Malas malísimas
Sucede desde hace años. Los que amamos el susto preferimos no contarlo, pero existe. Nos peleamos con nosotros mismos. Dilo. Reconócelo. No puedo, ¡Que lo digas! Y aunque me duela aceptarlo, es cierto. El terror en la literatura y en las distintas manifestaciones artísticas puede llegar a ser tan, pero tan, misógino. Yo sé que tú lo sabes y probablemente este reconocimiento no te sorprenda; pero no es fácil para una admiradora de las entrañas voladoras, como yo, aceptar un hecho tan incómodo.
Hablemos de mujeres en el susto. Víctimas o villanas. La porrista. La mal portada. La tonta. La guapa. La bruja. La loca (¡saludos, Luis Miranda y amigos de SEDESOL!). La mamá. La engañada. La vengativa. La encuerdada. En el mayor de los casos, arquetípicas y poco reflexionadas. Al buen Robert Louis Stevenson no le daba ni por mencionarlas siquiera. A nuestro adorado Lovecraft parecían producirle ronchas y desazones narrativas. Qué decir de los góticos, y peor aún, de los contemporáneos que sólo replican los estereotipos gastados que le aprenden a las malas películas.
¿Qué villana recuerdan con cariño? Se vale mencionar a las de Disney, a las de las leyendas, a las de libros, películas, telenovelas y hasta las de la política. Pero que sean malas malísimas, ¿eh?
Cuento para niños y no tan niños, que no pertenece al terror pero cómo saca sustos y sonrisas, La peor señora del mundo es de las meras meras, de las más adoradas por todas las generaciones. Lo cierto es que es muy difícil encontrar una verdadera villana, una verosímil, una que no haga uso exclusivo de su sexualidad, o de su maternidad, para conseguir lo que quiere. Y quizá eso despierte un sin fin de preguntas: En términos narrativos, ¿cuál es la diferencia entre un villano y una villana? ¿Por qué no perseguimos la creación de personajes femeninos interesantes y contradictorios? Será que no hemos entendido del todo cómo funcionan los mecanismos de la maldad.
Pensemos, por poner un ejemplo, en Melusina, la doble sirena/dragona francesa; pensemos en Carmilla, la vampira lesbiana por excelencia; pensemos en los poderes telequinéticos de Carrie o en la fina y larguísima lengua de Lamashtu. ¿Son realmente malas todas estas diablas? ¿Son malditas Savaterianas? ¿Qué hace malas a las malas? ¿Qué las vuelve relevantes en un apartado de la literatura potencialmente misógino?
Para construir el andamiaje de nuestros respectivos villanos y villanísimas, tendríamos que comprender cómo funciona “el mal” y de dónde viene. Cada quién tendrá sus autores para hacerlo. Hoy podemos irnos con tres: Hannah Arendt, Philip Zimbardo y Marcelino Cereijido.
Con Arendt nos internamos en los usos, motivaciones y justificaciones de la violencia, cosa que exploramos años más tarde en los famosos experimentos de Zimbardo; y es que quien no recuerda los testimonios escalofriantes relatados en las páginas del libro El efecto Lucifer… si todavía no lo han leído, ¡los envidio! ¡Quisiera volver a leerlo por primera vez! Es uno de esos textos que te hacen gritar de emoción y tirar la sopa entre las cobijas (bueno, eso si es que ustedes son como yo y les gusta leer, escribir y comer en la cama).
Cereijido y Zimbardo comparten una reflexión que viene a cuento: ambos sugieren que la maldad es meramente circunstancial. En su libro Hacia una teoría general sobre los hijos de puta, Cereijido sugiere que todos potencialmente somos hijos de puta. Lo único que necesitamos es encontrarnos en una circunstancia específica para enfurecer a la demonia que llevamos dentro. Esta idea ha generado toda clase de discusiones a lo largo de los años. Muchos opinan que la maldad no tiene ninguna característica biológica; otros, como Cereijido, se han dedicado durante años a seguirle la pista a este mal a partir de distintos acercamientos científicos.
Entonces, ¿por qué somos malos o malas? ¿Porque así nacimos? ¿Porque así nos volvimos? ¿Somos malos porque alguien más es responsable de nuestros actos? ¿Realmente tomamos decisiones?
Cereijido señala otra cosa interesante (no crean que me he perdido en las espinosas ramas de la maldad sin conocer el camino de regreso). En un principio, la violencia, el mal, eran ejercidos por los hombres y no por las mujeres. La razón es simple: biológicamente los hombres son más fuertes, y bien dicen que en la naturaleza aquél que tiene la ventaja… la ejerce (relaciones de poder de las más básicas).
En tiempos inmemoriales los malos eran los hombres porque eran biológicamente más fuertes. Y esta fórmula se permaneció en la literatura de terror sin repensarse demasiado.
Me pregunto, de la misma manera que Cereijido, qué sigue ahora. Hacia dónde van a moverse los paradigmas de las malvadas ahora que el poder deja de estar centrado en la fuerza y se transforma en la inteligencia (ojo, nadie dice que las mujeres son las inteligentes y los hombres los fuertes; pero replantear los modelos ha generado cambios de lo más interesantes).
Surge otro dilema que llama la atención, ¿cuáles serán las herramientas de la maldad en el futuro de las letras? ¿Quiénes tendrán el poder? Sin duda la llegada de las vertiginosas tecnologías y la manera en la que estamos viviendo las sexualidades y los géneros abrirá un espacio fenomenal para aquellos que se arrojen a buscar personajes femeninos nuevos, con contradicciones jugosas y mentes retorcidas, de esas malas malísimas que esperamos, con tanta hambre, lleguen pronto a nuestros libros.