Yo quería una ciudad alegre
De entre todas las posibles imágenes de Elena Garro que se construyeron el siglo pasado, este texto rescata la de una Elena combativa y jovial que, incluso en los pasajes más oscuros de su vida, siempre encontró en su niñez el mejor refugio e inspiración para su literatura.
Hay personajes de la historia que se filtran en el imaginario colectivo con la imagen de la juventud; ese es el caso de Elena Garro. Nada tienen que ver las fotos de su última etapa. No. Me refiero a la experiencia de la lectura, pues dentro de su fuerza narrativa se contagia su vitalidad, su capacidad para el asombro, su actitud combativa que la hacen sentir contemporánea. Elena Garro fue una mujer de avanzada para su época. Asistió a la Facultad de Filosofía y Letras cuando sólo había cuatro alumnas en la universidad. Fue curiosa y, para muchos, una gran impertinente, lo que le valió para escribir varias de las mejores obras de México en el siglo xx y también ser tratada como persona incómoda en el país.
Nacida el 11 de diciembre en 1916 en Puebla, Elena Garro realizó estudios en la UNAM al mismo tiempo que se dedicó a la danza como bailarina y coreógrafa, en donde trabajó bajo la dirección de Julio Bracho, Xavier Villaurrutia y Rodolfo Usigli, actividades que abandonó tras su boda con Octavio Paz en 1937. No fue sino veinte años después que regresaría al teatro no desde la escena sino con la escritura de piezas dramáticas en un acto que pronto llamaron la atención de los críticos por su originalidad y su fuerza poética. Elena exploró todos los géneros: teatro, cuento, novela, poesía. Fue también periodista y traductora, y escribió guiones cuyos personajes fueron interpretados por grandes actores del cine de oro mexicano.
En 1958, Elena Garro publicó su libro de teatro Un hogar sólido y otras piezas en un acto y, en 1963, la publicación que le otorgó el premio Xavier Villaurrutia a su primera novela, Los recuerdos del porvenir. Un año más tarde, en 1964, fue publicado su libro de cuentos La semana de colores. Su temática había comenzado a perfilarse desde un inicio: la recuperación de la infancia, las variaciones del —en el— tiempo, la magia como suceso revelador.
La memoria es la materia de que están hechas sus obras, pues es desde ella que establece las reglas de su juego narrativo. En Los recuerdos del porvenir, la obra que le daría mayor reconocimiento, Ixtepec, el pueblo, narra a modo de voz coral la vida de sus habitantes. Cuenta lo que ya ha ocurrido, sin embargo, el poder de la evocación hace que los hechos sucedan de nuevo delante de nosotros, sus lectores. Para Elena, la memoria es la casa del tiempo, la aliada que le permite volver al primer hogar. Garro vuelve a la casa familiar a través de algunos de los cuentos de La semana de colores, donde los personajes infantiles —Eva y Leli— cohabitan dos mundos paralelos: el de los adultos y el de los niños. El mundo de los primeros reina en el interior de la casa; en la cocina, por ejemplo, mandan los criados. El mundo infantil reina en el patio, un territorio con jardines, plantas y animales domésticos donde todo es posible desde la imaginación.
Sin embargo, su narrativa sufrió un quiebre en paralelo con dos sucesos políticos y sociales en México de los que fue protagonista en una u otra medida: su participación activa en la recuperación de tierras en favor de los campesinos de Morelos y su polémica intervención en las manifestaciones estudiantiles que terminaron en la masacre de Tlatelolco en 1968. En 1957, Elena recibe un golpe de realidad cuando su hermana Deva lleva a casa a un grupo de campesinos de Ahuatepec y, a través de ellos, conoce la violencia desencadenada por la defensa de las tierras comunales. «Sentí una gran vergüenza, no sólo por mí, sino por todos nosotros, los culpables», describiría años después ese encuentro en el semanario Presente!, y llevaría a la ficción estos acontecimientos en los relatos «Invitación al campo» y «El anillo».
Elena Garro encauza su conciencia sobre el fraude político a la reforma agraria y enarbola la causa de los indígenas, los más desfavorecidos. Vestida de traje sastre, collar de perlas y abrigo de pieles, acompañada por su pequeño sobrino, Jesús Garro, a quien ella llamaba «el Enano», y el cineasta Archibaldo Burns, Elena se presentaba tanto en la Confederación Nacional Campesina, con el director Javier Rojo Gómez, con quien mantenía amistad, como en la Secretaría de la Reforma Agraria para pugnar en contra del director del Banco Nacional de México, Agustín Legorreta, quien pretendía comprar tierras comunales de Morelos. Los campesinos tomaron como líder a esa mujer rubia y menuda que no sólo los defendía sino que les daba cobijo en su casa de Las Lomas en esas largas esperas de trámites administrativos. Ganaron batallas contra todo pronóstico, pues ¿quién iba a hacer caso a una mujer, un niño y a un grupo de campesinos? No todo fueron glorias, a los campesinos de Ahuatepec (Enedino Montiel Barona y a su esposa Antonia Ramírez) los mataron a machetazos. Los intelectuales mexicanos, esos que se indignaron frente al asesinato del líder agrario Rubén Jaramillo y de su familia, les dieron la espalda cuando Garro fue a pedirles apoyo.
