Tierra Adentro
Ana Lara. Fotografía de Pablo Aguinaco.

Desde 1875, año en que Guadalupe Olmedo presentó en el entonces casi recién fundado Conservatorio Nacional de Música su Quartetto Studio Classico (el cuarteto de cuerdas más antiguo de nuestro país) para convertirse en la primera compositora mexicana, el número de mujeres que compone música culta en México se ha multiplicado. De las que hoy se encuentran en pleno ejercicio de su arte, nacidas entre los años 50 y 60 —Marcela Rodríguez, Lilia Vázquez, Hilda Paredes, Verónica Tapia, María Granillo, Gabriela Ortiz, Mariana Villanueva, Georgina Derbez (menciono sólo a unas cuantas)—, Ana Lara es una de las más notables.
ANA LARA: QUE LA GENTE SE ACERQUE A LA MÚSICA

Hay un indudable dejo de melodía, de nota y tarareo en el nombre de Ana Lara. Algo musical que nos hace recordar el célebre apotegma de Plauto: Nomen est omen (“Nombre es destino”). Cabe pensar que haya sido su nombre lo que la condujo a interesarse por la música desde muy pequeña, a escucharla con una atención que se antoja inusitada en una niña, a encontrar entre sus notas un sentido tan claro y profundo que decidió seguirlo por el resto de su vida. Ana Lara respondió al llamado de la música con una pasión extraordinaria, que no sólo no se ha apagado sino que ha crecido y la ha convertido en una espléndida compositora.

Octava de nueve hermanos –entre los que se cuentan Magali Lara (pintora) y Hernán Lara Zavala (escritor)–, Ana comenzó a estudiar música desde niña. Nunca pensó siquiera en dedicarse a otra cosa. Todo parece haberlo decidido la azarosa llegada de un piano a la casa paterna.

“Mi papá tenía un cliente que se iba a ir a vivir a los Estados Unidos y vendía un piano. Le sugirió ‘¿por qué no lo compras para alguno de tus hijos?’ Así llegó el piano a la casa, sin un destinatario específico.”

El piano llegó para Ana. Llegó para transformar su vida, en la que muy pronto comenzaron a ser objetos familiares los discos y las partituras. A los once años visitaba casas especializadas como Ricordi, Veerkamp y la Sala Margolín (que cerró en 2012 y es un referente para los melómanos). A esa edad empezó a tomar clases de piano en una academia.

“Mi maestro de solfeo tenía mucha fe en mí, y me dijo que debía entrar al conservatorio. Por él fue que llegué al conservatorio.”

Tenía quince años de edad y ya tocaba piezas difíciles como “La catedral sumergida”, de Debussy. Tocaba ocho o nueve horas al día, al punto de ausentarse de la vida familiar aun estando en casa. Ana se sumergió en la música culta y, para asombro de quienes crecimos escuchando discos de los Beatles, Doors, Jimi Hendrix y King Crimson, nunca prestó atención al rock.

“A mí esa música no me hablaba, no me dice nada hasta hoy. Veo que los jóvenes compositores ahora traen el rock integrado, pero no yo, no me agradaba eso. Yo estaba en otra cosa, en otros descubrimientos.”

Por ejemplo: Schubert.

“A los dieciséis años pasé un verano en Francia y tuve la suerte de asistir a un concierto de Schubert interpretado por Dietrich Fisher-Dieskau y Sviatoslav Richter. Yo tocaba ya ese concierto.

“Pero no sentía que el piano fuera el centro de mi vida. Sabía que me quería dedicar a la música. Nunca tuve duda al respecto, pero no sabía qué iba a hacer. No quería ser concertista, me daba horror. Como adoro la voz, también estudié canto, pero no aprendí [risas]. Fue hasta que estudié armonía que sentí que disfrutaba mucho. Me encantaba imaginar los acordes y escribirlos. (Después supe que no todo el mundo tenía la misma facilidad.) Entonces me di cuenta de que yo quería seguir por ahí.”

Ana Lara estudió composición con Mario Lavista y Daniel Catán en el Conservatorio Nacional, y más tarde con Federico Ibarra en el Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información Musical (cenidim). Hacia finales de los años 80 amplió sus estudios en la Academia de Música de Varsovia con los compositores Zbigniew Rudzinski y Wlodzimierz Kotonski, y en 2004 obtuvo una maestría en Etnomusicología por la Universidad de Maryland.

Ana Lara. Fotografía de Pablo Aguinaco.

Ana Lara. Fotografía de Pablo Aguinaco.

