Tierra Adentro
Ilustración realizada por Jal Reed
Ilustración realizada por Jal Reed

I

Hace dos años, poco más, poco menos, corrimos hacia los interiores y nos tapiamos a piedra y lodo porque allá, del otro lado de los muros, acechaba el contagio. Nos separamos y, aunque nos resultara extraño al principio, logramos acostumbrarnos, modificamos nuestros comportamientos y nuestras formas de enlazarnos. Distanciados, aunque nunca del todo ajenos, aprendimos (o recordamos) que el aislamiento, ese fenómeno que resulta más fácil describir que habitar, nos ha acompañado desde nuestros comienzos como especie. Nos permitió, primero, sobrevivir y, después, evolucionar (aunque, como todo fenómeno, el aislamiento en exceso también resulta mortal y puede derivar, digamos, en una endogámica soledad). Está en nuestra esencia: nos aislamos de los depredadores en la cueva más profunda, el árbol más alto, la oscuridad; huimos a donde aquello que es nocivo no pueda alcanzarnos. La única solución posible, hasta ese momento, era aislar al agente patógeno y permitir que muriera solo. Si éramos afortunados, nos decían, llegaría una vacuna, cuya creación, a grandes rasgos, consistía de cuatro pasos:

1.-Se determina en qué forma se modificará el virus o bacteria que se desea atacar.

2.- Se genera un antígeno.

3.-Se aísla el antígeno de las células que se usaron para crearlo.

4.-Se añaden adyuvantes estabilizadores y preservativos. 

Aislar es la palabra clave. Separar, analizar, comprender: una sintaxis de hechos que bien puede ser ley de vida. Y mientras tanto, mientras los expertos trabajaban en la solución para aquel mal, unos cuantos estábamos felices de nuestro lado de la altísima muralla que levantamos alrededor de nuestro hogar, como el príncipe Próspero en La máscara de la muerte roja. Allá afuera, en las calles y en las plazas de México y del mundo, que lucían desoladas, reinaba la peste. La vuelta a la normalidad se alejaba dos pasos por cada uno que dábamos. Como el horizonte. Pero lo hicimos, algunos seguimos aquí y, aunque juntos de nuevo, algo de aislamiento quedó dentro de nosotros o, en todo caso, despertó.

 

II

El aislamiento nos acompaña desde la tierna infancia, crecemos con él, se refina a la par de nuestros sentidos y entendimiento: aislar nuestros esfínteres y verter sobre ellos toda la concentración posible, para que no se activen sin nuestro consentimiento, es, quizá, la primera muestra de crecimiento y de maduración. Posteriormente, aprendemos a través del juego (la didáctica más primaria, más elemental) a aislar a otros y a aislarnos, comenzamos a entender los matices de la distancia: hay que estar lejos de los padres para hacer una travesura. El aislamiento se vuelve materia prima de juegos infantiles como las escondidillas: gana quien se oculta con mayor efectividad, es decir, quien se aísla mejor, pero dentro de un límite permitido o se estará violentando la esencia del juego que es ser encontrado. Comenzamos a intuir la diferencia entre aislar y desterrar.

Al paso del tiempo y de las experiencias, descubrimos la otra cara del aislamiento: cuando se le usa como castigo. Se coloca en el rincón al culpable, no tan lejos, sin embargo, como para que pierda de vista todo aquello de lo que fue desplazado: una vez más, aislar no es desterrar. Se deja sin recreo al que ha obrado mal: lejos, pero siendo parte aún del grupo, a suficiente distancia para no dejar de pertenecer, pero sin poder participar, testigo mudo detrás del cristal del espacio. Rincón, salón vacío, cárcel: elaboramos una semántica del espacio, entendemos que es arcilla, maleable y dúctil, con la que se pueden construir instrumentos de tortura. 

Transcurren los años y resignificamos el fenómeno, nos lo apropiamos: usamos el aislamiento como búsqueda de identidad, como una forma de descubrir quiénes somos más allá de las fronteras del constructo familiar, del seno materno, del hogar. 

El adolescente se aísla de la familia en búsqueda de su propia identidad: rompe para construir, estira para dejar pasar. Se separa de las tradiciones familiares, se encierra en el cuarto y se aísla doblemente, en su espacio físico y en su espacio auditivo: escucha música que los padres reprueban (o simplemente desconocen) a un volumen que coloca lejos, pero nunca afuera, a quien no la entiende o no la disfruta. Con este carácter de isla vigila y permite que se le vigile; su retraimiento cobra mayor valía cuando se sabe observado. Se aleja de un grupo para, irónicamente, integrarse a otro. Las tribus urbanas, los grupos de jóvenes en las calles (cuando aún se permitía salir), son un archipiélago compuesto de escisiones de pedazos de tierra más grandes, relacionados por un lenguaje común, costumbres en común.