Pocos años más tarde, su intervención en las lides de los campesinos y el respaldo a las reformas políticas del que fuera dirigente nacional del PRI, Carlos Madrazo, le pasarían factura. En octubre de 1968, tras la matanza de cientos de jóvenes, Garro fue acusada, según las versiones mediáticas, por Sócrates Campus Lemus de ser uno de los líderes del movimiento estudiantil, así como después, de haber delatado a más de quinientos intelectuales al dar los nombres de supuestos implicados a medios periodísticos. Con la posterior desclasificación de documentos del Archivo General de la Nación, en 2006, Alonso Lujambio, presidente del Instituto Federal de Acceso a la Información Pública, señaló a Elena Garro como una informante que a su vez era espiada por el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz. A través de la investigación de Tomoo Terada («Elena Garro y la guerra de las verdades», Replicante, vol. III, núm. 9) sobre estos archivos podemos darnos cuenta de la ligereza con la que Lujambio, como funcionario de un organismo de transparencia, arrojó tales acusaciones. Mucho se ha hablado al respecto; hay quienes aprovecharon este comunicado para cerrar el caso y enfatizar lo que sus detractores han repetido desde entonces: un supuesto estado demencial. Con la misma estrategia que a Juana I de Castilla, Elena Garro fue recluida dentro de la figura de «la loca», lo que ha causado la desacreditación de su testimonio. Ya que, por el contrario, la aparición parcial de estos documentos (algunos de ellos anónimos y no declarados oficiales), más que respuestas contundentes abre muchas otras preguntas y hace que nos acerquemos a tientas a los sucesos de esta época. En ese momento, el 68, así como en los años sucesivos, Elena Garro declaró en su defensa tanto su no participación en el movimiento estudiantil como su no delación. Pese a sus declaraciones, a partir de entonces, Elena vivió de manera clandestina por varios años en México (cambiando de identidad y de domicilio continuamente). Al morir su amigo Carlos Madrazo, en 1969, en un sospechoso accidente aéreo, se acrecentó su temor de tener el mismo destino. Es en 1972 que Garro inicia un exilio que duraría veintiún años entre Estados Unidos, España y París.
Los temas de sus obras se vieron afectados por la persecución, la mentira, la traición y el destierro. Las que fueron en un inicio obras de luminosidad inventiva, luego tomaron un tinte sombrío. Las obras de esta segunda etapa, como Andamos huyendo Lola (1980), Testimonios sobre Mariana (1981), Reencuentro de personajes (1982), La casa junto al río (1983), Y Matarazo no llamó… (1991), Inés (1995), Busca mi esquela y Primer amor (1996), Un corazón en un bote de basura (1996), Un traje rojo para un duelo (1996), La vida empieza a las tres…, Hoy es jueves…, La feria o De noche vienes (1997), Mi hermanita Magdalena (1998, póstuma), tienen en común una escritura nerviosa, desigual y poco trabajada que coincide con sus forzosas e innumerables mudanzas, el ir y venir de sus cajas con libros y manuscritos —con la pérdida de muchos de ellos— y, sobre todo, con la sombra del hambre y la enfermedad en el destierro, que le hace negociar con premura con las editoriales lo que ha producido.
No obstante, Elena Garro es una narradora hábil. Pese al precario equilibrio de una narrativa accidentada (poco corregida y repensada) de este segundo periodo puede mirarse al trasluz una estructura de pensamiento elaborado; párrafos, e incluso capítulos completos, llenos de lucidez creativa y de fuerza poética como en su primera etapa como escritora. No habría que olvidar que Garro escribió pese a ella que quería ser, sobre todo, lectora. En su exilio —lleno de obstáculos administrativos por conseguir una residencia legal y de miseria— su motor de escritura fue la de rescatarse a través de la palabra ya que, ella misma lo dice en uno de sus cuentos de Andamos huyendo Lola, «la memoria de los vencidos es peligrosa para los vencedores». Elena Garro escribió desde y sobre la marginación de quien se siente expulsado de su país. La palabra autoexilio fue un invento que dijeron y repitieron los que nunca se tuvieron que ir, para referirse a la vida de la escritora fuera de México. Porque el exilio nunca es voluntario.
Este segundo periodo creativo es claramente autorreferencial aunque no por ello carente de imaginación y recursos literarios. Lo que encontramos en este grupo de historias no es una mera biografía. Elena Garro supo disociar su narrativa —en la que hay una clara creación de personajes, ambientes, juegos temporales— con la escritura de diarios y cartas personales. Por un lado, Garro se dedicó a dejar testimonio de su cotidianeidad, sus batallas diarias para conseguir alojamiento o comida, así como con sus interacciones con personas del mundo de la cultura o de la política, con sus familiares. También explotó el lenguaje íntimo para narrar y narrarse a través de largas cartas a amigos que fueron en distintos momentos quienes le ayudaron económicamente (en esas largas temporadas en que no recibía la mensualidad a la que tenía derecho según el acta de divorcio con Octavio Paz) y la salvaron de la soledad del destierro. Esa sería la materia prima de sus obras literarias.
