Tierra Adentro

Uno siente que el mundo ya se acaba porque cuanto termina es su vida,

su pobre vida tan independiente de él:

empezó cuando ella misma quiso

y concluirá nadie sabe dónde ni cuándo ni de qué manera. 

Morimos con las épocas que se extinguen,

inventamos edenes que no existieron,

tratamos de explicarnos el gran enigma

de estar aquí un solo largo instante entre el porvenir y el pasado

(José Emilio Pacheco, “Épocas”, Siglo pasado (desenlace))

El diccionario, en su afán regulador, nos advierte que siempre debemos escribir “porvenir” en una sola palabra. Las palabras son cuerpos que apresan la memoria del acontecimiento humano de nombrar. Son capaces de apresar la Historia y, mucho más aún, nuestra historia ¿Podemos entonces contener el porvenir en una sola palabra?, ¿cuál es su poder evocador? Cuando el narrador colectivo de Los recuerdos del porvenir alude a las palabras que pronunció el enigmático personaje Felipe Hurtado, afirma que lo importante de ellas era lo que no se había dicho, y concluye: “las palabras eran peligrosas porque existían por ellas mismas y la defensa de los diccionarios evitaba catástrofes inimaginables”. Las palabras, en su silencio o en su propia materialidad, son capaces de trascender el tiempo que nos conforma como seres humanos. Aunque dejemos de existir, continuamos siendo en la Historia, somos parte de la memoria de los que quedan, somos recuerdos de lo que estará por llegar.

En Los recuerdos del porvenir hay un tiempo histórico y otro subjetivo. Podemos leer la obra como un relato de los acontecimientos que acaecieron en la pequeña población de Ixtepec a raíz de la llegada del contingente revolucionario del general Francisco Rosas, encargado de poner orden en una tierra que había sido leal al zapatismo y que era propensa también a sumarse al movimiento cristero. Desde esta perspectiva, el tiempo había quedado detenido en la población, “el estruendo lejano de la Revolución estaba tan cerca de ellos que bastaba abrir la puerta de su casa para entrar en los días sobresaltados de unos años antes”, es decir, el presente era una continuidad perpetua del pasado, “el tiempo era la sombra de Francisco Rosas”. Pero podemos hacer también una lectura desde el tiempo subjetivo de sus pobladores, y aquí pensamos que radica el extraordinario valor de la obra y también su diálogo con la tradición literaria mexicana. Desde este enfoque, nos interesa fijarnos en la familia Moncada y, en especial, en el hecho de que cada noche, a las nueve, Félix, el mayordomo, abre la puertecilla de vidrio del reloj y descuelga el péndulo, dejando a éste mudo. Por tanto, cada noche se le quita al tiempo la posibilidad de hablar y, cuando esto sucede, los ocupantes de la casa se mueven solamente en el pasado, “se convierten en recuerdos de ellos mismos”, “en personajes de la memoria”. ¿Cómo funciona entonces el tiempo? Los Moncada recuerdan todo lo que no había sucedido, de tal forma que la repetición de lo no sucedido conformaba el porvenir, una suerte de deseo futuro por lo no acaecido en el pasado. Hacia el final de la primera parte, Martín Moncada recuerda su propia muerte, “la vio muchas veces ya cumplida en el pasado y muchas veces en el futuro antes de cumplirse”. Entonces, dice que “desde esa noche su porvenir se mezcló con un pasado no sucedido y la irrealidad de cada día”. A partir de ese momento, el péndulo que cada noche detenía el tiempo le recordaría a los colgados, sería símbolo de muerte.

