Andrés Neuman entre la cuna y la tumba
Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) es un escritor reconocido más por su narrativa que por su poesía, aun cuando ésta forma parte primordial de su producción; sin embargo, Neuman se afirma como un autor inclinado más hacia la hibridación entre distintos géneros literarios y describe la sensación de libertad e incertidumbre que conlleva su búsqueda estética.
En 1999 se presentaron ciento cincuenta y cuatro libros al XVII Premio Herralde de Novela —el jurado estuvo compuesto por el propio Jorge Herralde, Esther Tusquets, Juan Cueto, Salvador Clotas y Roberto Bolaño, que un año antes había obtenido el mismo galardón con Los detectives salvajes—. París, de Marcos Giralt Torrente, resultó ganadora; la finalista fue Bariloche, primera novela de Andrés Neuman. En 1999 Neuman tenía veintidós años, una barba incipiente, el cabello partido en dos por la mitad, como un libro abierto, y ya había publicado Pertenecí, una colección de cuentos, y el libro de poemas Métodos de la noche. Herralde se refirió a él como un “niño prodigio”; Bolaño fue más lejos, afirmó que “ningún buen lector dejará de percibir en sus páginas algo que sólo es dable encontrar en la alta literatura, aquella que escriben los poetas verdaderos, la que osa adentrarse en la oscuridad con los ojos abiertos y que mantiene los ojos abiertos pase lo que pase”. Y siguió: “Cuando me encuentro a estos jóvenes escritores me dan ganas de ponerme a llorar. Ignoro el futuro que les espera. No sé si un conductor borracho los atropellará una noche o si de improviso dejarán de escribir. Si nada de esto ocurre, la literatura del siglo XXI les pertenecerá a Neuman y a unos pocos de sus hermanos de sangre”. Ahora Neuman tiene 37 años, el mismo peinado de entonces y la barba punteada de canas. Ni fue atropellado ni dejó de escribir. Volvió a ser finalista del mismo premio por Una vez Argentina, ganó el premio Alfaguara de novela por El viajero del siglo y fue elegido por la revista británica Granta como uno de los mejores narradores jóvenes en español, junto con quienes son, acaso, sus hermanos de sangre.
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Escribes no solamente narrativa, sino también poesía (aunque en México se conocía poco hasta ahora). Pero también tienes un libro de crónicas de viaje (Viajar sin ver) y tanto en tu blog como en el recién aparecido Barbarismos te acercas a las formas ensayísticas. Los polígrafos son una especie en extinción. ¿A qué se debe esta alternancia de géneros en tu caso?, ¿hay alguno en el que te sientas más cómodo?
Sí. Es verdad que por razones editoriales (más que literarias) mi narrativa había llegado más a México que mi poesía, excepto por La jaula de los locos y No sé por qué, editados por Textofilia. De ahí que pensáramos hacer una antología que reuniera todos aquellos libros que nunca llegaron. Curiosamente lo primero que publiqué y lo que más he publicado en mi vida es poesía. Y me gustaría que el último libro que publicara fuera de poesía también. Me gusta alternar los géneros literarios porque entiendo que el músculo del lenguaje se tensa y levanta más peso cuando se ve sometido a la incomodidad, al desconcierto de cambiar de género. O dicho de otro modo: mi idea de la literatura es lo contrario del especialista, que hace una cosa y la hace cada vez mejor. Me parece que no saber cómo se escribe es un objetivo de la escritura, y esa especie de tránsito permanente por el primer libro, esa sensación de que todos los libros son el primero: se está más cerca de ella cuando se cambia de género. Pero también me interesa, tanto como la alternancia, la posibilidad de que un texto transite en la frontera entre distintos géneros. Me interesan las propiedades narrativas de la poesía, la posibilidad lírica de la narrativa, que un ensayo pueda contar una historia, que una novela pueda tener una fuerte dosis de ideas.
Por otra parte, tienes un interés especial por las formas breves.
Sí, de hecho uno de mis libros favoritos de la literatura argentina es Formas breves, de Ricardo Piglia.
¿De dónde viene tu interés por esa concentración formal?
