El fin y la paz
Cuando tenga tiempo otra vez, me sentaré a ver alguna larga serie y tejeré otra vez bufandas. Dejaré de poner pretextos e iré a nadar y luego desayunaré con calma. Esperaré a que mi café se enfríe mientras lo dibujo, con la consciencia tranquila de que no me robo el tiempo de nadie, ni el mío, haciendo lo que no debo hacer.
Postergar los pendientes forma una barrera de seguridad que nos ponemos cuando estamos exhaustos, ya no podemos más. Con la inacción hacemos un hoyo en la tierra para descansar, como quien se duerme parado en el metro o como un avestruz en peligro. Al volverme consciente de que la ansiedad no es tanto causada por mi negligencia sino porque luego es humanamente imposible llenar ciertas expectativas, me relajo.
¿Cómo conseguir esa calma que coloco en el futuro, ahora mismo, en este presente que parece no esperar ni un minuto a que me ponga los zapatos y esté lista para correr?
Albert Camus decía que pensar en el futuro angustia y en el pasado deprime. Nada como respirar para colocarnos de vuelta en el presente. Respirar profundo, tan fuerte que si tuvieras a alguien al lado, pudiera escucharte. Así a veces somos capaces de ver la angustia desde fuera, desdoblarnos de nosotros mismos sin enloquecer. De otro modo, el proceso creativo termina por convertirse en un teléfono descompuesto. Terminamos por tergiversar lo que pensamos y llegamos a ningún lugar, o no reconocemos ese sitio donde estamos.
En el pintor bajo el lavaplatos, de Afonso Cruz, el narrador habla de cómo, a pesar de que lo correcto es lo derecho, y lo malo lo intrincado, los humanos en esencia somos incapaces de ir en línea recta. Dile a un humano que cierre los ojos y camine, y comenzará a trazar círculos en su trayectoria. Así como cuando uno se pierde en un bosque.
Dejar piedras en el camino tampoco es garantía de nada. Buscamos razones donde no las hay, miramos para fuera cuando necesitamos mirar para dentro. Respirar en vez de exhalar. Tal como ocurre cuando nos duele algo y lo googleamos. Nada da más gasolina a la hipocondría.
Una vez en un aeropuerto, un niño de unos cuatro años estaba con su papá frente a uno de esos grandes ventanales con vista a los aviones. Ambos veían hacia fuera, no se miraban mutuamente. Supongo que cada quien pensaba que el otro veía lo mismo, hasta que el niño exclamó: “Ahora tengo el sol en los ojos”. El padre entonces se dio cuenta del daño: llevaban ahí varios minutos. Se lo llevó a prisa y sólo pudo decir: “No le digas a tu mamá”.
Si bien la respuesta para cualquier emoción negativa no necesariamente es darle la espalda, verla demasiado tiempo puede terminar por cegarnos. Como la mácula, que extiende una luz demasiado brillante en los ojos que nunca se quita. Una mancha para siempre.
En el pasado Cilelij, Eliacer Cansino hablaba de la importancia del mal en lo testimonial. De lo necesario que es asomarse al infierno para reconocerlo, sin regodearse en él. Del mismo modo, ser muy conscientes o mirar de lleno un problema demasiado tiempo nos ciega. Nos hace correr en círculos, perseguirnos la cola, no ver que la solución la traemos puesta, el lápiz que tuvimos en la mano todo el tiempo que lo buscamos.
Sueño con que llegue enero y pueda al fin descansar, hacer todo con calma, sentarme en paz. Y recuerdo otra vez a Oliver Sacks y su reflexión final sobre la vida a partir del sabbat:
Y ahora, débil, sin aliento, con mis antes firmes músculos desvanecidos por culpa del cáncer, veo que mis pensamientos se dirigen no hacia lo sobrenatural o lo espiritual, sino hacia lo que significa vivir una existencia buena y que vale la pena (alcanzar una sensación de paz con uno mismo). Veo que mis pensamientos vuelan hacia el sabbat, el día de descanso, el séptimo día de la semana y quizás, también, el séptimo día de la propia vida, cuando uno siente que ha terminado su trabajo y puede descansar, sin cargo de conciencia.