Los exagerados
Nota del traductor
Los amantes de la novela negra encontrarán una rara joya en estas páginas. Los exagerados es un relato insertado en el París de 1986, en lugares que evocan sin cesar los puntos más álgidos de un período de la revolución francesa conocido como El reinado del terror, tras el cual toda una generación de revolucionarios habría de morir por obra de la misma guillotina que cortó las cabezas de Luis XVI y María Antonieta en 1793. Además de una envolvente lección de historia, estamos ante una notable ejecución de la indumentaria del suspense.
La traducción de la novela supuso un esfuerzo particular, no solo por ser la primera vez que se abre al público en lengua española sino sobre todo por el estilo de su autor. La escritura de Vilar navega entre frases de corto aliento con un flujo narrativo dispuesto en fragmentos. Su pluma tiene una poética de lo no dicho que abunda en recursos como el sobre entendido, la metonimia y la alusión. La prosa juega con la intuición del lector, que debe completar el sentido del texto con el rabillo del ojo y al mismo tiempo se sumerge en la voz introspectiva de un Yo fracturado psicológicamente y se abre paso en un atractivo universo que avisa tragedia en cada instante.
***
PARÍS, 3 DE SEPTIEMBRE DE 1986
Un paso, el suelo se me escapa cada vez más a menudo. Evidentemente, el suelo no era el problema. Solamente la rodilla. La articulación en detalle. El cansancio. Algunos metros más lejos, me entretuve frente a la vitrina de Abel, el vendedor de bastones y “objetos de curiosidad”. No mucho tiempo. El pasaje Jouffroy estaba casi desierto. Continué hacia la salida, el bulevar Montmartre. En el puesto de revistas compré el Libé,1 Le Soir. Como todos los demás periódicos, titulaban en primera plana lo de los rehenes franceses en Líbano. Al volver sobre mis pasos tomé algunas fotos con la cámara en el vientre, apuntando al tanteo hacia los peatones anónimos. Un vicio adicional.
Serge me abrió la puerta del museo. Eran exactamente las nueve. Estaba resuelto a presentarme cada mañana como es debido, sin otra obligación que mi plan de trabajo personal y los pendientes. Los pendientes son decisivos. Desde la reglamentación y un poco más allá. Serge instaló algunos envoltorios de tarjetas postales encima de la caja que está junto a la salida, en la sección de souvenirs diversos. Nada nuevo. Desde hace más de treinta años coleccionaba todo lo que el museo Grévin producía en accesorios para turistas.
Una gran silueta elegante, Régis Gabriel-Thomas, nos saludó. El curador del museo trepó con paso firme la escalera secreta que conduce a su oficina.
La primera etapa era la Gruta de los Changos con sus espejos deformadores. Serge se encontró conmigo ahí, observó su reflejo y el mío. Nos veíamos grotescos, achatados, como gruesas bolas rechonchas. Luego nos alargábamos exageradamente en el reflejo de al lado. Desde su creación, nunca se ha negado el éxito de esta atracción.
—Tienes mala cara.
—Tú también, cada vez peor incluso. ¿Un cigarrillo?
La simpatía empezaba por ahí, esas frasecitas que nos recitábamos cada mañana desde hace tres meses. Apenas si nos conocíamos. Nos caímos bien porque teníamos la misma pasión por las figuras de cera.
Serge había visto pasar cantidades de fotógrafos. Profesionales, aficionados. Los profesionales no lo impresionaban. Voyeristas ordinarios. A Serge, pequeño, regordete, de bigote delgado y traje azul marino gastado, le encantaba clasificar a los visitantes habituales del museo. Esos que sólo estaban interesados en un cuadro. La balsa de la Medusa o La muerte de Marat. Adormecida (un ingenioso mecanismo que devuelve el aliento), la Ludmilla Chérina había tenido sus adeptos fanáticos. En su época, también la Anna Fried. A otros les atraía la reciente colocación de una celebridad actual. O de una personalidad histórica. Serge se jactaba de descubrir, desde su entrada, a los visitantes que tenían ganas de tocar un vestido, una mano, un seno. Los que venían a pasar una hora o dos. Los seguidores del Gabinete Fantástico o del Palacio de los Espejismos. 2 Eso lo divertía.