Y si las obras de esta etapa giran obsesivamente a través de la infamia, la conspiración y la persecución como detonantes, y la consecuente huida de los personajes hacia un exilio obligatorio, Elena Garro reforzará uno de los temas que la apremian desde el inicio de su escritura: el regreso al origen. El hogar representado en ocasiones como el lugar de la infancia o el encuentro con el amor como estado de refugio. El origen como tal, ese paraíso del que fue expulsada, Elena Garro lo resignifica como la vuelta a una cierta calma y orden. Elena Garro ensaya maneras de regresar a su propio hogar sólido a través de la memoria y la muerte. «Yo quería una ciudad alegre, llena de soles y de lunas. Una ciudad sólida, como la casa que tuvimos de niños, con un sol en cada puerta, una luna para cada ventana y estrellas errantes en los cuartos», escribió en su obra de teatro Un hogar sólido en 1956.
Elena Garro fue exiliada dos veces. La primera vez, según su testimonio («A mí me ha ocurrido todo al revés», Cuadernos Hispanoamericanos núm. 346), cuando fue arrancada de su casa familiar en 1937 tras su boda intempestiva con Octavio Paz. Sin participación consciente, Elena Garro firmó un acta que la llevaría a un viaje de no retorno. Tendrá que abandonar sus estudios por órdenes de su marido y recluirse en la casa de su suegra donde vivirán en un inicio los recién casados: «Respecto a los de la universidad. TE DIJE QUE NO SALIERAS y eso vale para ese lugar asqueroso. […] NO VUELVES A IR A NI UN SITIO AL QUE NO TIENES NECESIDAD DE IR. Igual a Filosofía. De monja estarás, de encerrada y niña de reja hasta que yo llegue o tú vengas», le escribió Paz desde Mérida el 7 de mayo de 1937 (Elena Garro Papers, Firestone Library, Princeton University, las mayúsculas están en el texto original), unas semanas antes de su matrimonio civil. La segunda vez, en 1972, fue el destierro. Nunca podría recuperar lo perdido, cuando después de casi dos décadas, en 1991, fue invitada a visitar México en un homenaje que realizaron miembros de la Sociedad General de Escritores de México; en 1993 volvería al país definitivamente. Ya nada era igual a sus recuerdos, ni sus amigos, ni hermanos —camaradas de infancia—, ni México. Se había quedado sin raíces. «Para sobrevivir en mi reino de sombras había cerrado la puerta a la memoria», dijo, pero no fue cierto, estaban en ese entonces sus libros y decenas de manuscritos para contradecirla.
Elena Garro falleció de un paro cardiaco el 22 de agosto de 1998. Al cementerio Jardines de la Paz, en Cuernavaca, acudieron algunos funcionarios de cultura, la actriz Julia Marichal, hija de su gran amigo Juan de la Cabada, y la familia cercana. Un grupo de actores de Iguala leyó aquella tarde «El día que fuimos perros». En su tumba sin nombre, como duró más de una década, la acompaña desde 2014 su hija Helena Paz. En la sección 8, fila 22, lote 37, existe ahora un pequeño nicho que hicieron su inseparable compañero de batallas: Jesús Garro «el Enano» y su esposa Raquel Steinmann. A través del cristal pueden verse una foto de las dos Elenas, y al arcángel Miguel y varias pequeñas figuras de gatos resguardando el lugar. En la entrada, en una inscripción se lee: «Yo sólo soy memoria y la memoria que de mí se tenga». A un costado un flamboyán extiende sus ramas de un naranja encendido.
Desde ese lugar, el tiempo, que gira como los caballitos dentro de un carrusel, nos regresa a esa Elena, aquella que escribió en consecuencia con su vida, es decir, sin límites. La niña de Iguala que desafió su destino deseando ser de grande general o bailarina y que protagonizó asaltos a mano armada e incendios caseros, para luego ser la joven coreógrafa y estudiante de universidad en un tiempo histórico en el que el mundo era sólo para los hombres. Aquella que apoyó con energía a los campesinos del gobierno y los terratenientes por considerarlos más débiles y que con ello se inscribiera en la otra cara de la historia, la de los vencidos. Elena dijo, sin mediar consecuencias, lo que pensaba. Lo dijo siempre en voz alta; incluso cuando la callaron, escribió para pensar en alto. Su condición fue ser viajera viviendo en casas provisionales, por eso hay árboles en lo que ella considera su paraíso; las raíces son fundamentales en el entorno protegido que buscó en su vida privada y en la literatura. No tuvo más hogar sólido que la infancia y la escribió para habitar en ella de manera definitiva. La memoria es aliada, así como la imaginación. El amor, para quien lo encuentra, también puede ser refugio para los expatriados. Y en última instancia, la muerte un modo liberador de una migración continua. A falta de casa, habitó en los libros, los que leyó y escribió Elena Garro, vorazmente.