Si el lenguaje es instrumento de cohesión, lo es también de segregación: cuando dejamos de dirigirle la palabra a alguien, trazamos una línea y marcamos así un adentro y un afuera: le aplicamos la ley del hielo. Lo aislamos. El hielo quema en su frialdad, congela, aunque en ese proceso también conserva: suspende el estado natural de descomposición de las cosas. Protege porque aísla. Si hemos sido testigos de la existencia de ciertas especies que ahora ya no habitan la tierra, es porque el hielo preservó sus restos: gracias a esa resina de cristal conocemos el pasado. Ponemos algo en hielo para que perdure más tiempo, para quitarlo de las garras del paso de la vida, para frenar su degradación. El refrigerador, nuestra pequeña cámara del tiempo, de la frescura, contiene, por un momento, la descomposición natural de todo aquello que es orgánico. Aísla. 

Si amar es combatir, aislar es proteger. “Quédate en casa” se volvió sinónimo de “cuídate”. Protegemos lo que amamos: recubrimos con esmalte los muebles de madera, plastificamos la credencial para que no se arrugue ni se rompa, colocamos entre capas y capas de plástico de burbujas nuestro disco favorito, el videojuego predilecto, la vajilla que heredamos de nuestros ancestros. Por ello las mudanzas suelen ser tardadas: necesitamos aislar ciertas piezas de la cotidianidad para su traslado. En el viaje hacia esta “nueva normalidad” protegimos lo que amamos, a quienes amamos: los aislamos, que nada perturbara su estado.

 

III

Aislamos para magnificar y, posteriormente, analizar, aprovechar. Hacemos zoom en cierta parte de una imagen para aislarla y, después, desmenuzarla hasta sus elementos más mínimos y descubrir aquello que nos importa y que pasa desapercibido en el todo original. Por un momento, dejamos de lado todo aquello que no importan en la  imagen (para un fin específico, por un momento nada más) y nos concentramos sobre un punto, magnificado una, dos, diez veces. Es un fragmento de la imagen, pero destilado. Y si de destilación hablamos, por qué no referirse al proceso per se: separar (aislar) los componentes de una mezcla líquida y obtener, en el estado más puro posible, aquellos que nos son útiles y dejar atrás los que no. El zoom es el detalle puro, sin distracciones.

Aislamos para resaltar. Ayudados de un marcatextos, separamos cierta parte de un escrito, lo que nos permite, en una segunda visita, enfocarnos en lo que ya hemos señalado como útil y, por lo tanto, un poco nuestro. El brillo fosforescente que aplicamos sobre ciertas líneas, ciertas ideas, las aísla, y afuera, en la oscuridad de la página, de la fotocopia, queda el resto: apenas agua con sal. Nos quedamos con las que son semilla para ideas propias. Separamos la buena mies de la mala. 

En un texto también existe el aislamiento: el paréntesis. Primordialmente, este signo es aislamiento: explora algo, no del todo ajeno, en una línea paralela: una idea que puede funcionar de forma casi autónoma, pero que se inserta en una idea todavía mayor: aclara, profundiza, explica; se detiene para ahondar. Nos indica que lo contenido ahí forma parte, pero está a una distancia prudente del resto del texto.

El paréntesis ―que también puede funcionar con el uso del guion parentético, según algunos afirman―, es también pausa, respiro: volveremos a la normalidad, nos decían, esto es apenas un descanso. Y fue la promesa de ese retorno lo que nos mantuvo cuerdos, atentos. No nos dijeron “se acabó” (punto final): nos dijeron “volveremos”. Paréntesis.

No es casualidad que el guion parentético sea el mismo símbolo que se usa para abrir diálogo, porque aislarse también comunica algo, dice sin decir: hace silencio en medio del ruido.

 

(Quizá el paréntesis es una pequeña caja musical donde atesoramos una verdad que, para otros, puede resultar inútil o falaz, pero para nosotros es una verdad limpia, ineluctable).

(El paréntesis: ostra que contiene una verdad como perla).

 

IV

Una isla es un área de tierra rodeada por completo de un cuerpo de agua. Enmarcada así por todos sus costados, es un grito de arena en medio de un silencio líquido, un punto en la larguísima oración del mar o la laguna. Pertenece, pero a la vez es autónoma: orbita. Aislar, por lo tanto, es poner a algo, a alguien, en una pequeña isla: es colocarlo lejos, rodeado de aire, de agua, de silencios. Incomunicado en ocasiones, el aislado perteneció alguna vez a una masa mayor que él y quizá por eso añora o, por el contrario, atesora su soledad. Estática como sustantivo, la isla como verbo es plurivalente: castiga o sana, preserva o destruye.

La distancia (o en todo caso el distanciamiento) se ha resignificado con el paso del tiempo: si antes apelaba al carácter de isla, ahora nuestras soledades, nuestros encierros, parecen ser más cercanos a la península que a la isla: estamos alejados de una masa mayor, siempre, pero conectados por una breve cuerda, por un sendero: la tecnología. Si es una franja de tierra lo que distingue a la isla de la península, es el lenguaje lo que nos permite estar no aislados, sino apeninsulados: en contacto, siendo parte, aunque a distancia. 

