Tierra Adentro
Portada "Humanomáquina" de Diego Casas Fernández. Fondo Editorial Tierra Adentro.
Portada “Humanomáquina” de Diego Casas Fernández. Fondo Editorial Tierra Adentro.

VENIR DE AFUERA

CIBERSEXUALES

A inicios del 2000, aún era posible separar el internet en dos esferas: adentro y afuera. Esta división tajante de la realidad ayudó a que algunos usuarios liberaran su inconsciente al grado de actuar de un modo radicalmente distinto con su familia y a solas, frente a la pantalla. Yo era uno de esos anónimos reprimidos, hijo de ese binomio aparente en cuyo centro se gestó mi segundo nacimiento como cíborg. Afuera quedaron las dudas; adentro, la impudicia.

Me divertía abriendo cuentas falsas, haciéndome pasar por otro, antes de que el anonimato se convirtiera en enemigo público. En 1996, la libertad en el ciberespacio era amenazada por gobiernos y corporaciones, un hecho que inspiró a John Perry Barlow a redactar la Declaración de independencia del ciberespacio. Era su respuesta a la Decency Act, cláusula contenida en la Ley de Telecomunicaciones de Estados Unidos, que pretendía censurar los contenidos que circulaban en la red. A veinticinco años de distancia, la advertencia que abría el manifiesto de Barlow: “En nombre del futuro, les pido en el pasado que nos dejen en paz. No son bienvenidos entre nosotros. No ejercen ninguna soberanía sobre el lugar donde nos reunimos”, no solo fue ignorada con creces, sino que a partir de ese momento la vigilancia se convirtió en el nuevo dogma. Tras la llegada de las redes sociales fue más difícil navegar como incógnito.

Pero el peligro no solo estaba adentro. Todas las mañanas me enfrentaba a la criatura que amenazaba con salirse del espejo del baño. Sudaba por montones, su piel se cubría de granos con el sol, hacía que me pi- cara la entrepierna por el vello púbico que la invadía. Quise matarla, romper en añicos su vidriosa presencia, pero solo conseguí ocultarme de ella como el niño que se esconde del monstruo debajo de las sábanas. Correlato de un cuerpo grotesco, mi sexualidad despertó a la par de la vergüenza que sentía por aceptar que esa bestia deforme era yo.

Una de mis mayores fantasías a esa edad era ser blanco de miradas indiscretas, robar la respiración de quienes se me cruzaban en la calle. Pero el temor a que me vieran como un monstruo inhibía cualquier intento de hacerla realidad. Toda fantasía surge en la mente de quien la concibe como una posibilidad, un hecho factible producto de la imaginación. De un momento a otro la cámara web ocupó el lugar del espejo del baño en mi vida cotidiana. Inmersa en un mundo en el que se sentía más cómoda, aquella criatura informe gozó de un cuerpo con la capacidad de transformarse, una identidad que no sería definitiva sino provisoria, potencialmente versátil.

Recuerdo que mis primeras pajas en internet ocurrieron de manera simultánea a las pláticas con desconocidos que encontraba en salas de chat de Ares. Los temas iban desde amor hasta política, pasando por libros, sexo y deportes. Aunque las conversaciones estuvieran condicionadas desde el principio por intereses determinados y, por lo tanto, excluyentes, siempre encontraba el modo de infiltrarme a cualquier sala por medio de nicknames que no delataran mi género pero sugirieran, en cambio, algún gusto determinado.

Bastaba con llamarme: XxxTraviesaxxX, Machode30cm o PasivoDiscreto, para que los más educados me dieran la bienvenida y recibiera en mi bandeja de entrada un sinfín de mensajes privados. A pesar de todo, me sentía parte de una comunidad. Ares no solo era un programa creado para intercambiar música dentro de la dinámica peer-to-peer, sin jerarquías de por medio, también admitía una permuta libre y justa de sexo. Bajo la condición de recibir a cambio lo mismo que ofrecía, comencé a negociar con mi cuerpo desnudo, repartido en fotogramas borrosos, entre usuarios que aceptaban el trato únicamente si también a ellos se les permitía ocultar su rostro. De este modo conocí a Morpheus, Pito_Loco, @Rosa69 y varios anonymous a quienes jamás quise conocer en persona ni saber su verdadero nombre. Esos eran sus verdaderos nombres.

