Tierra Adentro

Somos cuerpos en el mundo, somos, también, imágenes de esos cuerpos, modos de construirnos en lo público de las representaciones y modos de pensarnos en lo privado de las formas que reproducimos. En nosotros y en los demás nos construimos como formas visuales dispersas, cuerpos que son cuerpos, que son fotografías de cuerpos y palabras sobre ellos. Con frecuencia se dice que vivimos en un régimen de la imagen. Entre el entusiasmo por la sobreexposición y la iconoclasia de la saturación, ser en público es de algún modo ser en imagen. Existimos entre el diseño de uno mismo como última posibilidad de la autoconstrucción moderna, la producción de fotos de perfil en Facebook como reducto de la personalidad mediada por las máquinas de la reproducción digital, el diseño de los otros al alcance de un «like», el escaso control sobre la viralidad como forma de la sociabilidad. Todas, maneras de ser en el desplazamiento de los signos hasta hacer del yo un signo múltiple e hipermediatizado.

Nos pensamos ajenos a la imagen, como si ella fuera un signo exterior a lo representado y nosotros una anterioridad verdadera. «¿Y si la verdad no se encuentra ni en lo representado ni en la representación? ¿Y si la verdad se encuentra en la configuración material de la imagen? ¿Y si el medio es en realidad un mensaje? ¿O más bien —en su versión mediática corporativa— una lluvia de intensidades mercantilizadas?». Hito Steyerl lanza una serie de preguntas que desestabilizan el lugar tradicional de la imagen como medio para situarla en el espacio del soporte, de la forma material de su existencia. En este espacio, lanza una hipótesis: podríamos participar de la imagen para abolir las relaciones de identificación; «significaría participar en la materialidad de la imagen tanto como en los deseos y fuerzas que ésta acumula».[1]

¿Puede lanzarse la poesía a este espacio de participación? O mejor preguntar, ¿qué maneras de participación permitirían ocupar la imagen y movilizar sus deseos y sus fuerzas? Una manera es extraer la textualidad que conforma las imágenes digitales, alterarla y devolverla en la forma de un error visible. Esta práctica es una de las sugerencias de Kenneth Goldsmith en su Uncreative Writing: las imágenes digitales están hechas de lenguaje antes de que de componentes visuales, lo que vemos es la interpretación que la máquina ofrece de un código verbal (pero no por ello «legible» en un sentido usual); para mostrarlo, Goldsmith sugiere abrir un archivo visual en el procesador de texto, modificarlo, guardarlo y abrirlo de nuevo con el visor de imágenes. El resultado es una imagen distorsionada, modificada por la tensión estructural del lenguaje verbal como un virus.

De un modo simultáneo, quizá disruptivo, existen también otro tipo de imágenes y otro tipo de relación material con ellas. En una realidad cuyo soporte principal parece ser la circulación digital de los objetos artísticos, volver a los soportes físicos puede ser una conjetura sobre la naturaleza de la reproducción y lo representado. Fotografiar digitalmente una imagen trozada sobre el papel es un comentario doble sobre el soporte que permite la reproducción de lo irreproducible de una imagen que ya no es sino en su fragmentación.

Desde este horizonte de la materialidad es que leo, por ejemplo, el libro Catábasis exvoto de Carla Faesler (Bonobos, 2010). A lo largo de éste, se intercalan los montajes visuales con los poemas; entre ambos se construye una visión extensiva del cuerpo y de la subjetividad. Lo relevante de ello, por ahora, es la participación que tiene el lenguaje en su relación con las imágenes como agitación de afectos e intensidades. Las fotografías de Faesler destacan por su tosquedad material: siluetas de la autora recorren el libro como efecto de la superposición entre recortes que no ocultan su origen «analógico». En las orillas del cuerpo representado surgen como espectros de la representación los bordes blancos del recorte, formas visibles de una fotografía previa que es reproducida digitalmente en la producción del libro, y que ahora reproduzco en una fotografía digital cuya calidad muestra sus condiciones de producción frente al objeto.

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Cuando un cuerpo es muy grande o cuando un cuerpo es muy pequeño
nos sorprende. Imaginamos la extensión de sus huesos, músculos, arterias e
intestinos. Pensamos en lo largo o en lo corto y si tenemos que elegir meditamos
sobre el tiempo.

