Narrativas íntimas
Narrar no es lo mismo que narrarse. Aunque son acciones cuyo origen se encuentra en el mismo verbo, cada una conlleva intenciones distintas. Por tanto, el lugar desde el cual se observa o se siente, tampoco es el mismo.
En 1929, Virginia Woolf publicó Una habitación propia. La premisa sobre la que se desarrolla este ensayo dice que una mujer debe poseer dinero y una habitación propia para escribir. A estas alturas de la vida da igual si lo que se pretende crear es una novela, una colección de cuentos, una crónica o cualquier género literario. Incluso el ejercicio de cualquier tipo de expresión artística estará supeditada a la posesión de medios y espacio físico. El contenido de esta obra resultó de una serie de conferencias que la escritora dictó en Cambridge en 1928, en las cuales se esmeró en denunciar el papel que la mujer tenía en la sociedad de su tiempo. Es así como nace Mary Beton, Mary Seton, Mary Carmichel (o el nombre que más guste a quien lee), la narradora, un personaje ficticio que se apropia de las palabras de Virginia y se sitúa en un lugar llamado Oxbridge, y desde una primera persona expone por qué es difícil para una mujer no solo dedicarse a la escritura, sino también poseer los dos requisitos que desde el principio he mencionado. El hecho simple de poseer ―algo, cualquier cosa―, en el contexto de Virginia Woolf, se vuelve el primer desafío. Y es desde esa experiencia que escribe toda su obra: novelas, ensayos, dramaturgia, todo nace de su fuero interno, de la observación de su entorno como necesidad para explicar ciertos acontecimientos de su vida. La novela Orlando, dedicada a Vita Sackville-West (que está ambientada en la casa de esta) y que explora la libertad con la que la poeta transita el mundo sin limitar sus identidades. Mrs. Dalloway es una meticulosa narración sobre un día en la vida de la aristócrata Clarissa Dalloway en la Inglaterra que quedó después de la segunda guerra mundial, en donde se cuestionan temas referentes al papel de la mujer en la época y la condición mental de la protagonista. La obra epistolar de Virginia, en su mayoría dirigida a Vita, en la que juntas cuentan una sola historia. Hay contenida en toda esta producción un testimonio de vida: experiencias, ficcionadas, cuestionamientos legítimos, intenciones de comunicar. Virginia Woolf, primero, se contó las cosas que sentía, las que observaba, las que le preocupaban. Luego las contó a las personas de su tiempo. Ahora nos las cuenta, muchos años después.
Centro Gabo, proyecto enfocado en perpetuar el mito sobre el escritor colombiano Gabriel García Márquez, publicó el año pasado un artículo titulado Virginia Woolf en cinco apuntes de Gabriel García Márquez. En él se hace énfasis en la admiración que el ganador del Nobel le profesaba a la escritora inglesa, y se recuperan algunas anécdotas en las que se deja constancia de cómo esa narrativa sensible y sentida de Virginia estimuló la obra del escritor. Desde el pseudónimo que utilizaba para sus artículos en el periódico El Heraldo (Septimus, por Septimus Warren Smith, personaje de Mrs. Dalloway), hasta las motivaciones que tomó para escribir La hojarasca, novela que, en sus propias palabras, está escrita con un método completamente woolfiano, como Mrs. Dalloway, aunque los críticos, que son tan brutos, no se hayan dado cuenta. Y en este discurso me parece que se trasluce una intención: más allá de una búsqueda o exploración interna, de un cuestionamiento respecto a su contexto o sus condiciones materiales, la narrativa del escritor colombiano nace del deseo de escribir como lo hacía Virginia. Es decir, no narrarse o narrar desde lo íntimo aquello que observaba, sino tomar una técnica que le pareció impresionante y unirla a sus experiencias y recuerdos familiares. Claro que nadie niega el papel que su obra tiene en la literatura latinoamericana, pero es necesario hacer este reconocimiento sobre lo que se percibe ―o no― en cada caso.
En internet hay muchas anécdotas sobre las narrativas íntimas: Anaïs Nin y sus diarios amorosos; Rosamaría Roffiel y Amora; Rosario Castellanos con toda su obra; Cristina Rivera Garza y El invencible verano de Liliana; Carson McCullers con El corazón es un cazador solitario; Enid Carrillo en La noche nunca termina; Raquel Hoyos y Maldita; J. D. Salinger con El guardián entre el centeno; Alberto Fuguet en Sudor. Entrevistas, diarios, artículos y biografías, cuentan anécdotas y testimonios que dan constancia de las motivaciones que hicieron posible la existencia de estas obras: cuestionamientos al estatus quo o a la norma; exploraciones internas para dar con el sentido de las cosas, para explicarse el mundo, para entablar una comunicación única, para echar las vísceras en las palabras. Aunque no existieran los testimonios, estos casos ―solo por mencionar algunos― contienen elementos sutiles que quizá no pueden ponerse en palabras, pero ahí están. Porque se sienten si quien lee tiene la sensibilidad para detectarlos. Quizá una conversación que se entabla porque alguien hace preguntas y alguien ofrece las respuestas.
Existen tantos libros en la vida y en el mundo, y a diario se escriben y publican tantos más, que la única clasificación que en realidad cuenta para elegir es con cuáles podemos establecer una conexión y con cuáles no. En mi caso, solo me es posible hacerlo con aquellos cuyo contenido incluye esos elementos que me hacen sentir las palabras y las historias, con los que puedo conversar en el ir y venir de preguntas y respuestas, porque a veces las palabras más rebuscadas se convierten en un laberinto que imposibilita le disfrute de una historia, en tanto que, otras veces, un lenguaje sencillo se agradece porque sirve de terreno fértil para hallar lo sutil que plantea la sensibilidad humana en las palabras justas.