La palabra que mejor describe este particular cambalache es cibersexo. El prefijo ciber– encuentra sus raíces en la cibernética, ciencia propuesta por Robert Wiener en los años cincuenta para describir la transmisión de información que acontece en cualquier red interconectada. Podríamos definir el cibersexo, por lo tanto, como una red de personas unidas por la búsqueda de un orgasmo compartido. Algunas personas aún cometen el error de confundirlo con el sexo virtual, una actividad en la que, a menudo, el cuerpo de los usuarios pasa a un segundo plano, pues se olvidan de que tienen uno.

La diferencia más marcada entre ambos radica en la manipulación que el usuario hace de su cuerpo para aumentar sus niveles de excitación. Mientras que en el sexo virtual hay un personaje de por medio al que dotamos a menudo de nuestros rasgos e incluso nos proyectamos en él sin ser realmente él (un avatar de Second Life, por ejemplo), en el cibersexo la experimentación se concentra en uno mismo y en nuestras habilidades histriónicas para encarnar a ese personaje, cuyas características pueden variar según las circunstancias del momento y la confianza que depositemos en la otra persona.

Para masturbarse con desconocidos, ya sea frente a una cámara web o por medio de fotografías y videos grabados exprofeso, hace falta mucha imaginación, además de aceptar sin prejuicios los gustos del otro. Se vuelve necesario pensar nuestro cuerpo como territorio moldeable del modo en que lo hacen los usuarios que saben manejar a su antojo el encuadre de la cámara. De la gama de posturas en el cibersexo mi favorita era el descabezado, que se distingue por dejar el rostro fuera del encuadre, lo cual resulta favorable para ambos usua- rios, ya que no hay necesidad de identificarse. Sin embargo, esta posición ejercía cierto control, tanto en hombres como en mujeres, de distintos modos.

El cibersexo heteronormado reproduce en la intimidad del pixel una sexualidad monolítica. A menudo algunos participantes recelaban de la exploración, el juego, la sorpresa, el travestismo, en fin, de la flexibilidad de su deseo, que responde a sus impulsos sin permitirse dudar. Programados con gustos de sobra socialmente validados, buscaban lo que les dictaran sus certezas, lo que en todo caso resultaba menos satisfactorio en oposición a lo que buscábamos quienes queríamos innovar en el placer.

Mi constitución adolescente me alejaba de los cuerpos musculosos que supuestamente corresponden con mi género, y me acercaba, en cambio, a cuerpos más confusos, menos definidos. Gracias al sobrante de carne, así como a la carencia de ella, cualquiera podía conseguir la apariencia que buscaba. Yo, por ejemplo, pasaba en cuestión de segundos de una imagen a otra. Si juntaba los brazos hacia el ombligo, me nacía un par de senos turgentes; si escondía mi pene entre las piernas, parecía tener una vulva apenas velluda. Aunque para obtener un mejor efecto debía cuidarme de no haber desarrollado ya una erección.

Con la voz era más difícil aparentar. Todavía hasta los quince, al intentar endulzarla se me salían los gallos y tenía que forzar de más la garganta, como si fuera a cantar, para alcanzar el tono adecuado de una dulce puberta caliente. Si el otro usuario se percataba del engaño, se desconectaba o seguía el juego.

En mi defensa diré que algunas personas se tomaban en serio aun en la intimidad. Creían saber lo que les gustaba e iban a la zaga de eso que, según ellas, les producía placer. Pero al toparse conmigo se sentían defraudadas, acaso no por mí específicamente sino por su propio anhelo insatisfecho. Se daban cuenta de su desventaja frente a un cuerpo que sabía replicarse, doblarse en pliegues y adaptarse a cualquier situación.

A veces también me encontraba con hombres y mujeres haciendo lo mismo que yo. Mentiría si dijera que no me decepcionaba de vez en cuando, juzgándolos también por la misma razón que otros me juzgaban a mí. Pero prefería por mucho a esta clase de inconformes. Hacíamos malabares frente a la computadora para atraer miradas de personas si no más arriesgadas, al menos igual de aburridas que nosotros, insatisfechas de realidad.