A mí me clasificaba en la categoría de los enamorados. Eso lo fastidiaba un poco. Una especie de celos. Por las mañanas, teníamos la costumbre de fumar uno o dos gauloises juntos. Hablábamos poco. De los triviales sucesos de la casa, de la preparación de la nueva exposición “La aventura en el cine”. Regularmente, con una desenvoltura bastante engañosa, Serge me hacía una pregunta tramposa, una prueba.
—El señorito del sombrero redondo, el que está durmiendo en la banca, ¿qué tiene en las manos?
—Le Journal Officie 3
—¿Por qué?
Originalmente, le habían dado Le Gaulois. A Arthur Meyer, director de ese periódico y fundador del museo, no le gustó para nada: ¡quedarse dormido leyendo su periódico! Entonces habían intentado con otros títulos, pero eso suscitaba siempre protestas indignadas. Al final, las virtudes soporíferas del JO habían ganado por unanimidad.
—No está mal. Pero era una pregunta fácil.
Serge sabía hacerlo mejor y más complicado. Mientras desempolvaba a su homólogo de cera (el viejo portero) o cuando hacía una mueca frente al espejo, me preguntaba en qué año Méliès había presentado su primer espectáculo de magia en el Gabinete Fantástico (1886, en la época en que el Gabinete se llamaba el Teatro Bonito). ¿Qué personalidad viva había sido representada durante mayor tiempo en el museo? Él sostenía que Cécile Sorel, y yo que De Gaulle. Discutíamos. La mayoría de las veces, no siempre, yo me aprovechaba de eso. A veces también probaba a Serge con tonterías. ¿De cuándo era el hermoso mapa de París que tapizaba la habitación de Marat? (de 1791). ¿Cuál era la fecha de inauguración de los salones de la Revolución francesa? (1885, tres años después de la apertura del museo). ¿Cuándo remplazó la luz eléctrica al alumbrado de gas en el museo? (en 1885). Cosas así.
—¿Desde hace cuánto vienes aquí?
—Desde siempre, creo.
Luego cada uno se iba a su trabajo.
Inicié, como todas las mañanas, mi visita personal. Iba a entrar en la sala de los Colonos cuando Jérôme me saludó. Llegaba más tarde que de costumbre. Estaba acompañado de una joven. Nos presentó. Julie, una modelo.
—Será el cuerpo de Brigitte Bardot para la escena de los Gladiadores. Comenzamos las sesiones de modelaje hoy.
Julie estaba vestida con una gabardina un poco desproporcionada. Ojos claros, frente despejada, labios delgados. Incontestablemente bella, ¿una Bardot?
—Estará perfecta.
Jérôme era un escultor distinguido, uno de los mejores del equipo del museo. El más joven también. Con el que me sentía más cómodo para trabajar.
—¿Y usted quién es? —me preguntó la joven. —Victor —respondió precipitadamente Jérôme—. Victor Blainville. Un fotógrafo. Realiza una especie de reportaje sobre la preparación de la nueva exposición.
Jérôme se equivocaba. Yo no pensaba en absoluto hacer un reportaje. Simplemente una investigación personal sobre las ceras y alguna otra tontería. Era inútil aclararlo.
—¿Va a fotografiarme?
Observé a Julie por un instante. Más que trivial, su pregunta era provocadora. No podía responderle tan rápido en su terreno. Ella no era mi tema. Tenía demasiado rostro, demasiada presencia.
Tuve dos certezas en el momento en que se alejaron hacia la escalera que conduce a los talleres. La primera era que Jérôme tenía erecciones a causa de Julie. La segunda, que ella era una fiera. Que la hubieran elegido como modelo me pareció incongruente. Un error. Ella se volvió.
—Esta noche organizo una pequeña fi esta. Venga si quiere.
—Hablamos de eso en un rato.
Nunca podía subir directamente a los talleres. Nunca. Antes debía pasearme un poco por las galerías. Solo. Como en el pasado.
No había nadie en el salón de Actualidad, aquel “periódico plástico” que quiso disponer Arthur Meyer. Los grandes de este mundo se encontraban ahí, reunidos y fijados en una extraña reunión. De Platini a Mitterrand, pasando por Depardieu (no muy bien hecho) y Coluche (impactante).
Tras la muerte de Coluche se había planeado reciclar su efigie para la exposición sobre cine, cuestión que me interesaba. Me senté en el sillón, al lado del señor durmiente del Journal Officiel amarillento, fechado el 29 de diciembre de 1968. Como todo el mundo, supongo, me había dejado atrapar la primera vez. ¿Qué edad tenía, por cierto, aquella vez? ¿Seis, siete años?