La escritura de Faesler está hecha de imágenes y de textos y de las relaciones entre ellos, el espacio inmediato no existe pues toda experiencia estética a partir de su libro, surge en la agitación entre lo que está fuera de la representación: el cuerpo como generador de matrices de verbalización y la imagen como un objeto que se resiste a la reducción visual. Tanto el cuerpo verbal como el cuerpo visual devienen objetos en un mundo en el que, suponíamos, todo era una representación.

Vivimos succionando glándulas salivales y buscando los restos —cuando hay—
entre los dientes. […] Pero si lee que hay falla, señala con la punta, descarga
latigazos, nos sacude. Y en el violento arrastre de la masticación, un bolo de
lamentos desliza su clamor hacia al abismo.

La materia resulta una tensión antes que una extensión y las palabras son también objetos que se contraen al interior del cuerpo. En el libro de Faesler la lengua adquiere la consistencia material de su otra acepción, además de la de idioma: la carne de la masticación y del habla, la carne que habla del cuerpo, que participa en la materialidad de las fotografías.

En otro espacio de la representación, la ausencia de la imagen es la que da forma al cuerpo. Así sucede en la escritura violenta y bilingüe de Juana Adcock; su poemario Manca (FETA, 2013) es una reflexión sobre la materialidad de un cuerpo que no puede ser representado, pues es en su quiebre que existe dentro del poema. La poesía de Adcock parece confrontar los límites de la representación desde la provocación de intensidades en torno del cuerpo propio, es decir, en su «liminaridad»: «El jueves pasado me levanté y decidí cortarme la mano. Lo vi todo muy claro y cuando veo algo muy claro no titubeo ni un segundo. The ultimate work of art, o algo así […]». La violencia sobre el cuerpo no se relata como tal, pero tampoco se normaliza, su fuerza se registra en el lenguaje descoyuntado que también crea la forma de las subjetividades en los poemas. Como si el cuerpo ofreciera resistencia al quiebre y éste debiera trasladarse hacia las palabras que crean imágenes cuya materia es el propio cuerpo.

Y mientras contamos tus ecos
encajándonos agujas en el vientre, mareas en las solapas de los libros
humedales en nuestras lenguas, espinas de cacto en los talones,
para caminar más dolientes, para sentir todo el esqueleto.

La experiencia del cuerpo en los poemas de Adcock se sitúa en una zona en la que la representación resulta insuficiente, por ello es que pueden ser leídos como una reconstrucción de la forma del cuerpo en el lenguaje, un acto de pura presencia («No es complicado; es bello», escribe) en el que el poema es el espacio de intensidad del cuerpo, pero no de su representación. Lo verbal participa de su materialidad visual para comunicar sin recurrir a la imagen, como en el singular poema «Cabeza» que construye, sin mostrarlo, un cuerpo fragmentado en cabeza, torso y pies mediante la disposición de las palabras: un poema visual que confronta sin materializar las imágenes de torsos desmembrados. La escritura, materialidad de la imagen.

Los libros de Faesler y Adcock son una muestra de la relación problemática que la poesía reciente sostiene con la imagen, ya sea en su intersección material, ya sea en la disputa por las formas de representación; en ambos se juega también la forma y la tensión del cuerpo como nuevo espacio de conflicto desde y hacia la simbolización y la afección. Como muestra, resultan apenas un esbozo de lo que sucede en otros textos como Álbum Iscariote de Julián Herbert o Ruido de Alejandro Albarrán, por nombrar dos ejemplos más.

La materialidad de la imagen es tan sólo una manera de confrontación y cuestionamiento sobre la posición de la representación en una realidad hiperestetizada; sin embargo, en contacto con la exploración material de la escritura literaria, puede conformar dispositivos problemáticos que permiten pensar nuestros modos de existencia en el mundo. Somos cuerpos pero también somos representaciones de cuerpos, modos de contacto y de reproducción, formas en las que nos diseñamos y en las que permanecemos como residuos de nuestra figuración.

 


[1] «Una cosa como tú y yo», en Los condenados de la pantalla, trad. de Marcelo Expósito, pról. de Franco «Bifo» Berardi, Buenos Aires, Caja Negra, 2014.