Había salas de chat en las que no tenía que estar desnudo. Pero incluso vestido, me gustaba alimentar historias reprimidas, descubrir secretos que de otro modo no saldrían a la luz. La conversación giraba alrededor de distintos temas hasta dar con la palabra exacta, la expresión correcta, ese ábrete sésamo con el que inicia toda confesión. Iba en busca de anécdotas oscuras, sórdidas, perversas. Pensaba que, de activar algo en el otro, su cuerpo perdería peso y comenzaría a experimentar con él y, por ende, yo con el mío. Quería hallar el botón que desactivara su pudor.

Lo cierto es que resultó difícil desconectarme de este mundo hipnotizante y, hasta cierto punto, permisible y adictivo. El sexo en persona comenzaba a parecerme insuficiente. Mi cuerpo terminó por convertirse en una imagen, un avatar al que podía vestir y desvestir. Un monstruo atrapado en sus fantasías.

Cuando tenía relaciones fuera de la pantalla imaginaba cada caricia en un encuadre. Reelaboraba el momento en mi cabeza como fotogramas de una sesión de cibersexo. Solo de este modo podía eyacular, voyerista de esa intimidad fragmentada y pública, liberadora pero vacía. Aquella criatura adolescente, ese monstruo cibersexual, creció hasta convertirse en un adulto renuente al compromiso.

Dejé de desvestirme frente a desconocidos por mucho tiempo. Ya no era inseguridad —aunque en el fondo tal vez lo siga siendo— sino la consecuencia de quien conoce el pudor y la mesura, la represión de la madurez. La adolescencia es la etapa para formar el carácter, pero también para hacerlo estallar. Ya habrá tiempo de recoger los fragmentos y desentrañar el origen de los problemas. Como en todo terreno que sirvió alguna vez de escenario para batallas campales en nuestra contra, hallaremos en nuestra historia personal una que otra granada que nos explote en la mano. Más o menos como ocurre en una sesión de psicoanálisis.

Cuando empecé a ir al diván describí con detalle lo que hacía en la adolescencia frente a la cámara web. El analista me miraba en silencio, con esa insondable expresión con la que Freud posa en su retrato más famoso. Recuerdo que una tarde clavó sus ojos en los míos, luego en mi cuello y de nuevo en mis ojos, para luego rematar preguntándome con aparente calma y de manera contundente por qué me abrochaba el último botón de la camisa. Me sorprendió el comentario, pues me hizo sentir como un imbécil que llevaba años mintiendo para evadir las respuestas a preguntas semejantes.

Me tanteé el primer ojal, sonreí y enseguida me desabroché uno por uno cada botón hasta quedar con el pecho descubierto. Por extraño que parezca, me sentía realmente desnudo, pero también liberado, como si me hubiera deshecho de un disfraz de cuerpo entero, la piel que recubre mis órganos vitales. El siguiente paso fue hablar de la ausencia paterna.

Le conté al analista que desde hacía tiempo buscaba a mi padre en internet. Me intrigaba descubrir qué había de él en mí y, por consiguiente, qué de eso excitaba a los demás; saber quién era el verdadero objeto de este deseo: el cuerpo de mi padre, encarnado en el mío, o el yo adolescente que no lo conoció. ¿De dónde me venía el placer voyerista de ocultarme? ¿Alguna vez me vería reflejado en esos ojos de los que mamá se enamoró; los mismos ojos que me vieron nacer y que ahora yo necesitaba para reafirmar mi existencia?

Si tuviera que definirme ahora, después de tantos años, diría que soy cibersexual, una criatura endémica del ciberespacio, solitaria y con tendencia a la indeterminación, a la que no solo le gustan las mujeres sino también los hombres, y no solo los hombres y las mujeres sino, sobre todo, el modo en que las personas se esconden en su cuerpo. El cibersexual se siente atraído por su necesidad de travestirse —aun en su propia desnudez—, dinamitar el papel que desempeña a diario. Deshacerse del molde y volver a empezar.