Tierra Adentro

Yo estaba muy dispuesto a realizar toda suerte de trabajos físicos hasta que descubrí la literatura. Luego me lo pensé dos veces.

El primer trabajo que tuve en mi vida fue como mensajero en la caseta telefónica del pueblo. Sólo era necesario tener una bicicleta y saber dónde vivía la gente. Quizá también una memoria lo suficientemente desarrollada como para retener más de quince minutos un recado, porque a la señora de la tienda, que era mi tía Adelina, no le gustaba escribir papelitos. El pago del mensajero eran las propinas. Había personas que eran pródigas y otras que practicaban sutiles maneras de la tacañería. Recuerdo haberle llevado mensajes a unos cuantos señores crudos y fanfarrones que para impresionar a sus amigos me llegaron a dar billetes de veinte pesos (les recuerdo que en 1994 el dólar estaba en cuatro pesos). Recuerdo muy bien a doña Ruperta, una viejita de finas facciones que siempre usaba un chal negro por el luto que guardaba su esposo, y a la que a veces le hablaba uno de sus hijos que vivía en Chicago. Ella siempre me daba una naranja. Lo más que llegué a ganar en un día, haciendo mensajes, fue ochenta pesos, que para un niño de unos seis u ocho años era una fortuna.

Alguna vez a los doce años me gané seiscientos pesos por cargar rejas de manzanas seis días, en Canatlán, Durango. Nunca volví a trabajar en eso. Pizcar nunca fue lo mío. Durante todo ese tiempo, incluso cuando subarrendaba las herramientas de mi abuelo o mi habilidad con el esmeril, nunca vi ningún inconveniente en trabajar. Bien podría haberme dedicado también a cargar costales, sembrar avena y frijol, a darle de comer a las vacas por la tarde y la mañana y ordeñarles como es debido. Creo, es más, que hasta tenía talento en las faenas campesinas. Pero resultó que no, de un momento para otro trabajar se volvió para mí una distracción del trabajo verdadero, que era leer.

Recuerdo que mi primer trabajo realmente remunerado lo tuve ya en la adolescencia. Un tío me invitó a trabajar todas las vacaciones que tuve en la prepa a una empresa de servicios postales en Huntley, Illinois, un pueblo no muy lejano a los suburbios de Chicago. Tenía quince años y cualquier momento que tenía libre, en la mañana antes de entrar a trabajar, en los descansos o después del trabajo, lo usaba para leer, porque no trabajaba por trabajar, sino para tener dinero que me permitiría tener tiempo suficiente para leer.

Entraba a las ocho de la mañana y me instalaba en una máquina que imprimía y seriaba cartas de publicidad destinadas a todos los recónditos lugares de Estados Unidos. Empaquetábamos la correspondencia, organizábamos las charolas y a las 5 pm en punto pasaba el personal del correo para llevarse todo el material. Como quería ahorrar, acepté todas las horas extras que pude. Incluso durante 21 días trabajé el doble turno, es decir dieciséis horas diarias, de 6 am a 10 pm, incluidos los fines de semana. Esos días, lo recuerdo bien, en lo único que pensaba era en tener pronto unos momentos de calma para leer algo porque en mi mente se estaba instalando una forma de ser relacionada directamente con lo que hacían mis manos, que era básicamente manipular una máquina de plástico que retractilaba catálogos de artículos de lujo dirigidos a millonarios domicilios de Maine y Connecticut.

¿Por qué me hacía eso? No lo sabía. De hecho, cuando ya estaba en la universidad estudiando una licenciatura en Letras, regresé a trabajar a aquella empresa de servicios postales. Además, creo que aprendí a usar todas las máquinas y sí, me da la sensación de que también pude tener talento para ese negocio.

Pienso en estos trabajos ahora que debo estar sentado continuamente frente a una computadora, frente a documentos o frente a libros o pruebas de imprenta y que precisamente mi trabajo ahora es leer. Es muy extraño para mí poder vivir de leer, porque siempre había leído para ser feliz, leyendo en un rincón apartado del trabajo físico o maquinal. Repentinamente veo la ventana de mi oficina y veo a los obreros del edificio que construyen frente a mí; los veo colocar andamios y cristales, soldar estructuras metálicas que sostienen grúas, manipular batidoras de cemento y abrazar, en las horas de descanso, una tortilla con las manos sucias y comerla con un apetito laboral del que hoy yo carezco. Como antes añoraba leer, hoy añoro cargar unos costales, echarlos a la sembradora y emparejarme el sombrero.