Anke
Quizá la vida no era más que eso: un par de fechas memorables hacinadas entre la oscuridad. Sentada tras la ventana, supo que estaba harta del olvido. Los días se le iban acumulando sobre los hombros, entumeciéndola. Ese presente hueco al que la fortuna la entregó era apenas un girón de todo lo que alguna vez tuvo. Ya sólo le quedaban el hambre, el sueño, el frío.
Le quedaba la incertidumbre.
Giró el cuello para toparse, ajena, con un cuarto florecido de presencia. De pronto los marcos y las fotos empolvadas le parecieron el testigo de un pasado vigente. Eso la animó a ponerse de pie. Dejó de sobar el bulto de su estómago y abandonó la quietud de la ventana, entregada a la hinchazón y el hormigueo. Al nonato le calculaba doce semanas de existencia. Más por desatención que por pesimismo, durante todo el tramo de la gestación había evitado darle un nombre al fruto ya huérfano de padre. Sólo se refería a la masa como un él: lo sabía niño, frágil y quedito.
Paseó la mano por el amontonamiento vertical de las paredes. Palpó los retratos como buscándole calor a los rostros, decolorados y difusos. De su familia se salvaron de Treblinka apenas tres personas; de su casa, sólo ella y el embrión. Hasta entonces había permanecido con la esperanza de que el Pésaj deviniera en una muestra de piedad hacia el gueto. Ese era el hilo que la ataba al mundo: una fecha en el calendario. Y ya estaba ahí, la noche del 19 de abril. Pero no hubo cambio alguno. Los militares del Reich aún patrullaban las calles, moliendo a tiros cualquier intento de resistencia. Ni siquiera esa noche quedaron exentos del toque de queda. Ni siquiera la fiesta los condonó del miedo.
Dedicó el resto de la tarde a revolver documentos. Escudriñó las actas y las credenciales como si constatara la existencia de una identidad perdida: Anke Elbaz, nacida el 16 de octubre de 1915. Polaca. Asquenazí. Hija de una diáspora inconclusa.
Cierta necedad la orilló a conservar papeles que de nada le servían en el asedio. Vuelta prisión, Varsovia había comenzado a despoblarse por la fuerza del hambre y la pólvora. A los alemanes no les interesaban los nombres ni las ciudadanías, sólo las estrellas de David. Pero ella se aferraba a su apellido, esperanzada en la salvación.
Un espasmo en el tegumento la mandó de regreso a la silla. ¿Lo provocó el bebé? No, era demasiado pequeño para patear o hacerse de un mal carácter en el vientre. Lo que la revolvía era el hambre. En ratos como ese recordaba la pasta que su hermana preparaba antes de que Polonia fuera un secuestro compartido. Antes de que la vida dejara de serlo.
Miró la calle, ya de noche. El tránsito por las avenidas era una extensión de la angustia popular. Huecos de sed, pálidos de cansancio, algunos judíos del gueto habían conspirado en busca de armas y granadas. Se reunían por las noches, paseando los planes de casa en casa. Por eso los soldados de la ocupación habían impuesto un toque de queda.
Escuchó a los lejos una discusión. Ida brevemente la neblina, alcanzó a ver a un muchacho siendo interrogado por un gendarme. El chico excusaba su presencia a punta de monosílabos inútiles. El oficial no tardó en cachetearlo y encañonar su frente. Pero el chico no respondió con un ruego de piedad. Simplemente metió su mano en el interior del saco.
Entonces vino la explosión.
*
—Buenas tardes, señora Roth. Le hago llegar la correspondencia de la semana.
Ella no tardó en notar que el chico tenía los pómulos pegados a la piel. Era alto y de su voz manaba cierto servilismo imbécil. Le pareció tierno. Era el nuevo miembro de las Juventudes Hitlerianas que se encargaría de llevar las cartas de su esposo.
En la alcoba, decidió hurgar entre los remitentes para conocer al menos tangencialmente la vida del capitán Roth. No llegaron a interesarle los apellidos de los altos mandos ni los citatorios a reuniones tan herméticas como exclusivas. Quería saber si alguna mujer le escribía. No encontró evidencia de ello.
Se tiró con el vientre hacia arriba, aburrida por la fidelidad de su esposo. Le hubiera gustado hallar algo que reclamarle. Quiso tener una pelea o una discusión, por más horrible que fuera, con tal de que él al fin se dirigiera a ella como algo más que una simple herramienta para heredar sus genes. Deseaba recordarle que ella era Anke Roth, su esposa: carne y sueños compartidos.
No odiaba a su hijo. Le maravillaba la idea de que dos cuerpos, por algún capricho de repetición natural, pudieran fecundarse como se fecundan las flores. Sabía que tener un bebé es reacomodar los rasgos propios en un nuevo recipiente, multiplicar las extremidades, inventarse un nuevo rostro. Extenderse en el mundo.
Un doctor anciano fue quien le avisó que estaba embarazada. Por ese entonces, ella y el capitán recién habían llegado al gueto, junto con la ola de nuevos comisionados. Se les dijo que era necesario apoyar en la logística de la reubicación y los traslados, pero ambos sabían que el Reich necesitaba refuerzos para mermar el inicio de la rebelión.
