Tierra Adentro
Portada de "Crepúsculo", Stephenie Meyer. Little, Brown and Company, 2005.
Portada de “Crepúsculo”, Stephenie Meyer. Little, Brown and Company, 2005.

¿Cómo comenzaron a leer? ¿Cuáles fueron los primeros libros que marcaron su vida? ¿De cuáles se acuerdan más? ¿Siempre leyeron a Baudelaire, Rulfo o Borges? ¿Siempre les importó esa clase de literatura? Amigos, no hay que olvidarnos nunca de cuando lo mejor del mundo eran unos vampiros que brillaban bajo el sol.1

En el principio, fue Stephenie Meyer y Meyer escribió Crepúsculo y todos vimos que era bueno. Ese fue el verdadero inicio de todo, el verdadero Big Bang, la verdadera Creación; el jardín del Edén con todo el universo en expansión: el inicio de la literatura Young Adult contemporánea. 

Es necesario decir, sin embargo, que el género —dirigido a un rango de edad más o menos entre los 13 y los 18 años— surgió realmente en 1930 y se consolidó en 1970. Siempre objeto de burla y siempre tratado como “literatura menor”, fue estudiado como fenómeno literario hasta 1980, cuando Linda Bachelder, Patricia Kelly, Donald Kenney y Robert Small, en su artículo “Young Adult Literature: Looking Backward: Trying to Find the Classic Young Adult Novel”, crearon un primer acercamiento a un canon del género. Nombraron como representativos a 17 libros, comparándolos con obras de autores como Faulkner o Dickens.

Este primer acercamiento no le quitó al Young Adult —o YA, o juvenil— el juicio que ya habían emitido otros críticos literarios al tachar el género de malo, mediocre y falto de imaginación; pero el YA no surgió como un género por y para la élite literaria. Tuvo éxito gracias al deseo de los adolescentes de leer historias donde ellos fueran los protagonistas sin necesidad de agregar enseñanzas morales; historias que los mostraran capaces, fuertes y audaces.

Podemos pensar en algunos clásicos del juvenil anteriores a Stephenie Meyer y su Crepúsculo (2005) como Las ventajas de ser invisible (1999), Goosebumps (1992), El increíble castillo vagabundo (1986), o incluso a algunos miembros inesperados como El guardián entre el centeno (1951) de J. D. Sallinger o El señor de las moscas de William Golding (1954), ambos catalogados como YA por su acertada descripción del yo adolescente. Desde luego, guiándonos por esa premisa, podemos meter muchas otras novelas en la categoría de juvenil, como Emma de Jane Austen, Grandes esperanzas de Charles Dickens o Nada de Carmen Laforet, en un ejercicio de reapropiación para el género.

Sea como fuere, para finales de la década de 1990, el YA crecía en reconocimiento, en un sentido puramente comercial porque nunca tuvo mucho reconocimiento por parte de la crítica, y para los 2000, se venía ya formando un boom del género. El gran boom, pero del YA.

El asunto fue este: la mayoría de quienes caímos en el YA de adolescentes fuimos primero niños que crecieron con Harry Potter y sus amigos. Eso, especulan los críticos, tuvo que ver con el tipo de historias que buscaríamos al llegar a la adolescencia. Acostumbrados a la magia, buscamos eso mismo: magia. Acostumbrados a un personaje que reflejaba nuestro ser infantil (y luego adolescente), salimos de Potter decididos a encontrar algo similar. Y lo encontramos, bueno, tan similar como se pudo, en los libros del YA. 

Algunos se siguieron con Percy Jackson y los dioses del Olimpo, Las crónicas de Narnia, Eragon o cualquier otra saga de fantasía, saltando entre YA y no, enfocados más bien en el género fantástico y su sensación de aventura; otros, cayeron en los romances sobrenaturales que empezaban entonces con Meyer; algunos otros, convertidos gracias a Potter en máquinas devora libros, se leyeron todo lo que pudieron encontrar sin discriminar entre romance, distopía, fantasía o lo que fuera. Todo era bueno.

Y de todo eso, lo más popular sin duda empezó a ser el romance. Muchas lectoras y lectores empezaron a circular alrededor de los romances sobrenaturales que rápidamente se popularizaron y dieron origen a sagas completas. Todo, desde luego y ahora sí, gracias a Crepúsculo y su historia de amor icónica, gracias a aquellos vampiros brillosos obligados a repetir la preparatoria una y otra vez. 

Vimos el nacimiento de subgéneros del romance sobrenatural. Romance con hadas (Wicked Lovely [2007]), romance con tritones (Sea Change [2009]), romance con brujos (A Great and Terrible Beauty [2003]), romance con ángeles (Hush Hush [2009]), romance con un chico con un reloj por corazón (La mecánica del corazón [2007]), romance con hombres lobo (Shiver [2009]); con triángulos amorosos entre dos seres fantásticos que se peleaban por la protagonista sosa de la saga en turno (tenía que ser sosa, tenía que sentirse sosa, ese era su encanto porque al no tener personalidad podíamos ponerle la nuestra) para ganar su amor. Eso nos encantaba.