No sé de dónde viene, pero es un hecho que lo tengo. Y, paradójicamente de nuevo, mi libro más conocido es una novela de quinientas páginas, de lo que podemos deducir que la literatura está hecha de contradicciones. Al fanático de las brevedades que soy, le sucedió que su libro más conocido en todo el mundo es el más largo. Me lo tengo merecido por breve. Es más, en los países donde El viajero del siglo fue mi primer trabajo publicado me decían: “Bueno, tú que eres un autor de largo aliento…”, y yo respondía: “No, es que esto es un enorme malentendido; a mí me gustan los aforismos, los microrrelatos, los poemas, los haikus”, y no me creían. Y ahora que están saliendo los otros libros, se quedan desconcertados. “¿Pero tú no escribías libros largos?”. “No, sólo cometí un libro largo”.
Cometí, dices, como un crimen. Como algo que produce culpa.
La síntesis y la elipsis siempre me han parecido el colmo del misterio. Lo que no siempre me ha fascinado.
El relato que abre El fin de la lectura es, no gratuitamente, “Las cosas que no hacemos”, una especie de inventario de lo hipotético.
Y Vendaval de bolsillo empieza con un poema que se llama “Palabras a una hija que no tengo”. Del mismo modo que argumentalmente siempre me fascinó esa parte de nuestra biografía que tiene que ver con lo que no nos sucede, con lo que deseamos y no vivimos, con lo que tememos que esté sucediendo. Creo, como decía Wallace Stevens, que no casualmente era poeta y aforista, y poeta aforístico, y aforista poético —eso era Wallace Stevens, yo no llego a tanto—, decía que en un escritor la experiencia es más ancha que la realidad. Es decir, nuestra experiencia se nutre también de lo que llamamos “no real”: lo temido, lo soñado, lo imaginado. Del mismo modo que me interesa narrar lo que no, me interesa mucho decir lo que no se dice. Y me parece que los géneros más elípticos, que trabajan más con el silencio, son precisamente los breves. Siempre me pareció una tentación el equilibrio misterioso entre lo que se dice y lo que se deja de decir.
Hay un punto en el que se tocan la poesía y la narrativa, hay un pliegue donde se acercan.
Sí, el microrrelato y el poema están hechos de renuncias verbales y también de sugerencias. Digamos que una forma breve es una primera voz, más o menos lejana, que se queda repercutiendo, reverberando en la cabeza de un lector. Pero sería un eco más interesante que los ecos normales, porque es un eco que en lugar de repetir la voz original, la va reescribiendo.
Los dos libros que has publicado en Almadía son antologías en las que has fungido como tu propio antologador. En Vendaval de bolsillo, en lugar de optar por el orden cronológico, los poemas están agrupados temáticamente. ¿A qué se debe este criterio?
Me parece que el libro cobraba más fuerza o se dejaba leer mejor al ordenarlo por bloques conceptuales y no cronológicamente, como bien observas. Si te fijas, al comienzo están los poemas que apelan al origen (la infancia, la memoria y también lo que no son formas del origen), luego viene una sección de poemas de corte más erótico, sobre el amor. Siguen poemas acerca de la muerte. Y después hay un tipo de poemas que reflexionan sobre el lenguaje, más conscientes de sí mismos: metapoemas. Es como si sólo pudiéramos empezar a decir después de haber vivido; sólo después de la infancia, del amor y la muerte podemos empezar a escribir. Finalmente, el libro cierra con una serie de haikus.
En ese sentido Vendaval de bolsillo es un libro que se va a aligerando, un libro evanescente en su lectura.
Me gusta pensarlo como un libro que se evapora. Si lo piensas, el haiku es un género que tiende a evaporarse. El último poema del libro hace referencia a eso.
Noto en tu poesía un tono dubitativo. Ya que hablamos de últimos poemas, el que cierra No sé por qué (un libro sobre la incertidumbre) dice: “No sé por qué no sé / mejor que conocer es ignorar dos veces / hagamos un trato señora poesía / le cambio sus asombros por mis dudas”. Quizás ese último verso encierre de algún modo tu poética.
Bueno, sí. Siempre me ha molestado la poesía muy segura de sí misma; me interesa la poesía que duda, que no sabe, que todo el tiempo está buscando. Para hablar de dos grandes nombres: frente al tono vertical, que pontifica, de Neruda, prefiero la horizontalidad de Vallejo.
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Me preguntaste si seguía la literatura argentina, dije que sí pero apenas mencioné nombres y me parece que es bueno darlos porque siempre se elude esa cuestión. Para hablar de escritores vivos nada más y dejar en paz a los clásicos que están dentro de nosotros y llevamos a cuestas nos guste o no, vamos a omitir a Borges y compañía.
