60 años de Pálido Fuego de Nabokov
Yo miento, casi nunca digo exactamente lo que veo y siento, pero lo hago por miedo a herir a los demás, si los hiero ya no me querrán. Se trata, en suma, de desviaciones piadosas.
Alejandra Pizarnik
Todos conocemos a alguien que no puede contar una historia sin irse por las ramas. Te quiere hablar de A pero salta a Z, pasa por M y termina en W. Hay en estas personas algo de adorable y también de excesivo. Por lo general sus oyentes asentimos con ternura, impaciencia, o resignación (y tal vez todas juntas) según sea el caso. Muchas veces todo empieza con el deseo de aclarar, de registrar un detalle; en ese caso los deslenguados tratan de explicar algo que a su juicio no fue contundente. Otras veces es una simple referencia o acotación que deriva en circunloquio; parten de un ejemplo que da lugar a otro inciso, y luego a otro, y a otro más como las olas altas que están hechas de muchas otras bajas, y así sigue ad infinitum hasta abrir un vertiginoso abismo que nos marea, nos desconcierta o nos deja llenos de dudas.
En todo caso, cuando los deslenguados empiezan un monólogo hay siempre una vacilación, un titubeo, un espacio de indeterminación que tratan de colmar con palabras. E incluso se siente a veces un goce injustificado y genuino por el puro acto de hablar, por la perorata, por el delirio de hilar una nueva urdimbre. ¿Será la voluntad de conectar con el oyente de otra manera o sólo un innato amor al blablablá? Creo que nunca lo sabremos con certeza, pues en el fondo de nosotros, sus escuchas, hay también un pequeño germen de ello, una necesidad del contacto que nos mueve a hacernos sus cómplices. Sin mencionar, claro, la posibilidad de que nosotros seamos esa o ese deslenguado según la ocasión.
La literatura acata reglas similares a una buena charla de café o un chismerío suculento. Se permiten los desvíos siempre y cuando remitan al tema en cuestión. Cambia el tono y la estructura, como ocurre en los paratextos, esas voces que acompañan al texto como un “manual de instrucciones”, o acaso como las fichas de datos a un insectario: prólogo, pie de página, epígrafe, título y un largo, larguísimo etcétera. Sin embargo, si volvemos a pensar en los diálogos de nuestro día a día, sus bifurcaciones se parecen más a la glosa. El origen de esta palabra, que significa explicación o comentario de un texto, es más diciente que su acepción.
En la antigüedad las glosas no solo eran notas aclarativas al margen de los códices de ciertas lenguas sino también de los libros de contabilidad. Esa exigencia económica y acumulativa reside en la esencia misma del arte del relato. No por nada las historias y los inventarios confluyen en un verbo: contar. Uno cuenta un cuento como quien cuenta las frutas en su cesto del mercado o los bienes de su patrimonio familiar. De hecho, es más obvio de lo que parece, en el fondo narrar y administrar se trata de rendir cuentas.
Sin embargo, en el acto de glosar hay una voluntad opuesta a la de explicar; la de inaugurar un nuevo espacio en blanco, la de ensanchar el campo de comunicación y explorar otros universos. En esa voluntad, que es la misma voluntad de irse por las ramas o cambiar de tema en una conversación, se afinca cierto arte que es el de la digresión, y que en Pálido Fuego, penúltima obra publicada de Vladimir Nabokov, es el motor formal de una obra genial y delirante que oscila entre la poesía, la novela y el comentario.
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En los últimos años pulula un tabú a voces entre escritorxs (o al menos, entre quienes he leído o escuchado): hoy se puede escribir sobre cualquier cosa menos una, la vida de los escritores y los círculos literarios. ¿Por qué? ¿simplemente porque es un tema aburrido? ¿será pereza o miedo a confrontar, a competir, a renovar esos libros que lo han “agotado” como Los detectives salvajes de Roberto Bolaño? En su novela Nabokov ingresa parcialmente a este terreno, si bien su ejercicio es más ambicioso y se concentra en los sucesos e historias que envuelven a la creación de un libro, en eso que se anuncia con espanto como metaliteratura.