El lenguaje, ese hilo rojo que une siempre al emisor y al receptor, es lo que coloca en nuestras playas de soledad, otrora limpias y sin mácula, una huella que nos deja saber que ahí hay alguien más. O por el contrario, nos permite ser la huella en la playa ajena. Y es ese mismo lenguaje, empaquetado para su consumo en datos, en megas, el que resulta casi ineluctable hoy en día.

El sonido, según Pascal Quignard, resulta difícil de ignorar, es porque la oreja, a diferencia del ojo, no posee párpados. ¿Cómo debiera ser la barrera que mantenga lejos de nosotros los medios de comunicación actuales? ¿Cómo alejarse de las redes sociales, los medios de comunicación y dispositivos con internet? ¿Es imposible estar ya en una isla y nos debemos conformar con yacer en una península? El aislado no sabe nada del mundo, no oye ni es oído; el apeninsulado oye, pero no es oído.

 

V

Aislamos para atacar, dividimos para vencer. Ciertos depredadores (sobre todo felinos) aíslan a las presas, las separan del grupo, de la manada, para poder atacar: se abalanzan sobre los miembros aislados (separados) del grupo cuando bajan a beber al río, cuando detienen su marcha porque son viejos o cuando están enfermos, otra división que traza la naturaleza. De igual forma, estos depredadores se aíslan para no ser observados, se camuflan con el ambiente hasta casi no ser parte de él. Como el francotirador en una guerra: parte del combate, aunque separado auditiva y visualmente; lejos, pero parte del mismo conflicto, en su pequeña isla de quietud, al acecho.

Se aísla, en ciertas artes marciales se aísla una parte del cuerpo y sobre ella se ejerce toda la presión necesaria del otro cuerpo, para fracturar, dislocar, lastimar. Después de la fractura, de la dislocación, irónicamente, aislamos la parte para que repose, para que vuelva a su estado natural, se incorpore, es decir, vuelva a ser funcional y parte de un todo armónico. El aislamiento como arma, pero también como bálsamo.

Hay aislamientos armónicamente colocados, como el cuerpo: la piel, en tanto que canal de comunicación con el exterior, también funciona para aislarnos de él, para protegernos. Nuestros huesos se encuentran aislados por cartílagos y, cuando estos se desgastan, viene el dolor. Es necesario el espacio en ocasiones, evitar el choque entre dos fuerzas, dos presencias: lo entendemos, por eso es necesario usar protector solar, guantes de carnaza para maniobrar los cables de la luz, recubrir con plástico el mango de la sartén: fenómenos que, dosificados, domesticados, son benévolos, al contrario de cuando corren libres y sin control. 

 

VI

Aislamos también para domesticar: lo hicimos con el fuego para apropiarnos de él. Aislamos (como especie, en otros tiempos) a algunos animales de su manada y los incorporamos a la dinámica del humano. Aislamos el grano de ciertas plantas silvestres hasta amansarlas, amoldarlas a nosotros. Separar (aislar) es una forma de establecer dominio, de poseer. En un contexto de mercadeo, creamos el sistema de apartado. Decimos: esto ya no es parte del grupo, está aislado, ya no se tiene acceso a ello. Es mío, aun sin ser mío todavía, ya no está disponible.

 

VII

Aislamos lo que entendemos (o nos aislamos de ello) porque comprendemos que ahí radica el peligro, pero también aislamos, sobre todo, lo que no entendemos y deseamos comprender o no somos capaces de destruir: cárcel, manicomio, nación extranjera; condenamos al ostracismo lo que escapa a nuestro entendimiento. Allá afuera, a pesar de la cuarentena, subsiste el “ellos” y “nosotros”. Nos piden aislamiento, pero no el que conocemos. 

Personas, virus, ideas; aquello que nos resulta imposible (en todo sentido) destruir debe ser aislado en primera instancia: es el huésped que colocamos en la habitación más alejada. Todo aquello que no es útil, pero que todavía debe ser analizado (porque a veces nos bastamos con clasificar, no con entender), colocado en cierta jerarquía, se aísla: la ropa que vamos a donar, los juguetes que ya no usamos, las libretas con apuntes que ya no son útiles, pero a las que el mote de inútil todavía le queda grande. Ya no es parte, aunque tampoco alcanza a ser ajeno del todo: es el niño castigado en el rincón. Todo lo que tiene injerencia sobre nosotros, o al contrario, sobre lo que tenemos injerencia, pero nos resulta ajeno, incómodo, comienza por segregarse antes de destruirse, o corremos el riesgo de desechar algo nuestro en el proceso.

 

IX

Nada ha cambiado y quizá nunca lo haga: aislarse es sobrevivir; sobrevivir es aislarse, por un momento, del proceso natural y temido de la muerte. Antes de nacer, estamos aislados en el vientre, protegidos, preparándonos para incorporarnos al mundo. Al morir, se nos aísla en un ataúd y después se nos aísla bajo tierra. Doblemente separados, pero todavía presentes en la memoria de algunos que nos sobreviven. Porque cada paso en este mundo dejará una huella en la playa de la existencia, una que después, no importa qué, la marea del tiempo borrará. La misma marea que cubre la franja de tierra que podría hacer de la isla una península.