Creo que en mi generación hay escritores excelentes tanto en México como en Argentina. Leo mucho a mi generación.
Del lado argentino, Samanta Schweblin, me encanta Mariana Enriquez, me gusta mucho Pedro Mairal y lo que hace Félix Bruzzone —mezclar la dictadura y los desaparecidos con Aira me parece una cosa atrevida y muy interesante; de otra manera, muy distinta, Marcelo Figueras, que es un novelista que a mí me gusta mucho, tiene una novela llamada La batalla del calentamiento que trata de contar la dictadura en clave de cuento de hadas, y es atrevidísima y muy políticamente incorrecta; no sé cómo no lo deportaron—. Me gusta Rodrigo Fresán, particularmente Historia argentina sigue siendo para mí uno de los mejores libros de esa generación, y él me parece un excelente narrador en general.
Hebe Uhart es un genio. Por favor, publíquenla en México ya. Es una señora de cierta edad, es filósofa, es cuentista y odia a Borges, ¿no es adorable? Piglia es otro tipo… Precisamente Piglia tiene entre sus cuentos argentinos favoritos uno de Hebe Uhart que se llama “Guiando la hiedra”. Léanla, me lo van a agradecer.
Me gustan muchos poetas argentinos. Fabián Casas, Gabriela Bejerman, Jorge Boccanera, que es de una línea más gelmaniana. Me parece extraordinario un libro de Sergio Raimondi llamado Poesía civil. De una línea más lírica me gusta Silvio Matoni. Podría seguir indefinidamente porque la literatura argentina me alude y me gusta mucho.
Y del lado mexicano en mi generación me gusta mucho Guadalupe Nettel, la primera novela de Daniela Tarazona (la siguiente no la he leído). Me encantan Julián Herbert y Yuri Herrera, quien es un ejemplo de narrador que no deja de ser poeta ni un minuto, aunque no tiene libro de versos. Me gustan poetas mexicanos de mi edad, Luigi Amara, Hernán Bravo Varela; bueno, Morábito, de quien me declaro fan total. Todos queremos ser Morábito.
Los cuentos de Villoro me parecen geniales. Me gustan las novelas de David Miklos. Sigo mucho la literatura mexicana. Me gustan los hermanos Ortuño, que se han repartido muy bien las tareas: Antonio es un brutal narrador y Ángel es un muy buen poeta. Entonces entre la literatura mexicana y la argentina transcurren muchas de mis lecturas de contemporáneos.
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El narrador de Bariloche es español pero los personajes son argentinos. Quizá esa dicotomía pone de manifiesto o resuelve la relación doble que mantienes con el español. Naciste en Argentina, pero desde hace mucho tiempo vives en España. ¿Cómo afecta eso?
Fui al colegio en los dos países. A menudo tengo que traducirme del español al español. Cuando estudiaba en España, en el colegio me educaban como español y en la casa me educaban como argentino. Salía a jugar como español y volvía a comer como argentino. Es una escisión con la que siempre he tenido que trabajar. Me parece que tiene que ver con lo que decíamos antes.
Es como trabajar con distintos géneros. Cortázar, por ejemplo. Aunque su poesía es menor con respecto a su narrativa, uno se da cuenta cómo trabaja a partir de la poesía. Beckett, Conrad, Nabokov, Paul Groussac. Siempre me han interesado los escritores que renuncian a su lengua materna para escribir. Aunque el de Beckett es un caso más extremo que los otros: ¿quién renuncia al inglés? Está el caso de un escritor argentino que solamente cuando escribió en francés pudo hablar de su infancia argentina.
O Gombrowicz, que, aunque siempre escribió en polaco, de algún modo se tradujo a sí mismo al español.
El caso de Gombrowicz es especial. Habría que tomarlo en cuenta porque es el caso de alguien que sin escribir en español tuvo una influencia mayor en la literatura argentina.
Pero volviendo al tema de escritores que trabajan no sólo con dos lenguas, sino con dos sentidos de una lengua, podríamos hablar de Kafka. Kafka es el menos literal de los escritores, trabajaba con arquetipos y símbolos de un modo impresionante. Nunca está diciendo lo que dice.
Creo que algo así me ocurrió con una novela que escribí sobre mi familia. Ahora tuve que revisar Una vez Argentina y terminé reescribiéndola, pero creo que esa tensión de la que hablamos está ahí. Mi mamá nació en Argentina y murió en España. Yo no puedo elegir entre la cuna y la tumba de mi madre.