Desde hace 25 años es productora y conductora de uno de los mejores espacios radiofónicos que la música culta contemporánea tiene: “Hacia una nueva música”, que Radio unam transmite los miércoles al final de la tarde y los jueves en la primera hora del día. Esa es sólo una de sus muchas facetas como promotora. En 1998 fundó el Festival Internacional Música y Escena, y fue coordinadora del programa de música contemporánea del Festival Internacional Cervantino.

Comenzó a componer en 1988 y cuenta con más de cuarenta obras, entre piezas para orquesta, grupos corales, grupos de cámara, instrumentos solistas, música escénica y obras mixtas (es decir, instrumentos acústicos y electrónicos). Hoy el vasto trabajo de Ana Lara es reconocido en muchos países de Europa y América Latina y, particularmente, en los Estados Unidos donde en el año 2000 fue nominada al Grammy en la categoría de mejor producción de un álbum de música clásica.

Cuando se conversa con ella uno quisiera verla brindar conferencias y publicar libros en los que nos permita leer parte de lo mucho que sabe y ha pensado en torno de la música. Cuando se escucha alguna de sus obras se tiene de inmediato el deseo de escuchar más. Lo mejor de todo es que en parte es posible hacerlo en el sitio www.analara.net.

Lo que sigue es un fragmento de una larga conversación sostenida con ella a finales de octubre de este año.

¿Cómo vive un compositor en México?

Te lo diré así: estoy casada con un músico francés y vivimos la mitad del tiempo en Francia y la mitad en México. Las realidades de nuestros países no podían ser más distintas porque allá un compositor de estar componiendo música, y no vive nada mal (no digo que todos los compositores, pero sí un buen número). Eso, aquí, es impensable. Ni siquiera alguien con el prestigio de Mario Lavista o de Julio Estrada podría vivir con el mismo desahogo. ¿Qué hace un compositor en México? La mayor parte da clases. Habemos unos a quienes nos gusta hacer otras cosas. He pasado buena parte de mi vida haciendo programas de radio, festivales. Pero lo que más me gusta es la programación de espectáculos escénicos, porque siento que es mucho más enriquecedor para todos hacer proyectos en colaboración que estar metidos sólo en nuestras cosas. Por eso empecé el proyecto de “Música y Escena” porque es una manera de hacer que la gente se conozca.

Creando un espacio

Sí. Si no existe un espacio, ¿cómo demonios conocerían los jóvenes a sus colegas de otras disciplinas?, ¿dónde convergen? El Fondo Nacional para la Cultura y las Artes ha sido muy importante para propiciar los encuentros de jóvenes creadores. Pero no basta.

Volvamos a los compositores. Básicamente, la mayoría da clases. ¿Y qué puede hacer para dar a conocer la música que escribe? Claro, cuando eres un joven compositor, la mayor parte de las veces escribes y ruegas a alguien para que toque tus obras. Muchas veces son tus amigos quienes te hacen el favor. Luego, en la medida en que la gente empieza a conocer tu trabajo, te empieza a pedir obras. En Europa siempre se te pagan. Aquí, muchas veces lo haces por afecto.

Ana Lara. Fotografía de Pablo Aguinaco.

Ana Lara. Fotografía de Pablo Aguinaco.

“Oye, hazme un homenaje a Pablo Neruda, por favor.” [risas]

Y uno dice que sí, naturalmente. En México tenemos la enorme fortuna de tener a músicos fantásticos que quieren tocar música contemporánea. Entonces tú sabes que no te van a pagar, pero hay quien va a tocar tu obra, y la va a tocar muy bien y, con suerte, si le gusta, la va a tocar mucho. Por fortuna hay grupos como el Trío Neos, el Cuarteto Latinoamericano y otros. Ese ambiente es mucho mejor que en gran parte de los países de Sudamérica.

Por supuesto.

Tengo una amiga que, cuando nos conocimos, tenía gran éxito. Tocaban mucho sus obras en Europa y de pronto, las tocaban cada vez menos y componía cada vez menos. ¿Qué pasa?, le pregunté. Y me dijo: es que, con lo de las orquestas juveniles, en Venezuela acabaron con la música de cámara.

Tanto que se ha celebrado la idea de crear esas orquestas…

En Venezuela ha tenido éxito a costa de la música de cámara, se acabó la música de cámara en Venezuela. No hay quien toque ese tipo de  obras. Es algo terrible, porque además las orquestas están en vías de extinción, son carísimas.

Ese es uno de los puntos que quería conversar contigo. Cuando escuché “Ángeles de llama y hielo” me dije: qué esfuerzos debe haber hecho esta mujer para lograr grabar esa pieza. Lo difícil que debe ser contar con una orquesta…

Esa pieza la compuse porque en 1992 la Orquesta Sinfónica Nacional me pidió que fuera compositora residente.

 

¿Fue entonces que compusiste esa pieza? ¡Eras muy joven!

