No apto para menores
Entre las grandes conspiraciones, hay una que pocas veces se pone en duda. Al menos en los primeros años de vida, es casi imposible enterarse de los secretos que los adultos guardan a los niños. Son mitos, fundados en la tradición oral, que los mayores se encargan de perpetuar en el imaginario infantil, bajo el principio “si crees en ellos, existen”. Tengo muy claras las preguntas que me hacía cada que, por unos segundos en las penumbras, empezaba a considerar la posible inexistencia de algunos de los héroes altruistas contemporáneos: Santa Claus y compañía.
Parecía difícil suponer que el secreto se llevara o se transfiriera como una encomienda, pensar que a partir de cierta edad te volverías parte de la conspiración y serías uno de ellos. Esa forma de comunicación intergeneracional, ese secretismo me parecía más absurdo que la mentira misma. Me confortaba pensando en que la verdad del asunto radicaba en lo complicado que sería planear una conspiración contra un porcentaje importante de la humanidad. ¿Cómo sería posible que los otros no se enteraran? Nunca pensaba en lo poco factible que sería que un hombre viajara desde el Polo Norte para entregar por el mundo en 24 horas. Esa no era una duda, la magia se explicaba sola. La estupidez humana era la que me hacía ruido.
Con los años, algunos niños empezaron a convertirse, se volvieron conspiradores. Algunos guardaban el secreto, esperando recibir beneficios de sus mecenas. Otros cuantos subvertían el orden y se encargaban de propagar la verdad, por mostrar que habían sido parte de un engaño por años y deseaban subvertir el orden. Los rebeldes intentaron convencer a otros, algunos acudieron a los adultos para saber qué estaba pasando. Al entrar en pánico, algunos develaron el secreto y otros emplearon argumentos retóricos para no meterse en más problemas.
Años después, el orden había sido completamente subvertido, la rendición significaba la transformación. Abandonar las “creencias” implicaba borrar un registro del pensamiento y racionalizar los mitos, entender que siempre habían sido los adultos. Así, empecé a pensar en todos los dogmas y a cuestionarlos de la misma forma, un misterio revelado como “mentira” planteaba la imposibilidad del resto. Con los años empezaron a caerse otros ídolos: la religión, el Estado y cualquier asunto que implicara un “acto de fe”. Descubrir la conspiración primera, modificó las claves de lectura del mundo, significó suspender la voluntad de creer y empezar a pensar en quién está detrás de todo.
A partir de esa suspensión de credulidad, ¡Cómo el Grinch robó la Navidad!, obra escrita e ilustrada por Dr. Seuss, tomó sentido respecto a mi relación con la temporada decembrina. Empecé a pensar en esta época como la peor del año, como el recordatorio de algo que había sido maravilloso, pero estaba lejos de volver a serlo. Estaba enojada con el mundo, por mentir, por no llevar sus mentiras hastas las últimas consecuencias y flaquear ante el primer cuestionamiento. Ojalá la mentira hubiera durado para siempre.
Jamás robé los regalos de otros niños o intenté terminar con la Navidad. Por mucho tiempo viví pensando si al Grinch le había pasado lo mismo que a mí o si sólo se sentía fuera de lugar en una ciudad que lo abrumaba por festiva. A lo largo de su historia, el Grinch se transforma; cuando roba los regalos y descubre que no son lo más importante para el pueblo, entiende el verdadero significado de esa fecha y quiere celebrar. Su pequeño y apachurrado corazón crece casi tres tallas. Quizá el mío siga siendo del mismo tamaño pero cada vez me molesta menos la llegada de diciembre. El daño es irreversible pero la comida siempre merece la pena.