el paso al caballo desbocado que es el decir de Ashbery; pero también admito que uno nunca sale ileso de sus metáforas y eso siempre se debe de agradecer en un poeta. Algo se mueve. A mí, por ejemplo, me enseñó que, en una palabra, pueden caber todas las maneras del mundo y todas las demás cosas que pasan cuando ya no sabemos como nombrar el día. También admito que, cuando leí este poema de Ashbery, estaba usando lentes de armazón.