Tierra Adentro
Portada de libro. Ediciones Era.

Del escritor nacido en Coronel Pringles no sabía mucho, y esto en alguna medida cambió cuando leí Cómo me hice monja. O si puedo decir que sabía algo, era como ese tipo de cosas que uno oye decir a los demás en medio de alguna reunión y que se toman como verdaderas sin tener nunca la necesidad de corroborarlas. Y su condición de verdad es tan palpable desde el primer momento hasta el último en que son dichas, que uno irá a reproducirlas de la misma forma en otras conversaciones, donde personas asumirán lo que sea que hayas dicho sobre ese autor o esa obra como igualmente cierto sin sospechar por ningún lado de la farsa, y así, hasta siempre o hasta el asco, en una fiesta interminable de rostros también interminables, volviendo este tipo de comentarios que se tienen de los autores y obras no leídas: un género literario en sí mismo. Un género muy próximo a la epístola, a la mentira, y de alguna forma, también a la reseña por no decir que algo de la crítica literaria habita en alguna de sus partes, y consecuentemente, un atisbo del ensayo se trasluce también en alguno de sus enunciados antes de que se llegue al silencio definitivo. Silencio que se inaugura siempre cuando cada participante de la conversación le da un trago a lo que sea que esté bebiendo.

Con esto no pretendo defender una postura académica, o aún más problemático, una postura moral, que determine qué es lo que anima a un lector a decirle al otro en medio de una fiesta: -Sí, fantástico escritor argentino. Recomendadísimo. Heredero de Borges. Ya su nombre ronda las apuestas por el Nobel. Escribe como cuatro novelas al año. Enrique Vila-Matas le ha dado la bendición. Sí, también Vila-Matas es fantástico -.

No me voy a dedicar a describir el mito de Aira, ni mucho menos podría aportar algo sobre lo que implica el escritor para la literatura. Esta última relación, autor-literatura, sobre todo si se pone en términos de preguntas a responder, solo otorgaría claridad, si es que se puede hablar así, en un momento que no necesariamente está vinculado a la propia lectura de una obra en particular, y que es más próximo a la necedad del aparato crítico literario por seguir sabiéndose útil. La ambición por responder a ¿qué es un autor?, o ¿qué es la literatura?, quizá podría verterse con facilidad dentro de una discusión académica, porque el aparato teórico así lo permite, pero en la ambición por acotar la experiencia lectora, yo no sabría más de Aira por asumir que lo que escribe son o novelas cortas o cuentos largos, o por decir que es un escritor que sostiene sus convicciones creativas en el ánimo vanguardista que discutió tanto a la literatura y sus procesos a inicios del siglo XX. Pienso que me dice más el hecho de que César Aira solo tenga un teléfono de línea en su casa como única conexión con el mundo sobre sus procesos y motivaciones literarias, que delimitarlo a partir de etiquetas y genealogías propias de los vicios de la teoría literaria.

Cuando me propuse leer una de sus novelas atravesé dos momentos que condicionaron todo lo que me pasó después. El primero fue la cantidad de textos que ha escrito Aira (tiene más de cien novelas), y por lo mismo, no saber por dónde comenzar. Lo siguiente fue preguntarme cómo alguien podía escribir tanto. La inquietud inicial traté de atenderla buscando listas en internet de los mejores libros de Aira. La segunda, aunque sigo siendo incrédulo de la respuesta, Aira mismo la resuelve al decir que siempre escribe al menos una página diaria. Y eso, traducido a un año, ya es suficiente para concretar esas novelas de 100 páginas que se muestran como la disposición definitiva que el argentino encontró para escribir. O eso al menos es lo que él dice en una entrevista en el Louisiana Museum of Modern Art, en el año 2014.

Revisé por varios días esas listas, leí algunas reseñas de los libros que eran constantemente puestos como parte de lo mejor de Aira, y mi conclusión era la misma: no tenía ni idea de cómo comenzar a leer a alguien que ha publicado tanto. Entonces, como un pequeño tragaluz sobre una escalera nocturna, apareció un libro llamado Diez novelas de César Aira, con un pequeño prefacio de Juan Pablo Villalobos. Pensé que con esa selección propuesta por Villalobos por fin podría iniciar con Aira. No ocurrió. Villalobos comienza su prefacio hablando de cómo aventó contra la pared el primer libro que leyó de Aira. Habla sobre la inverosimilitud del texto, y como eso contrastaba con los mecanismos que, para él, en ese entonces estudiante aún de Letras, fundaban y dirigían la literatura. Nunca menciona el título de dicha novela. Después del prefacio, ahora yo deseaba iniciarme en Aira como lo hizo Villalobos. Mi búsqueda volvía a su principio.