Si, durante un año, iba a trabajar todos los días con la orquesta –fue una experiencia realmente maravillosa– y tuve la posibilidad de hacer muchas pruebas mientras escribía esa obra.

En aquella época (ahora ya no tanto) los músicos siempre eran reacios a tocar música de compositores vivos. Pero como me veían todo el tiempo y yo siempre les preguntaba algo –iba con el cornista y le decía: “oye, ¿esto está bien así, o qué sugieres?–, se empezaron a involucrar y al final sintieron que la obra también era suya (y lo es). Fue así como escribí esa obra. La estrenó Enrique Diemecke y después la tocó varias veces. Es mi obra que más se toca, pero no la grabó la Sinfónica Nacional. La grabó para Sony la Orquesta Filarmónica de la unam, con Ronald Zollman, porque a él le interesaba mucho grabar música mexicana. Durante el tiempo que estuvo al frente de la ofunam grabó muchísima música mexicana.

¿Y qué significa ser compositor residente?

Hacer una obra sinfónica a lo largo de un año. Eso fue lo que me tomó componer “Ángeles de llama y hielo”.

¿Y eso sigue ocurriendo, Ana?

No, ocurrió un año y parece que lo hice mal. [risas]

¿Y lo suspendió la orquesta?

Sí, lamentablemente. La idea era tener un compositor residente y un director residente. Fue una cuestión de presupuesto.

¿Cuánto cuesta mantener un proyecto así?, ¿se puede saber cuánto te pagaban?

No me acuerdo exactamente, pero algo así como quince mil pesos mensuales. Yo era joven, no estaba mal.

No, y aun si hubiese sido poco la oportunidad era fantástica. Ahí tenías a los músicos para trabajar con ellos. Uno pagaría por tamaño privilegio. Aun así era poco dinero…

Yo fui muy feliz, realmente muy feliz ese año.

¡Claro! No quise decir que fuera poco dinero para ti sino para una institución patrocinadora. Eran 160 mil pesos por año. Si hoy se pagara el doble por tener un compositor residente sería igualmente barato.

Es cierto. Pero cuando ves, por ejemplo, que la orquesta Filarmónica de la Ciudad de México, que ha tenido los mejores músicos, lleva toda su existencia luchando con una burocracia que no se ha dado cuenta de lo que significa que la Ciudad de México tenga una orquesta…

Una orquesta es cara, claro, pero el gobierno del Distrito Federal podría sacarle muchísimo jugo. No se ha dado cuenta del tremendo potencial que la orquesta tiene no sólo educativo y recreativo. También como negocio puede ser magnífico. Habría que contar, por supuesto, con gente que entendiera bien qué se tiene que hacer. Además, contribuiría a crear un público. Hace rato leía en el periódico que en el Festival Cervantino se invita a la gente humilde a asistir a los ensayos generales de las orquestas invitadas. La nota cuenta que un niño que iba con su abuela entró a ver el ensayo general de la Compañía de Sidney y quedó maravillado. Ni él ni su abuela habían entrado nunca a un teatro, y no entendían bien lo que pasaba, pero estaban fascinados. Eso es lo que sucede cuando das a la gente la oportunidad de ver algo nuevo. Habrá por lo menos una o dos personas que van a querer regresar para ver de qué se trata eso. Y así es como nace el interés por las cosas. El entusiasmo por la música nace de tener la posibilidad de escucharla.

Creo que en el plano cultural padecemos siempre lo mismo: esta poca visión de la cultura a largo plazo. Si piensas en los grandes festivales, en los grandes centros culturales de otros países, te das cuenta de que son lugares que llevan años formándose y poco a poco han ido creciendo. Siento que en los dos sexenios pasados decidieron hacer unos centros de las artes maravillosos pero sin contenidos. Y cuando se encuentran con un proyecto que tiene contenido, como no forma parte de lo institucional, a la menor provocación deciden que estás gastando mucho dinero. Entonces, todo el tiempo se trabaja a contracorriente, bajo los caprichos de la gente que está en turno. Es una pérdida de tiempo, porque nosotros seguimos, ellos cambian y nosotros somos los mismos.

Sí. Y, en materia de cultura, la continuidad es muy importante. Pero regresemos a ti. Entonces, empezaste a escribir obras para orquesta siendo todavía muy joven.

Bueno, sí. Cuando la gente ya te conoce un poco, las orquestas te invitan a escribir obras. Así es como he escrito todas las obras que tengo para orquesta, algo que físicamente, por cierto, representa muchísimo trabajo. Ahora un poco menos gracias a los programas de computadora. Pero cuando escribí “Ángeles de llama y hielo” esos programas no existían; todo se hacía a mano. El sólo hecho de pasar la partitura en limpio implicaba horas de trabajo. Había que invertir más de una hora por cada página. Y si te equivocabas, había que empezar otra vez. Era un trabajo de veras muy artesanal.

