Dramaturgia inaugural
Para Elena Garro, que transitaba libremente entre géneros, el teatro representó una manera de condensar sus preocupaciones sociales a través de personajes tan cautivadores como los de sus novelas y con diálogos tan vitales como los de sus guiones cinematográficos. Su lugar en el panteón dramatúrgico mexicano está todavía por redefinirse.
Que el escritor mexicano más importante en el teatro de la segunda mitad del siglo XX fuera escritora rompió los paradigmas de una tradición que, si bien reciente, estaba plagada de nombres propios masculinos. Hasta la arrebatada aparición de Elena Garro, autores y directores de escena dominaban el teatro nacional sin oponer una visión genérica en sus puestas en escena ni establecer un puente sensible entre los incipientes movimientos sociales (el indigenismo urbanizado y la visibilidad de la mujer en el concierto social, por ejemplo) y el enfoque de una dramaturgia ausente del modelo aristotélico predominante: maestro que pasa la estafeta del costumbrismo a su alumno, quien repetirá las estructuras dramáticas del antecesor.
Garro apareció casi por generación espontánea en el teatro mexicano (no estudió arte dramático) y con ese mismo ímpetu se marchó. Ajena al ritmo posterior a Usigli y los Contemporáneos, no fue siempre «gente de teatro», no participó activamente en los debates sobre las políticas públicas de finales del siglo XX ni en los movimientos experimentales que alejaron en definitiva al teatro de la literatura.
Garro cuenta su relación inicial con la escena:
Yo siempre quise hacer teatro como actriz o como bailarina, pero como Octavio Paz se opuso de esa manera tan feroz, tenía que encontrar el camino para llegar. […] Entonces se me ocurrió fundar un pequeño teatro. Tenía una fórmula para hacer un teatro muy barato. Entonces yo pensé que haciendo un teatro muy sintético, por ejemplo teniendo un decorado básico para cualquier obra: una ventana, una puerta, una cama, una silla, trajes especiales para la dama joven, para la vieja, para el hombre, para el militar; pensé que con ese decorado mínimo y ese vestuario mínimo podía montar muchas obras. […] Cuando fuimos a México yo lo quise hacer, pero no se pudo. Porque se necesitaba ayuda oficial y conseguir el teatro. Entonces Octavio lo consiguió. ¡Ah! ¡Pero se necesitaban obras! Entonces yo escribí seis obras.
Es sugerente pensar que Paz fuera al mismo tiempo verdugo y motivador de la Garro dramaturga.
La contradicción perpetua. Su dramaturgia fue tan singular en el mapa de las letras mexicanas como su personalidad y relación con la escena. Es probable que el desprestigio al interior de la república teatral mexicana sobre la figura de Garro haya tenido motivaciones menos artísticas y más políticas que obligaron a la escritora poblana a dejar una obra inacabada, cuya aparición trepidante fue igualmente acallada por sí misma, dejando la escritura dramática para ocuparse de otros géneros.
Su figura está marcada por la leyenda negra, entre la defensa a ultranza de su piedad creadora y las dudas que suscita su oscilante postura política, en especial el episodio sobre su participación en el movimiento estudiantil del 68 como delatora, pues según la DFS (Dirección Federal de Seguridad, policía secreta del régimen priísta del siglo XX), a cargo entonces del capitán del ejército Fernando Gutiérrez Barrios, Elena Garro fue una de sus informantes.
En la cotidianidad del teatro mexicano, en especial en las décadas posteriores al movimiento del 68, Elena Garro fue relacionada directamente con el pensamiento reaccionario y autoritario que pululaba en la época (y que sigue presente); es probable que en un medio como el teatral, ideológicamente cargado hacia la izquierda, a Elena Garro se le haya negado el lugar que le correspondía como la dramaturga inaugural de una tradición inédita en el país, un teatro escrito por mujeres desde una visión no complaciente y con estructuras no fincadas en el naturalismo y el costumbrismo predominante.
Aún en el primer cuarto de siglo actual se cuentan en mayor número los autores dramáticos y directores de escena, aunque las diseñadoras de espacio, vestuario e iluminación, además de productoras y gestoras, investigadoras y críticas, han sobresalido por encima de los cuadros masculinos. Sin contar que las actrices en el teatro y cine mexicano han estado por encima de sus pares, por lo menos en cantidad. Basta con entrar a una escuela de arte dramático en cualquier punto del país para descubrir que la presencia femenina duplica a los estudiantes varones. La inevitable feminización del teatro nacional tuvo varios orígenes, uno de ellos y quizá el más vistoso es Elena Garro, dramaturga. La potencia de su literatura dramática abrió la puerta a otras autoras y artistas de la escena.