Entonces el YA se convertía en el género de los best sellers. Y eventualmente se llenó de un público mayoritariamente femenino con protagonistas mayoritariamente femeninas. Se convirtió, como dice Brenda O. Daly, en “Laughing WITH, or Laughing AT the Young-Adult Romance”, en el género que surgía de “una imaginación femenina” porque no todo era romance con vampiros. Llegó la era de la literatura especulativa YA (mayoritariamente distopías), el libro de acción juvenil por excelencia, con exponentes como Los juegos del hambre (2008), Divergente (2011), Maze Runner (2009), Cazadores de sombras (2007), Cinder (2012) o La huésped (2008) y la mayoría de ellos tenían protagonistas femeninas. Entonces las adolescentes podíamos ser lo que quisiéramos: éramos estrategas, éramos heroínas, éramos las elegidas, éramos la anomalía; el ingrediente faltante de lo que fuera. Las historias empezaban y terminaban con nosotras. 

No todo era, desde luego, romance sobrenatural y ficción especulativa. Fueron llegando los libros de romance realista, por llamarlo de alguna manera, y no por realista dejaba de ser adolescente. Eran historias de primeros amores, de relaciones imposibles, de amigos que se convierten en pareja, de ilusión y risas y posibilidades infinitas. Fue el tiempo de John Green con libros como Buscando a Alaska, Ciudades de papel o Bajo la misma estrella. Fue el debut de escritoras como Rainbow Rowell con Fangirl. Fue la época de los amores que esperábamos tener algún día, de las historias que anhelábamos que sucedieran.

Fue, también, el boom de la era del fanfiction, la cultura del fandom, los blogs dedicados a libros, autores, adaptaciones; a teorías conspirativas de la saga; a especulaciones sobre si tal o cual actor sería el más apropiado para esta u otra adaptación; a hacer edits (imágenes editadas bonito o videos sobre un personaje o ship particular), headcanons (una teoría que un fan asume como cierta en su universo personal de una saga), ships (cuando te gustaría que se hiciera realidad tu pareja soñada de alguna saga); a decir “es mi OTP” (one true pairing, el ship principal de un fan) o “los shippeo tanto”; a leer fanfictions con algún AU (de alternate universe, por ejemplo, ¿y si Harry Potter fuera mexicano?) poco comunes. 

Desde luego, como sucede siempre que todos quieren un pedazo de alguna franquicia, la ficción especulativa juvenil comenzó a bajar su calidad (que de por sí a veces era cuestionable) y comenzaron a tener premisas cada vez más ridículas; pero sin importar lo que pasara, el género nunca murió, ¿cómo podría morir? 

Cada año siguen saliendo más y más sagas YA ahora renovadas —volvió durante un tiempo largo el romance sobrenatural, ahora se pusieron de moda las hadas con El príncipe cruel y Una corte de rosas y espinas— con una búsqueda cada vez más grande por la representación de minorías raciales (Pet, Punching the Air), protagonistas LGBTQ+ (Una estrella oscura y vacía, Carry On) y universos donde los adolescentes pueden seguir salvando el día (Alas de sangre, Powerless).

Cuando fui adolescente leí muchas cosas que nada tenían que ver con los clásicos. Leí chatarra y lo hice con gusto y cuando alguien intentaba avergonzarme, leía todavía más y lo disfrutaba mucho, mucho más. Borges no podía competir con Stephanie Meyer ni Rulfo con Mathias Malzieu. Aprendí que la base de la lectura es el disfrute antes de aprender todo lo demás, amé el Young Adult antes que a cualquier otro género y lo hice con orgullo.

A mí me conformaron esos libros, los que dan cringe, los que son “para niñas”, los que son populares entre las adolescentes, los de historias de amor entre humanos y seres sobrenaturales, los de academias de brujas y vampiros, los de héroes distópicos que se enfrentan al status quo; me conformaron los triángulos amorosos, esa felicidad sin sentido de cuando Bella escoge a Edward. Los libros YA formaron mi mirada literaria primigenia de formas que no puedo terminar de entender, pero que sé que tienen que ver con el disfrute; con esa idea adolescente, sí, pero por ello hermosa, de la emoción que debe dar empezar un libro nuevo; el amor por el libro inexplorado; la promesa de pasarla bien durante un rato donde nada importa mucho y todo importa demasiado; de esa cosquillita hambrienta que te dice desde el estómago “solo un capítulo más” porque Katniss está por hacer algo.

Sé, porque los amo, que no todos valen —lo digo con mis lentes de crítica y literata— una segunda leída. Esa segunda revisión solo los haría deplorables, sus carencias terminarían por estar todavía más expuestas. Sé que algunas sagas impulsaron estereotipos de género poco saludables e ideales sobre las relaciones francamente tóxicos; o que llanamente hay series que estaban mal escritas. Todo eso lo sé. Los libros juveniles nunca han sido parte de un género perfecto o virtuoso, todo lo contrario; pero son un género-refugio.

Es el género de las primeras lecturas por interés, de las que salvan de cuando alguien no pudo leer Pedro Páramo en la secundaria y creyó que toda la literatura era de difícil acceso; son una puerta de entrada. No son libros que nos vayan a hacer mejores (¿esos libros existen?), no son libros que nos hagan más sabios o que nos abran ningún panorama de nada; pero tampoco creo que ese sea el papel de la literatura. Son libros para disfrutar, para pasar el rato, para olvidarnos un poco de la seriedad de los autores y los cánones; para dejar de tomarnos tan enserio. Son libros para volver a ser adolescentes y reivindicar el gusto de los adolescentes, sí, nos dan pena ajena ahora, pero un día lloramos por un vampiro que brillaba y de eso no se regresa.

  1.  Aunque si alguien aquí no leyó ese libro o era de los que abucheaban esos libros por ser malos o ser “de niñas”, lo que sea que eso signifique, de lo que se perdió porque esos fueron realmente los días felices.