Judith me había hecho descubrir el museo muy joven. Así como, desde luego, los otros museos y monumentos de París. Según ella, era su responsabilidad de abuela. La había ejercido absolutamente.
A algunos metros, a la derecha, estaban Julio Iglesias, Montand. Detrás, Ockrent, Rocard, Toubon… Encendí un cigarrillo. Ésos no me intrigan mucho. Delante, alejada, un poco disimulada en el rincón de la escalera que conduce al mezanine, se hallaba la mujer del liguero y ella era otra cosa. Una antigua emoción.
Era pequeña, casi de manera anormal, se recogía el vestido hasta lo alto de la pierna y estiraba su media. Ya no era aquella que describió André Breton en Nadja (“la única estatua que, hasta donde sé, tenía ojos: los de la provocación”). Había desaparecido en los tiempos en que las pantimedias habían sustituido al liguero. Una nuevecita la remplazaba desde hacía poco. La había fotografiado ya decenas de veces, desde todos los ángulos. Y también había levantado su vestido más de lo acordado (blanco con estrellas negras, un curioso vestido, a decir verdad; un vestido de Cenicienta). Me levanté, la fotografié de nuevo. En lo alto de la galería, cerca del Palacio de los Espejismos, una señora de la limpieza me miró raro. Supuse que lo desaprobaba. Por mucho que al estar en esos salones me sintiera como en casa, conociera los detalles mejor que muchos empleados, estuviera cubierto por todas las autorizaciones, en ese museo siempre me sentía un poco como delincuente. Acaricié la muy suave nuca fría del maniquí, arreglé una mecha de cabellos. Hubiera incluso podido besarlo. Ya lo había hecho. El día anterior. Pero esa mañana seguí mi camino.
La verdadera agitación se instalaba siempre un poco después en este lugar preciso, la sala de la Cúpula, con sus cuatro casetas, decoradas con figuras de la Commedia dell’arte; la danza, el teatro, la música y toda la crema y nata amontonada en un alojamiento de la Ópera: Dorin, Dutourd, Yourcenar, Pivot, Dalí antes de sus quemaduras. 4 En el escenario, a lo lejos, en ilusión óptica se presentaba desde siempre la misma Giselle de gala. Luego el último vestíbulo, ese salón. Los últimos pasos en la frivolidad. A la izquierda hay una escalera estrecha, oscura, que seguramente hay que tomar.
De niño, al pasearme solo, era aquí donde debía afrontar esa sensación que, a fi n de cuentas, era el miedo. Antes de bajar, deambulaba, miraba a Colombina, Arlequín, al mimo Marceau, a Serge Lifar, volvía a pasear por la mujer del liguero, me entretenía con la copia de las manos de Victor Hugo. De repente me decidía y bajaba rápido la escalera acodada que da a los escenarios de la Revolución francesa.
El salón sigue siendo un poco oscuro. Al principio está Mirabeau. Imponente, macizo, en postura de orador. Unos pasos, otro cuadro: la última entrevista entre Danton, Desmoulins(casi enseguida empecé a llamarlo Camille) y Robespierre (para mí siempre ha sido Maximilien), antes de su arresto. Más lejos, el Templo, la cárcel. Escenas trágicas: el pequeño Capeto preso y las ratas, los sans-culottes 5 carceleros (sus jetas de bestia me impresionaban, me gustaban). Luego Luis XVI, la reina, Lafayette y Bailly. El juicio de madame Roland, La muerte de Marat. Durante mis innumerables visitas, siempre respeté escrupulosamente el orden de presentación de las escenas. Incluso esa mañana.
El miedo se desvanecía. Quizá no era más que emoción, una fiebre que precede a la cita. De niño, tomé a Camille por el brazo, fui a verificar que las ratas del Templo fueran falsas. El pecho de madame Roland me hizo soñar por mucho tiempo, al igual que el rostro gesticulante de Marat en su bañera.
Una vez me sorprendieron. Miraba a Robespierre por encima del hombro. Intentaba mirarlo directamente a sus ojos de vidrio como un desafío infantil. Un guardia llegó. Empezaba su turno, no había oído sus pasos. Nos conocíamos, por supuesto. Mis juegos no eran un secreto para nadie. El guardia miró a su alrededor, todos aquellos grandes personajes en esos ambientes de drama, me puso la mano sobre el hombro. Yo tenía ¿cuánto?, diez años apenas. “Extraña época”, dijo. Agregó, el recuerdo es preciso (su voz era sorda, meridional): “aprendí todo esto en la escuela, pero no entiendo gran cosa. ¿Y tú?” No supe qué decir. Avanzó, dio un paso hacia Robespierre, arregló un poco el cuello de su camisa y se volvió hacia mí. “El Incorruptible”, murmuró en tono solemne. “Digan lo que digan, era el Incorruptible.”