La tradición teatral mexicana está marcada por el patriarcado y la hegemonía del pensamiento masculino, donde las mujeres tenían lugar únicamente como intérpretes. Durante varias décadas del siglo pasado costaba encontrar amplia presencia de directoras y dramaturgas en cartelera; además, los grandes maestros de la escena nacional, Héctor Azar, Juan José Gurrola, Julio Castillo, Héctor Mendoza y Ludwik Margules, tuvieron poco interés en incentivar la dramaturgia mexicana y menos aún la femenina. Es decir, que las mujeres en el teatro mexicano sean más que utilería viviente y tomen decisiones en cualquier rubro de la cadena de producción de un espectáculo es una anomalía del siglo que habitamos y en gran medida ese camino de interacción y desarrollo profesional a la par se debe a la presencia de Garro y otras autoras, que abrieron el camino hacia el necesario equilibrio.
Garro fue la primera dramaturga respetada por sus pares en la historia del teatro mexicano, pero el éxito de su trabajo y penetración a lo largo del país fue temporal. A largo plazo, la figura definitiva sería Luisa Josefina Hernández, no inmiscuida en la contradicción ideológica y el penoso tránsito de la dramaturga nacida en Puebla en la suma de circunstancias políticas que la han convertido en mito, la Frida sufriente de la literatura nacional castigada por su rebeldía ante Octavio Paz o la traidora sumisa ante los servicios de inteligencia policial. Sin embargo, Garro fue antes que Hernández la gran revelación femenina en el concierto de la literatura nacional desde el teatro.
Liderando un movimiento fortuito, acaso inconsciente, donde estaban Luisa Josefina Hernández, Pilar Campesino, Julieta Campos, Margarita Urueta y Maruxa Vilalta, Garro abrió la puerta de la dramaturgia mexicana a una sensibilidad nueva, ya en los temas, ya en la hondura de los personajes. El gran mérito de esta generación de mujeres escritoras de teatro, en especial de Garro, Hernández y Urueta, fue avanzar hacia la exploración de mundos oníricos o estructuras experimentales, indagar y cuestionar el papel de las niñas y jóvenes en la vida cotidiana de la sociedad. Herederas de esa tradición que se remonta a los años cincuenta del siglo pasado, autoras célebres del teatro mexicano contemporáneo como Sabina Berman, Silvia Peláez, Ximena Escalante, Verónica Musalem, Conchi León, Bárbara Colio, Estela Leñero, Mariana Hartasánchez, Verónica Bujeiro, Elena Guiochins, Verónica Maldonado y Mónica Hoth, entre otras, además de las tres figuras fundacionales del teatro para público específico en el país: Berta Hiriart, Maribel Carrasco y Perla Szuchmacher, han cimentado la tradición de escritura teatral plural.
Garro huyó paulatinamente del teatro como de la peste, después de escribir una obra inaugural en el panorama literario-teatral de nuestra tradición: Un hogar sólido. No es casualidad que Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares la publicaran en 1967, en la segunda edición de la Antología de la literatura fantástica, constituyendo este acto quizá el mayor reconocimiento literario al exterior del país de la dramaturgia nacional en el siglo pasado. La obra de Garro ha viajado a innumerables países gracias a la compilación de los escritores argentinos, especialmente desafectos a la literatura dramática, lo cual hace aún más singular el convite.
¿Qué propició que Elena Garro se convirtiera en la dramaturga más potente de la segunda mitad del siglo pasado? Justamente la penetración en diversos grupos teatrales de Iberoamérica de Un hogar sólido. A la par de Los perros, Felipe Ángeles y La mudanza, Un hogar sólido es una de las obras emblemáticas de Garro y al tratarse de su primera publicación es también la primera obra de teatro moderna divulgada a gran escala por una mujer en México. Además, Un hogar sólido supone una ligera ruptura con la dramaturgia preliminar, por lo menos desde la disposición espacial, las indicaciones sobre el vestuario y la necesidad de hablar, desde la muerte, no de las condiciones de la ultratumba sino desde los personajes y sus circunstancias como una metáfora de la historia del país y la urdimbre generacional ante el devenir sociocultural.
Siete personajes decimonónicos y de las primeras décadas del siglo XX se encuentran en la cripta familiar de un cementerio. Cada personaje viste la ropa con la que fue sepultado («los trajes están polvorientos y los rostros pálidos», indica la autora). En el texto dramático se hace evidente que estamos ante la disputa moral posterior a la muerte de una familia que representa una de las obsesiones de Garro a lo largo de su obra y quizá de su vida: el papel de la mujer en la sociedad ante el necesario empoderamiento, el cuestionamiento a la religión imponente y las figuras patriarcales.
En 1956, Elena Garro escribió las seis obras reunidas en la primera edición de esa pieza inicial en la dramaturgia femenina mexicana y latinoamericana; tres de ellas: Andarse por las ramas, Los pilares de doña Blanca y Un hogar sólido se estrenaron el 19 de julio de 1957 en el Teatro Moderno de la Ciudad de México, bajo la dirección del maestro Héctor Mendoza (1932-2010) y como parte del cuarto programa del mítico proyecto Poesía en Voz Alta (sí, aquel que dispuso Octavio Paz).
Los exilios voluntarios de la escritora y la suma de contradicciones que inundan su biografía hacen pensar que el verdadero drama de Garro ocurría puertas adentro y quizá esa fue la razón primordial por la cual abandonó la escritura teatral. Aun así, nos dejó dramaturgia fundacional.