¿Con qué escribías?

Con un plumón muy delgadito.

Toda esa parte artesanal era maravillosa. Claro que se ha ganado mucho con las computadoras, pero por otro lado ya no tenemos páginas manuscritas.

Sí, es cierto. Pero para nosotros, hacer las partes, desde el piccolo hasta el contrabajo (cada músico tiene que tener su propia parte: la del director y todos los demás), era cosa de horas y horas…

Lo bueno de ello era que servía para revisar que todo estuviera bien. Hay que tener mucho cuidado cuando se están escribiendo partes para ochenta músicos. Puede haber cientos de errores. Tienes que ver si escribiste con precisión lo que quieres.

Cuando escribes música de cámara siempre tienes la posibilidad de trabajar personalmente con los músicos. Puedes ir probando, decir “hazle así”, “vele cambiando”. Cuando escribes música para orquesta, no. En el caso de una partitura para orquesta, cuando se la das al director, la bendices y cruzas los dedos para que te vaya bien porque ya no hay nada más que hacer.

Una vez que la entregas lo que sigue es la primera lectura de la partitura, que para mí es siempre el día de mayor tensión, porque ahí saldrán todos los reparos. Es cuando te ganas o no el respeto de los músicos.

Hoy las cosas han cambiado, pero cuando yo empezaba, los músicos de las orquestas estaban en contra de interpretar a compositores vivos. Uno era un idiota a menos de que comprobara lo contrario. En esa primera lectura, además de las preguntas normales, siempre había muchas hechas con malicia, que sólo buscaban probarte.

De manera que uno debe saber muy bien qué escribe y a quién se le escribe, porque hay muchos momentos en los que un músico no sabe cómo interpretar exactamente lo que tú escribiste, siempre queda una suerte de espacio, una ambigüedad que es la maravilla de la música. Entonces, le preguntan al director. Pero si tú estás ahí el director voltea y te lo pregunta a ti: “¿Maestra, qué quiso hacer con esto?”, y tienes que estar preparada y decir: “esto es lo que quiero”.

La primera sesión siempre es difícil porque en ella salen los pequeños errores: un sostenido que no era, un rayita que faltó… Después viene finalmente la maravilla de oír, por primera vez fuera de tu cabeza, lo que escribiste.

¿Escuchas la composición completa en tu cabeza? ¿Empiezas a escucharla poco a poco a medida que la desarrollas? ¿Cómo se concibe algo tan complejo como una composición sinfónica?

En efecto, uno imagina los sonidos. Recuerdo que cuando estaba componiendo el primer movimiento de “Ángeles de llama y hielo” quería que el comienzo fuera muy fuerte y profundo, y me preguntaba con qué instrumentos quedaría mejor ese comienzo. “Voy a poner contrabajos”, pensaba, y de inmediato pensaba en cuál sería la nota que podría resonar más con los contrabajos. (Después decidí que no fuera precisamente la más resonante, por eso el inicio es raro.) Luego me pregunté qué otros instrumentos debía incluir. Decidí que fueran instrumentos graves: la tuba, el contrafagot, que me iban a dar un color determinado… Así es como uno se adentra en la obra. Dices voy a meter unas trompetas y oyes las trompetas. O, voy a  poner cornos, y sabes cómo suena un corno, te das una idea.

A veces uno tiene ideas muy claras. Hay técnicas de instrumentación, técnicas de orquestación, pero cuando te pones a escribir la música ella te lleva por otros lados. Por supuesto. En un momento dado, todos los lenguajes adquieren cierta autonomía frente a quien los utiliza.

La música tiene factores acústicos que no siempre puedes controlar. A veces son sorpresas maravillosas y a veces dices: “no lo había pensado así, cómo fue que logré esto.” Es fantástico cuando te sorprendes haciendo cosas que a ti mismo te parecen admirables.

Ana Lara. Fotografía de Pablo Aguinaco.

Ana Lara. Fotografía de Pablo Aguinaco.

¿Y has escrito sobre música?

Me apasiona pensar en la música, tratar de comprender el pensamiento musical, organizar festivales musicales, hacer programación. Me gusta hacer seminarios (ahora, por ejemplo, acabo de regresar de Monterrey donde estuve haciendo uno sobre música y literatura), procurar que la gente se acerque a la música, pero no me gusta escribir. Escribo muy poco. Por fortuna hay gente que escribe muy bien. Hebert Vázquez escribe mucho sobre música, Jorge Torres es un gran compositor y escribe muy bien. Me encanta platicar de música. Pero creo que es todavía mejor escucharla.

 

-Palabras recogidas por Rafael Vargas