Di otra vuelta sin detenerme mucho en los cuadros, por el simple gusto de estar de nuevo en aquel viejo sueño. Para continuar la visita había que bajar hacia la zona del museo que los viejos empleados todavía llamaban las “catacumbas”. En otro tiempo Las catacumbas de Roma fue una de las exposiciones más famosas del museo. Ciento veinte personajes,
¡nada menos! Una bóveda, una inscripción en letras rojas débilmente luminosas, “Atención, once escalones de descenso”. Después, se puede admirar el Panorama de la Historia de Francia, desde Carlomagno hasta Napoleón III. Un abismo.
Bajé algunos peldaños y de nuevo me faltó el suelo. Estuve a punto de caer, in extremis me agarré de la delgada rampa de hierro. Ridículo. Me senté. Un bastón. Debía comprar un bastón. Porque es un hermoso objeto. Porque lo necesitaba. Habría quizá que recurrir a otra operación. Habría quizá que llegar a eso. Encendí un cigarrillo. Estaba preocupado. Algo no estaba en su lugar. ¿Qué? No pensaba en esa rodilla traicionera. Una anomalía vagaba por ahí. Mientras fumaba, juntaba las imágenes registradas desde mi llegada. Había estado muy poco atento, me eran tan familiares las poses de cada personaje, el lugar de cada objeto. Treinta años de intimidad, cientos de fotos. Incluso confidencias recogidas tras bambalinas, los viejos archivos, las crónicas. Sabía casi todo sobre el museo Grévin. Sin embargo, un detalle se me acababa de escapar, estaba seguro, una incongruencia. O un escándalo. Un desorden en la imaginería.
Había pasado rápidamente delante de todos los cuadros. No daba sino un vistazo a los que más me fascinaban. Al Marat y aquel otro cuyo solo título me hacía soñar: La familia real en el Templo, el 3 de septiembre de 1792, a las 13 horas, María Antonieta se desmayó en los brazos de madame Royale y madame Isabel. Cléry se apresura. Las guardias nacionales están desamparadas. Luis XVI se mantiene cerca de la ventana enrejada con pesados barrotes. Permanece dueño de sí, o bien ésa es la indiferencia plácida de los idiotas serenos. Tienes a la vista lo que hizo desfallecer a la reina, la cabeza cortada de la princesa de Lamballe sembrada en la punta de una lanza. La amiga, la confidente. Atroz exhibición. Todo el cuadro está organizado en relación con esa pobre cabeza que los visitantes del museo deben esforzarse tanto por distinguir y que no ven sino desde muy lejos.
Y eso es. ¡La cabeza ya no estaba! Hace un momento, ese rincón de la escena estaba vacío.
Regresé. Y nada.
La idea de que hubiera vuelto a los talleres de restauración y maquillaje no se me ocurrió ni por un segundo. La cabeza había sido robada, tenía la absoluta certeza. Esa mañana era 3 de septiembre. Exactamente ciento noventa y cuatro años después del asesinato de Marie Thérèse de Savoie- Carignan, princesa de Lamballe.
- Contracción de Libération (“liberación”), un conocido periódico francés de oposición [T.].
- Palais des mirages: atracción creada en 1900 por el urbanista francés Eugène Hénard que se conserva en el museo Grévin en París. Consiste en un caleidoscopio gigante que proyecta imágenes fragmentadas [T.].
- Le Journal Officiel de la Republique Française (JO; Periódico Oficial de la República Francesa): en el cual se publican los decretos, declaraciones oficiales y acontecimientos legislativos del país [T.].
- En la madrugada del 30 de agosto de 1984, debido a un corto circuito, la residencia de Salvador Dalí se incendió, lo que ocasionó quemaduras en el cuerpo del pintor y por lo cual tuvo que ser hospitalizado [T.].
- Revolucionarios franceses. El término sans-culottes, literalmente “sin calzones”, era usado de manera despectiva por los partidarios de la monarquía y se refiere al pantalón a rayas que utilizaban dichos rebeldes [T.].