Autopsia oral
1
El sueño más común del mundo
es perder los dientes,
pero mi madre instintivamente
evoca
nuestras raíces,
nuestra simbiosis primitiva, y
guarda
infantiles fragmentos
dentales y a mí en la cajita rosa del ropero
junto a frascos con fósiles de escarabajos,
muñecas tuertas y zapatos de charol.
Mis sueños nunca fueron sobre la pérdida,
si no de destellos de agua cristalina
con sabor a tierra y cable eléctrico.
Ella recuerda mis primeras palabras.
Un filo blanco corta mi encía.
Ahora a mi madre se le caen
sus dientes y su boca es un árbol
y no un sueño donde cae.
Una sinapsis desarticulada dentro de sus ojos.
2
Te juro que fue así:
La bacteria que nos obligó a enredar nuestras lenguas se quedó en mí cuando ella nació.
Su primer llanto tenía sabor a óxido, a número primo.
Dicen que los dientes caen en los sueños porque el cuerpo sabe que son préstamos,
pero cuando ella llegó, sin raíz, ni ombligo
solo pudo sostenerse en una partícula,
como una luciérnaga frente a un Dios miope.
Esa noche, las hormigas dibujaron un mapa
desde la puerta principal hasta mi almohada:
“Toda ciudad en el paladar colapsa cuando nace una intrusa”.
Yo quería regalarle el nombre de una flor que crece en el desierto,
pero su cuerpo cubierto de polen era vigilado por un huracán de abejas
y no pude bautizarla.
Un océano se mostraba frente a mí, un campo magnético con mil caras
y en ese instante, en esa multitud, nos encontramos.
Un instante —ojos cerrados—
en que la vi beber leche convertida en ácido nítrico.
El hierro de su herencia se deslizó hasta su estómago
y construyó una cerca electrificada en su lengua.
Ahora escupe versículos de ADN,
mastica fotos viejas donde la clorofila de mi sangre se marchita.
La llamo «hija» y su risa perfora los estanques donde las bacterias fundaron nuestro amor.
En el espejo del baño, Dios cultiva un jardín de dientes de leche.
Ella hurga en la tierra, busca su primer colmillo enterrado,
mientras las ciudades en mi garganta se suicidan devoradas por estatuas de mármol.
3
Crecí en la casa donde me parieron. Cada espacio y objeto en su lugar. En mi habitación hay un espejo donde Dios vio una planta. Una vez de niña lo encontré bajo mi cama, entonces las hormigas, quienes me guiaron a un plato sucio que escondí. Ellas levantaron una estructura, una molécula, una palabra que se decodifica así misma dentro de mi ojo. Me miré en el espejo y quise ser un rosal rojo; teñí mi cabello, pinté mis labios y no pude ser raíz, ni tallo, ni hoja. Abandoné la luz y todas las fotografías con mi imagen arrancaron el polvo de máquinas obsoletas y me hicieron sombra. Cambié de lugar con el lenguaje y me escondí en el ADN de un diente de leche.
4
Mi madre a todos los invitados
les cuenta la historia de mi nacimiento y
cómo fui de niña.
Ella siempre delante del televisor
borda mi figura en su pecho y
mi nombre una servilleta que
usa después de cenar.
Ella corrige mi postura
y mis modales, por qué
los dientes son hongos de color rojo
en esta boca verde,
donde la carne resucita.