Ella tomó el silencio del gueto como un signo de la conspiración. Esa calma era el preámbulo de una convulsión. Le pareció ingenuo que los soldados vieran en la Pascua de los judíos una oportunidad para relajarse. Su esposo y otros mandos salieron a beber, seguros de que los habitantes estarían orando en sus casas.
Ninguno de ellos, claro, esperaba el fuego.
*
Un par de cuerpos, incompletos y rasgados, emergieron de las llamas. Tras la detonación, Anke había volcado el cuerpo al suelo en espera de un silencio que nunca llegó. La granada motivó gritos y disparos, provenientes de las artistas oscuras de la ciudad.
Ella escuchaba la lucha con una entereza insospechada por sí misma. No lloró ni llegó a preocuparse por la combustión de la pólvora y las bombas Molotov. Lo único que la alarmó fue el humo. Los cocteles rebeldes y el gas de los soldados habían acumulado un sofoco sulfúrico en varias cuadras. Si permanecía en el edificio, se dijo, moriría por la asfixia antes que por la metralla.
Huyó, con más resignación que miedo.
*
Aceptó la ausencia de su esposo. Supuso que en ese punto de la noche estaría inconsciente o jugando cartas, empotrado en alguno de los bares que atendían a los oficiales como él. A pesar de su enojo, comprendía: era su descanso.
Una mueca incómoda le cruzó el rostro cuando reflexionó sus pensamientos. ¿Descansar de qué? De su trabajo, sin duda. Pero el trabajo de un soldado es siempre un eufemismo. La guerra, sí, puede erguirse en la defensa de una causa, aunque tras ella siempre descansa la sombra de la aniquilación. Le costó admitirlo: el quehacer del soldado es legitimar la muerte.
No siempre vivieron bajo el signo de la pólvora. Previo a la guerra dedicaban sus días a la burocracia municipal, asentados en la Renania. Incluso ella tuvo más de una amiga asquenazí, antes de que su presencia estuviera proscrita en la nación. Cuando su esposo se volvió oficial, la euforia de la invasión y la defensa se tomó por causa común del pueblo. Aceptaron las promociones como se aceptan los milagros: sin cuestionar las intenciones del dador.
Llegaron al gueto cuando los complejos departamentales habían comenzado a despoblarse. Cotidianamente, Anke miró a su esposo coordinar las expulsiones a Treblinka. Sobre el tren, las familias cargaban niños sucios lo mismo que baúles corroídos.
También fueron los niños quienes salvaron a los que se quedaron dentro de las paredes de Varsovia. Conmovidos —padres unos, hijos todos—, los soldados les regalaban algo de comida cada que los veían pasear sus estómagos hinchados cerca de las comisarías. Esas migajas obtenidas por lástima evitaron la muerte de más de una familia. O quizá sólo la pospusieron.
En la intimidad de su mente, Anke había pasado los meses de estancia en Polonia sufriendo por la degradación de la carne. Los tiempos que le fueron designados por el destino terminaron acostumbrándola a la horca y el paredón. El de la guerra era un mundo que no le deseaba a su hijo. No quería gestarlo sobre el fuego.
Decidió salir de su casa, asfixiada de presente. Pensó que la soledad de la fracción alemana del sitio le permitiría ahogar la ansiedad y la pesadumbre. Dobló calles con la esperanza de encontrar a su esposo patrullándolas, pero sólo había noche y ausencia.
Alta la hora, se topó con una mujer que corría. La vio detenerse en una esquina, respirando apenas y buscando perseguidores tras su espalda. Tenía el cuerpo marcado por el hambre y la desesperación.
Tardó un rato en notar que estaba embarazada. Se le acercó por inercia, como si buscara paliarle el dolor.
Separadas por la acerca, ambas se quedaron mirándose el vientre. Compartían silencio y perplejidad.
Permanecieron bajo la luz de una farola, hermanadas por el llanto.
*
El capitán Roth se había desentendido de su conciencia varias horas atrás. Sus entrañas dieron paso al alcohol gracias al permiso del cerebro: le daba cierta tranquilidad pensar que los judíos estarían celebrando su Pascua. Él y sus hombres, pues, tendrían oportunidad de relajarse.
No hubo un sobrio entre la corte de oficiales que abandonó la taberna. Caminaron varias cuadras sin dejar de cantar, ajenos a los estallidos que molían el concreto del otro lado del gueto.
Cerca del cuartel se encontraron con dos mujeres llorosas que violaban el toque de queda, cubiertas por el alumbrado de la avenida. Se abrazaban, aferradas del vientre. Las detonaciones a la distancia resultaron más tenues que el sollozo compartido.
Ellos rieron, dijeron un par de chistes, se retaron.
Roth, molesto, dio un paso al frente mientras les apuntaba con el cañón. Le ofendió que no se inmutaran siquiera ante la presencia de un capitán. Pero ningún judío le faltaría al respeto a las insignias de su pecho, a las victorias de su nombre.
Bastaron tres disparos para silenciarlas.