Igual que Los recuerdos del porvenir constituye una reflexión sobre las consecuencias de la Revolución mexicana y debe mucho a las novelas que la antecedieron, también forma parte de la tradición literaria del país en cuanto a la reflexión del tiempo. El 3 de octubre de 1926, entre las páginas de una revista de sociedad con claro gusto afrancesado, Revista de Revistas, se publicaba el cuento “El fusilado”, de José Vasconcelos, que años más tarde formaría parte de la colección La sonata mágica (1933). “El fusilado” supone una ruptura en las narraciones sobre la Revolución mexicana porque, por un lado, supera el apego a la espacialidad que habían tenido este tipo de novelas y, por otro, introduce un elemento fantástico, que lleva incluso a la editorial a cuestionar si se trata de un cuento o de un relato, siendo la ficcionalidad de este elemento el agente diferenciador. Ya en Los de abajo, arquetipo de la novela de la Revolución, se revelaba la importancia de ocupar un espacio elevado sobre el resto para el buen porvenir de las acciones militares. Los espacios y, sobre todo, el lugar que ocupaba el hombre en ellos, gozaban de una trascendencia tal, que determinaba la posibilidad de vida y la estética literaria de las obras. En “Nos han dado la tierra”, Juan Rulfo sitúa “allá arriba” el anhelado pedazo de vida que el gobierno les ha otorgado, y los personajes atraviesan el llano, ascienden y descienden, hasta por fin encontrar ‘su tierra prometida’. “El fusilado”, entre la obra de Azuela y Rulfo, se adscribe en su inicio a la tradición de atravesar espacios con subidas y bajadas; claros, bosques y barrancas; espacios abiertos y cerrados, en donde la posición del personaje es vital para su devenir. “¡Al principio éramos un ejército; ahora sumábamos unos cuantos!”, dice el narrador del cuento de Vasconcelos. “Hace rato […] éramos veintitantos; pero puñito a puñito se han ido desperdigando hasta quedar nada más este nudo que somos nosotros”, dice el del cuento de Rulfo. Se trata del largo camino del hombre a través del espacio lleno de dificultades, que es en realidad la Historia. Los soldados del cuento de Vasconcelos son apresados tras una emboscada. Ante la posibilidad de ser fusilados, el jefe de los vencidos —voz indirecta que asume el narrador— piensa que no le preocupa tanto el futuro, “sino la totalidad de mi vida anterior”. Ante el pelotón de fusilamiento, siente que “comienza a borrarse la noción del tiempo a un grado que lo más reciente se confunde con los sucesos remotos, y viceversa”. Llega el fogonazo, los cuerpos caen abatidos en tierra, pero la voz narrativa no se detiene, y cuenta cómo él mismo ve su “cuerpo destrozado y contrahecho por las contorsiones de los últimos instantes”. El espíritu del personaje parece volar y pasearse, por ejemplo, “recuerdo haber pasado, a la hora del crepúsculo, por una calle de la ciudad donde fui relativamente famoso”, incluso escucha lo que dicen de él; se parece, en definitiva, a la voz narrativa de la novela de Garro. El narrador, ya muerto, pero aún con conciencia y voz, afirma poder “ir y venir a mi antojo, no sólo en el espacio, sino también en el tiempo”. Acto seguido destaca que algunos seres humanos, “los buenos”, dice, “se ligan con las fuerzas superiores e intervienen en la obra del universo”. Como Martín Moncada, el personaje de “El fusilado”, se reconoce en la posibilidad de trascender el universo a pesar de estar muerto, y todo gracias a la posibilidad de neutralizar el tiempo. Quiere explicarlo mejor:

Parece que rozo la eternidad; el pasado se me va apareciendo tal como fue, vivo y hermoso; en seguida me prolongo en otro sentido, y veo el porvenir, igual ni más ni menos que cuando ejercitamos la memoria para recordar, sólo que aquí los hechos recordados se nos presentan intangibles, aunque realísimos, mucho más reales que en la evanescente realidad terrestre.

El personaje-narrador de Vasconcelos parece explicar la transfiguración del tiempo en la casa de los Moncada cada vez que Félix desprende el péndulo, y especialmente cuando Martín recuerda su propia muerte, acontecida en el pasado y antes de que ésta ocurra en el futuro. En la segunda parte de la novela de Garro, estos acontecimientos tienen más sentido, especialmente cuando el narrador se refiere de nuevo a Martín Moncada: “él mismo era un montón de ruinas y sus pies caminaban desprendidos del resto de su cuerpo”. Acababa de enterarse del asesinato de su hijo Juan, del futuro fusilamiento u horca de su otro hijo, Nicolás, y de la relación amorosa que su hija Isabel mantenía con el verdugo, el general Rosas. En ese instante, Martín “había perdido la memoria de sí mismo, y era un personaje desconocido que perdía los miembros de su cuerpo en las esquinas derruidas de un pueblo en ruinas”. Es decir, sin la conciencia de sí mismo, no hay ni siquiera la posibilidad de recordar lo no sucedido y, por lo tanto, es imposible conformar el porvenir. Hacia el final del libro, Isabel Moncada se lo explica al propio general Rosas: “tenemos dos memorias… Yo antes vivía en las dos y ahora sólo vivo en la que me recuerda lo que va a suceder. También Nicolás está dentro de la memoria del futuro…”. Es decir, hay una memoria que nos recuerda el futuro, pero hay otra, la de lo no sucedido, que nos recuerda el porvenir. Esos recuerdos de lo no sucedido son los que pudieron haber quedado interrumpidos por la muerte, son los que fueron evitados por un fusilamiento como el del militar del cuento de Vasconcelos, son los recuerdos de aquellos acontecimientos que pudieron haber cambiado el curso de la Historia y que, lejos de haberlo hecho, sólo pueden ser recreados por la palabra… o por la fuerza que contiene nuestro silencio. Son también la literatura en su máxima expresión.


Autores
(Madrid, 1979). Ensayista, narrador, crítico y, sobre todo, apasionado lector. Se desempeña como investigador y profesor en el ámbito de la literatura mexicana. Ha publicado relatos en antologías de la editorial EDAF y ACE-Madrid y en publicaciones periódicas como Perro Errante, Cuaderno7 y Casa del Tiempo. Algunos de sus ensayos se pueden encontrar en El muerto era yo. Aproximaciones a Juan Rulfo (Calygramma, 2013) o Un escritor en la tierra. Centenario de José Revueltas (Fondo de Cultura Económica, 2014). Es colaborador habitual de La Gualdra, suplemento cultural de La Jornada Zacatecas. Desde hace casi un lustro reside en México.