Para empezar habría que decir que Fuego Pálido es una obra radicalmente distinta de Lolita o La Defensa —cuidado, lectorxs que se acercan esperando al mismo narrador, la voz está tan alejada del Nabokov más famoso que bien podrían pensar que lo escribió un autor desconocido. Si pudiera resumirse, quizás la trama se “contaría” así: el profesor Charles Kinbote edita Pálido Fuego, un poema de 999 versos del recién fallecido escritor estadounidense John Shade y del cual no se encuentra el último verso. El libro empieza en el prólogo del poema, sigue con sus cuatro cantos y luego con su comentario, que es realmente el eje central del libro y en donde, extrañamente, el profesor Kinbote explica muy poco del poema y más bien aprovecha para hablar de sus preocupaciones, de su amistad con el autor y de unos dudosos sucesos históricos que envuelven la política de Zemblania, un reino ficticio ubicado en Europa Septentrional e inventado por Nabokov.
Así pues, Pálido Fuego deriva en las idas y vueltas de dos autores (Shade es el “autor” de un poema y Kinbote es el “autor” de las glosas y el aparato crítico) pero en realidad el autor es Nabokov. Su novela realiza un juego de identidades digno de las mascaradas de Fernando Pessoa, quien escribía, entre otros, bajo los heterónimos de Álvaro de Campos y Alberto Caeiro, y mantenía a la crítica portuguesa confundida sobre la identidad de estos desconocidos escritores. Lo fascinante es que, en el fondo, esta maraña de ficción sobre ficción nos revela muchísimo sobre el propio Nabokov, sobre lo problemático que puede ser el asunto de la autoría y de la identidad humana. Ya lo anuncia el epígrafe de Alejandra Pizarnik al inicio de este texto y lo refuerzan unas célebres palabras de Oscar Wilde: “Dénle a cualquier persona una máscara y les dirá la verdad” —sin olvidar que, etimológicamente, como lo recuerda la emblemática película de Ingmar Berman, la palabra persona viene de máscara.
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Dicen los rumores que Pálido Fuego era, entre sus obras, la favorita de Nabokov. Y aparte de la reflexión identitaria, es importante decir que de cierta manera se trata de una novela de intriga, pues los lectores deben fungir como detectives para entender el complejo entramado. Es más, ni siquiera de esa forma podrán estar del todo seguros, pues la locura del narrador conforme pasa la lectura se asoma como una posibilidad cada vez más latente. Ya desde el inicio de los comentarios sus severas afirmaciones dejarían atónitos (o harían reír, en el mejor de los casos) a cualquier académico: “permítaseme agregar que sin mis notas, el texto de Shade simplemente no tiene realidad humana alguna (…) para bien o para mal, es el comentador el que tiene la última palabra”.
Harold Bloom, ese afable patriarca y erudito de la literatura, la inscribió en su canon occidental como un Tour de force, expresión francesa que significa proeza, hazaña, muestra de genio y también de virilidad (cercana de la expresión “tour de bras”, y evidentemente masculina, como lo es este tipo de literatura). Y su lectura confirma esa doble tentativa. Por ejemplo, la frenética y delirante narración del profesor Kinbote acerca del cautiverio del Rey Charles Xavier, monarca del reino de Zembla, y sus ulteriores penurias. En uno de los pasajes, menciona no sin ironía la tentativa de escape que se está fraguando alrededor del rey: “Aunque la fuga se discutía diariamente, los planes de los conspiradores tenían más valor estético que práctico”.
Pálido Fuego es sin duda una obra que se relaciona con toda una tradición metaliteraria, que desde su propia ficción interroga al arte de escribir sobre las posibilidades que tiene. Por su metatextualidad, su tono, y el carácter autorreferencial de su mundo inventado, la obra dialoga claramente con la novela Finnegans Wake, de James Joyce (que se menciona un par de veces en boca del narrador principal). Por sus temas y motivos (el comentario de un ambiguo poema de difícil comprensión, el misterioso poeta y su pacto fáustico) entabla un curioso diálogo con cuentos como Enoch Soames de Max Beerbohm, y clásicos de la estirpe de Pierre Menard, autor del Quijote, de Jorge Luis Borges que se preguntan lo que ocurre cuando los límites de lo literario se empujan y se extrapola su campo enunciativo.
Probablemente las circunstancias contadas hacen de este uno de esos libros a los cuales no es fácil entrar pero es aún más difícil salir. “Solo lo difícil es estimulante”, cejaba oportunamente José Lezama Lima cuando se le preguntaba por las exigencias que su obra presentaba al lectorado.