Tierra Adentro
Ilustración por Jonathan Rosas.

Este es el cuarto adelanto en línea de La república de las becas, un análisis del sistema de apoyos gubernamentales en México, publicado en el número de agosto de Tierra Adentro.

La historia es clave para entender la creación y las direcciones de las políticas públicas en México, y para ello es fundamental analizar y observar las necesidades económicas, educativas, de seguridad o de salud por las que fueron creadas. Aunque en nuestro país dichas gestiones se consolidaron con el nacimiento o fortalecimiento de las instituciones gubernamentales, el concepto de “política cultural” es relativamente joven. José Vasconcelos fue uno de sus primeros impulsores. Cuando estuvo al frente de la Secretaría de Educación Pública y Bellas Artes (1921-1924) promovió “la educación estética del pueblo”, una especie de revolución o reeducación social que incluía la formación en artes plásticas, literatura, música y danza en la educación básica; asimismo, impulsó el movimiento muralista mexicano y creó una fuerte campaña sobre el libro y las bibliotecas.

La gestión pública de Vasconcelos siempre estuvo vinculada a la idea de que la creación y el arte debían salir de esa especie de burbuja elitista que las contenía para formar parte de la reconstrucción social. Un año antes de convertirse en secretario de Estado, en 1920, siendo rector de la Universidad Nacional, les había pedido a los artistas e intelectuales que bajaran “de sus torres de marfil a sellar un pacto de alianza con la Revolución”. Lo hizo, por ejemplo, viajando con un grupo de creadores a distintas ciudades, con la finalidad de que se impregnaran del ambiente nacional: creía que el instrumento revolucionario por excelencia era la cultura, el pensamiento.

Medio siglo después de que Vasconcelos definiera los cimientos de una incipiente política cultural, los artistas mexicanos comenzaron a debatir sobre la participación que el Estado debería tener en el fomento a la creación.

¿Debe el gobierno apoyar a músicos, pintores, bailarines, artistas escénicos…? ¿Un apoyo de esa naturaleza daría pie a la censura, el cierre parcial o total de un diálogo social, cultural y político entre creadores y gobernantes?

En 1975, en un artículo publicado en el periódico Excélsior, Octavio Paz propuso la conformación de un fondo que apoyara a los artistas jóvenes, planteando la disyuntiva entre la libertad y los apoyos institucionales.

El artículo, titulado Declaración de la libertad del arte, decía:

Es bueno que se pida la colaboración de escritores y artistas para, entre todos, buscar la manera de cambiar la orientación, efectivamente burocrática, de las actividades del Estado en materia de literatura y de arte […] debe gastarse menos en administración y más en ayuda de los creadores y productores de arte y de literatura y arte. […] el INBA debería de dar becas a los escritores y artistas jóvenes. Lo ideal sería construir un fondo para el fomento a la literatura y el arte, que funcionase de manera independiente y destinado a ayudar a escritores y artistas dentro de la máxima libertad estética e ideológica.

Ese mismo año, la revista Plural continuó la discusión sobre un posible fondo para creadores en el texto Ideas para un Fondo de las Artes. Una especie de carta suscrita por escritores como Luis Villoro, Salvador Elizondo, Gabriel Zaid, Juan García Ponce, José Revueltas, José de la Colina, Vicente Leñero, Carlos Monsiváis, Alí Chumacero, Jorge Ibargüengoitia, María Luisa Mendoza, José Emilio Pacheco, Carlos Pellicer, Rodolfo Usigli, Fernando Benítez, Tomás Segovia, Julieta Campos, Jaime García Terrés, Emilio Carballido, Elena Poniatowska y Juan José Arreola, que apoyaba la idea de que el Estado debía crear un fondo destinado a los creadores.

En la carta se proponía que la institución rectora de estos apoyos debía ser autónoma, que concentrara y distribuyera recursos destinados a la creación y promoción del arte de diferentes dependencias, pero que a su vez no formara parte de la administración pública; se planteaba, pues, una descentralización de la vida cultural, que apoyara a los creadores en distintos estados de la República, destinando la mitad del presupuesto para este fin.

Pero todo eso no era posible si esta política cultural no estaba acompañada de una transparencia institucional en el manejo de los recursos:

Todos los subsidios otorgados estarán sujetos a escrutinio público, a través de una lista donde se indicará quién recibe cuánto para hacer qué. También serán públicos los ingresos de la junta, los jurados, visitadores, el administrador y el personal administrativo. […] Hemos sido testigos, en nuestra época, de la reaparición del prejuicio bárbaro que atribuye al Estado poderes especiales en el campo de la creación literaria; también hemos sido testigos de sus nefastos resultados, lo mismo en el campo del arte que en el de la moral: obras mediocres y literatos serviles. Esta observación es aplicable a las otras artes no verbales, como la música, la pintura, la escultura y la arquitectura.

Hasta los primeros años de la década de los años ochenta, los apoyos a los artistas se encontraban dispersos en distintas dependencias federales, y estaban sujetos a la opinión y el criterio de un secretario; es decir, no existía una clara política cultural, de Estado, que permitiera establecer lineamientos para los apoyos gubernamentales a los artistas.

Otro paso fundamental para la conformación de una política cultural se dio en 1982, cuando se firmó la “Declaración de México sobre las políticas culturales” ante la Organización de las Naciones Unidas (ONU), que definió a la cultura como la primera herramienta para la toma de conciencia social, a la cultura como patrimonio común de la humanidad, y a la identidad cultural como el signo de la renovación de un pueblo:

La humanidad se empobrece cuando se ignora o destruye la cultura de un grupo determinado. […] Toda política cultural debe rescatar el sentido profundo y humano del desarrollo. Se requieren nuevos modelos y es en el ámbito de la cultura y de la educación en donde han de encontrarse. […] La Declaración Universal de Derechos Humanos establece en su artículo 27 que toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten. Los Estados deben tomar las medidas necesarias para alcanzar ese objetivo.

Bajo estos preceptos, con la “presión” de los intelectuales más destacados de la época, el 2 marzo de 1989, casi quince años después de que Paz publicara su Declaración…, se creó el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA), destinado, en un principio, a los creadores jóvenes en distintas disciplinas: literatura, música, pintura y artes escénicas. Este modelo gubernamental, consecuencia del nacimiento del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), se creó expresamente para “apoyar la producción artística y cultural de calidad; promover y difundir la cultura; incrementar el acervo cultural, y preservar y conservar el patrimonio cultural de México, a través de estímulos económicos, otorgados a través de convocatorias públicas”.

Todo esto sucedió en el primer año de la presidencia de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994). Las propuestas de políticas públicas en materia de cultura contemplaban la idea de modernizar al gobierno mexicano.

El proyecto del FONCA, polémico hasta nuestros días, significó un esquema sin precedentes en la historia cultural de México: introdujo un mecanismo financiero en el que, por primera vez, se asociaron voluntariamente el Estado, la iniciativa privada y la comunidad artística en torno a cuatro objetivos: apoyo a la creación artística, la preservación del patrimonio cultural, el incremento del acervo cultural, y la promoción y difusión de la cultura.