Se podría pensar que existía una forma muy sencilla de resolver la iniciación. Leer la primera novela publicada, y seguirlo cronológicamente. Pero Aira, el César que cada vez se volvía más un mito para mí al leer palabras como raro o experimental en notas o reseñas que trataban de definir su obra, me parecía que no admitiría la noción de principio para explicar el desenvolvimiento y tránsitos de su literatura, porque era tangible que la temporalidad de publicación solo era una marca burocrática, y no tanto una justificación concreta de lo que pasa con su trabajo.

Esta obsesión lectora, mera ansiedad por adentrarme a un autor que tiene tantísimas obras, era un síntoma evidente de otra enfermedad muy propia de nuestros hábitos contemporáneos de lectura. Hay una cantidad nauseabunda de obras que se publican cada año. No se puede leer todo. Y aunque se pudiera, yo no querría leerlo todo. No sería saludable. No se puede vivir así. Por supuesto que entendía que este pequeño problema autoinflingido era una grandísima estupidez. Sobre todo, porque sabía y sé que no voy a leer todas sus obras. Podría no leer a Aira nunca. Podría olvidarme de que existe alguien llamado César Aira. Podría ser indiferente al hecho de que hay un lugar en Argentina que se llama Coronel Pringles (sí, como las papas), y que ahí nació un escritor que tiene más de 100 novelas publicadas y no pasaría absolutamente nada.

Entonces reviso una vez más la primera entrevista que leí de Aira. Dice en El País: El hecho de que yo haya escrito tantos libros procede de la insatisfacción, de no haber logrado nunca llegar a eso que quiero llegar que no sé bien lo que es. Solo ahí entiendo cuál fue mi problema desde el inicio. No hay la gran obra de Aira, todo se trata de sus procesos de escritura. Y cada texto es solo testimonio de esa insatisfacción por no saber cumplido algo. No sé si eso me conmovió como conmueve saber que un rompecabezas tendrá que desarmarse y regresar a su caja a pesar de que ha sido completamente ensamblado siguiendo la orientación que propone la imagen del empaque.

Sin saber realmente por qué, escogí la novela, Cómo me hice monja. Podría decir que después de leer a Aira explicando qué es lo que se propone escribiendo todas esas novelas, me dio lo mismo comenzar por el lado que fuera, porque ahora para mí cada una de sus novelas se describían como elementos de un rompecabezas que no terminará de mostrarse, aún y cuando ya se hubieran extendido todas sus partes sobre la superficie de la mesa.

Terminé de leer Cómo me hice monja. Mis sospechas se concretaron. A pesar de lo que yo pueda decir sobre sus formas, y que ya ha sido descrito y revisado por la crítica desde su publicación en 1993: Qué la narración esta dada desde la focalización infantil. Que este personaje tiene una particularidad que es que se identifica como femenino, aunque todos los personajes con los que interactúa se refieran a ella en masculino. Que esa forma de enunciación a partir de la dualidad del pronombre genera en el lector una discusión constante sobre los parámetros de realidad en la que se sostiene la narración de los acontecimientos de la novela. Que ese personaje se llama César Aira, y que la historia comienza en el pueblo donde nació Aira. Que se sostiene en un ejercicio autobiográfico hasta cierto punto, o no. Todos estos elementos, aunque forman parte de la naturaleza particular de la narración de la novela, y que generan expectativas vigentes en tanto que la historia no es más que un pretexto para discutir otras posibilidades que Aira pretende hacer visibles sobre la novela a propósito de su lugar en la literatura, permiten saber que Cómo me hice monja es parte de un cúmulo sin final de exploraciones narrativas que se llama Obra de César Aira. La sensación que queda en uno no es propiamente otorgada por la historia de la niña Cesar Aira que va con su padre un día a comer helado, y que deriva en una serie de acontecimientos trágicos que podrían o no conmover al lector. Lo que resalta son los mecanismos de la narración que invitan a seguir buscando más piezas del acertijo que se ha planteado Aira.

Me gustaría pensar que cada vez que lea una novela del argentino, será precisamente esa novela que inauguró a Juan Pablo Villalobos en Aira. Aunque esta vez dudo de eso porque yo no tuve ganas de arrojar este libro contra el muro. Quizá ese sea el gesto definitivo para saberlo. Me quedan más de cien oportunidades y contando. También muro queda bastante.