Boogaloo: una secuela
I
La guerra es un humor sanguíneo. Íntima con el cuerpo, lo obliga a expandir fronteras y desplazar capitales. De ella brota la civilización: las ciudades que le sobreviven han sido cinceladas con la punta de la espada. Tucídides es testigo.
Punto de partida, la guerra es el uróboro de la Historia: tierra arrasada que se fertiliza a sí misma con sus propias cenizas. Al ser el principio que antecede toda fundación, traza la geografía de los pueblos. Bajo sus cañones se formula la demografía del mundo.
Heráclito de Éfeso, reivindicador de la ciclicidad física, decía que el fuego subyace al resto de la materia. Fuerza primigenia, al degradarse gesta la condición de las sustancias que habitan la Tierra. Los metales y los líquidos, las arenas y los gases, nacen y mueren tras una ignición enérgica. Acogidos por el fuego, pues, los elementos son moldeados por una inercia de creación y destrucción perpetua.
La guerra, sobre todo, es una apología del fuego.
Y solemos ignorar que el mundo está poblado por gente que busca vivir bajo el signo de las llamas.
II
La Historia nos ha permitido vaciar añoranzas reaccionarias en las revoluciones. Cuando la pólvora de una lucha caduca, es posible deformar su memoria a conveniencia del presente. Algunos estadounidenses lo saben muy bien.
Bajo la frontera, quienes vivimos en este leviatán cojo y miope llamado México, nos negamos a usar el término guerra civil a la hora de hablar de la revolución que nos despobló durante el inicio del siglo pasado. Nuestros vecinos, en cambio, troquelaron en su guerra civil a dos caras de una identidad en conflicto.
El sur profundo es bien conocido por la remanencia racista en su cultura y por la fijación en los líderes confederados que fueron vencidos tras la defensa de la esclavitud. Al día de hoy, la bandera confederada y la bandera de Gadsden ─ya sabes: el trapo amarillo chillón que tiene estampada a una serpiente exigiendo no ser pisada─ son ondeadas en convenciones y eventos que buscan rescatar una identidad americana en decadencia, amenazada por el progresismo y por ese fantasma difuso llamado marxismo cultural.
El redneck, al menos hasta el inicio del siglo XXI, había permanecido en el ideario estadounidense como la estampa de un campesino ignorante y racista, amante de las armas y de la misoginia, monje dietético de la cerveza Bud Light. Rezagado en el escenario político, antes del ascenso meteórico ─ya fugaz─ de Donald Trump a la presidencia, a nadie se le ocurría siquiera un escenario donde los orates nacionalistas rurales fueran una amenaza a la seguridad pública. El resto de la comunidad americana daba por sentado que su resentimiento, aparentemente motivado por fantasías sobre un pasado perdido, era inofensivo. Se tomaba por un hecho que la guerra civil era un asunto muerto, reliquia inerte amontonada entre los muchos episodios de una nación. Pero un señor alemán, bastante barbado, nos enseñó que la historia ocurre dos veces.
Shrek es la única excepción ─que Žižek y yo conozcamos, al menos─ del dardo marxista: las secuelas suelen ser una total farsa. En los tiempos de la posverdad, de las infinitas capas de ironía y de los metamemes, es prácticamente imposible saber si el internauta que pide sangre a través de Facebook está bromeando. Y es incluso más difícil cuando el sujeto en cuestión viste playeras hawaianas debajo de chalecos antibalas decorados con parchecitos cosidos.
Breakin’ es una película de 1984 que retrata ─elijo éste verbo tan ambiguo y vacío por el sencillo motivo de que no he visto ni veré la obra─ la vida de algunos bailarines callejeros de breakdance. Lo recaudado en taquilla bastó para que a una productora le pareciera buena idea confeccionarle una secuela que se estrenó a finales del mismo año. ¿El nombre? Breakin’ 2: Electric Boogaloo.
Desde que tengo memoria, cada que el algoritmo ideado por Mark Zuckerberg elimina una página por incumplir normas comunitarias, es común que los administradores de la misma abran inmediatamente otra, pero ahora nombrada con el subtítulo part 2: Electric Boogaloo. La frase es, de hecho, un chiste bastante extendido en ciertos nichos cibernéticos angloparlantes.
Hace diez años, los primeros usuarios de 4Chan en prever que las tensiones raciales ─acrecentadas por la indignación que los nacionalistas blancos sintieron al ver a Barack Obama ganar la presidencia─ darían lugar a una nueva guerra civil, se encargaron de nombrar al evento hipotético como el Electric Boogaloo de la historia estadounidense. Otros, convencidos de que la broma era más bien un acontecimiento potencial, decidieron adherirse a la causa.
Los boogaloo boys ─o boogaloo bois, dependiendo de los ánimos ortográficos de quien escriba─, nacieron como grupos armados de nacionalistas ─libertarios de derecha o bien fascistas de denominación variada─ que buscaban adelantarse a la guerra, para protegerse y proteger a los suyos. Lo que terminó ocurriendo fue que, quienes aseguraban sólo tomar precauciones ante la catástrofe, empezaron a alimentarla.
Ya que muchos de ellos tienen una postura anti-estado, los boogaloo boys tomaron notoriedad al manifestarse contra diversas instituciones, como la policía: los cerdos. El Big Luau es una tradición hawaiana en la que hay asado de dichos animales, devorados posteriormente como festín. Satisfechos con la analogía, los miembros de las milicias comenzaron a mostrar su poderío armamentístico mientras portaban camisas hawaianas, floridas y holgadas.
Presentes en la mayoría de los raids de supremacistas blancos, los medios no pudieron hacer otra cosa más que alarmarse por el hecho de que un grupo de extremistas haya logrado acaparar metrallas de gran calibre, organizados y listos para la guerrilla asimétrica. ¿Cómo, se preguntaban, ocurrió algo así?
Bueno, a lo mejor porque viven en un país donde se pueden comprar armas hasta en Walmart. O quién sabe.
III
El aceleracionismo nació como una teoría en la que se planteaba la posibilidad de exprimir los alcances tecnológicos del capitalismo hasta el punto de su rompimiento irreversible, como ocurre con los materiales que han superado su capacidad elástica. Por otro lado, en algunos textos la noción se redujo a la mera progresión del capitalismo hasta alcanzar una fase autodestructiva, explicable por medio del materialismo dialéctico. Pero, caray, esto es internet: ¿quién lee teoría cuando se tienen memes?
Actualmente, el aceleracionismo no es más que la bandera de la radicalización. En sinergia, los acólitos de diversas ideologías esperan el momento en el que la democracia liberal ─el último recurso en Occidente que le ha servido al capitalismo para legitimarse─ colapse y dé lugar a un nuevo sistema político. Los boogaloo boys y sus homólogos en cada país son los soldados del derrumbe: acarrean, pacientes, el combustible del incendio que se avecina.
Cuando el fuego llegue, nos alcanzará a todos.