Tierra Adentro
Ilustraciones de Mr. Poper Nicolás Marín

Podría hacer volutas que se confundan con mi rostro mientras escribo. Las figuras podrían recordarme episodios importantes de mi vida o carecer de sentido alguno. En su falta de permanencia podría agrupar mi inquietud y seguir fumando sin escribir nada ni preocuparme por hacerlo. Incluso podría dejar de escribir. Yo podría fumar muy bien, con naturalidad, fluidez, pasión y, sobre todo, elegancia; pero he sufrido ataques de asma: cierres de garganta y dolores de cabeza propio de asfixias momentáneas, instantes en los que, por más que aspiras, por más que abres los ojos y la boca y respiras con fuerza, no hay aire que alcance; asfixias en las que cada bocanada es como la poca gasolina que mantiene encendida la farola de gas de ciertas estaciones de construcción que parecen abandonadas de noche, pero donde secretamente el trabajo prosigue.

Lezama Lima, quien fumaba a pesar de su condición, y Proust, que no fumaba, eran, también, asmáticos, como mi abuelo paterno y como mi padre. Aunque en realidad ya no formo parte de esa cofradía: hace años no sufro una disnea. Aun así, mi manera de leer y escribir se entrecortan, hacen pausas donde no deberían. Se detienen. Entonces pienso que la gloria o el mérito de ciertos escritores consiste en escribir bien; el de otros, en fumar bien. Mi caso no es ninguno de los dos. Y recuerdo: de niño estuve internado en un hospital debido a una crisis asmática septembrina que sentí terrible y eterna, pero en realidad fueron pocos días. Pienso en la canción de los Babasónicos que habla del destino trágico de las personas abandonadas en manicomios por un dios temperamentalmente frágil que prefirió vivir como un mortal más y, al intuir ese abandono, intentan sortearlo fumando. También recuerdo que, hospitalizado, cada vez que levantaba el brazo izquierdo la sangre salía de mi cuerpo, escalando por el catéter conectado a mi muñeca izquierda. Ingresar a un hospital y recibir oxígeno de una máquina es como marcar puntos suspensivos en una historia. Fumar es otro tipo de puntuación, una que rehúye de la vida y se instaura entre paréntesis, como disquisición y divergencia, como pausa.

Nunca he fumado ni medianamente bien. Nunca he fumado una cajetilla completa en una noche de fiesta, y en horas de estrés prefiero morderme los labios y balancear inquietamente mis pies, mientras muevo los dedos de mis manos con impotencia. Y aunque intuyo que podría fumar bien —fumar con pasión y elegancia, haciendo de cada cigarro una pausa en mi vida; de la espera y la tardanza, un arte; de mi obstinación por el orden, un pretexto para divagar y repensar los vínculos entre las cosas; de mi deseo de escribir, un gusto por la desaparición; hasta el punto, como escribió Julio Ramón Ribeyro, de confundir mi historia con la de mis cigarros— nunca he fumado un cigarro completo.

El último fumador del mundo está esperando a que lo maten; comienza un cuento Yasutaka Tsutsui. Acorralado en la azotea de un edificio de treinta pisos, resiste los ataques con bombas lacrimógenas de los helicópteros de las Fuerzas Aéreas de Autodefensa que lo rodean. Pronto disfrutaré de mi último cigarro, mi última muestra de resistencia, piensa el personaje de Tsutsui. Ese fumador es novelista, y pienso que, en secreto, también escribe poemas que no enseña a nadie; una vocación que puede desconocer hasta su autor. Por televisión, por internet y, gracias a la narración de la radio, el mundo se entera que el último fumador ha puesto tres cigarros en su boca y los ha encendido todos a la vez; hace diez minutos hizo lo mismo con dos. Los círculos alrededor de él acortan su circunferencia en cada ronda; en cada ronda él aumenta el ritmo de las inhalaciones y exhalaciones hasta casi desmayarse. El mundo no lo sabe pero al personaje le quedan tres cajetillas y no piensa morir sin fumárselas; o piensa morir fumándolas, caer desmoronándose del edificio con los cigarros sujetos a su boca, para que la silueta a contraluz de su cuerpo, con el humo que expide, se confunda con el atardecer de Tokio y se desplome sobre las personas que observan la cacería con binoculares y morbo desde la calle. Reticente a dejar que la larga cadena de fumadores finalice [1], tercamente resiste y, como un acto de desprecio a la extinción, él, el último de todos, tira la ceniza de sus tres cigarros desde la orilla de la azotea. Esta se propaga en el aire y sobre las cabezas de los que están abajo, esperando el final. Un nuevo y último bautizo de ceniza, piensa, y enciende otros tres.

En algún punto dentro de la ficción de Tsutsui, fumar se volvió ilegal, por atentar contra la salud y el aire. A los fumadores se les comenzó a rechazar, después a perseguir; pero el escritor japonés no dice nada en su cuento sobre la polución de los autos y las grandes fábricas que aceleran el cambio climático del mundo, hoy en día casi irreversible, del que incluso Leonardo DiCaprio habló cuando recibió su Oscar por personificar a un explorador americano del siglo xix que es atacado por un oso y es abandonado, moribundo. DiCaprio resiste. También el último fumador del mundo resiste. Ahora hay una pausa en los asedios. Los helicópteros dejan de acercarse y se alejan porque ha nacido una Sociedad para la Protección de los Fumadores que desea salvarlo de la extinción; pero ello implicaría su encierro, pruebas científicas hasta que se marchite y, en cualquier caso, muera. Al contrario del personaje encarnado por DiCaprio, quien decide vivir, el último fumador concluye que morir es su manera de seguir resistiendo, y salta del edificio de treinta pisos. Su redención está en el aire, siempre estuvo en el aire: la naturaleza de los fumadores es preferir el equilibrio momentáneo, antes de desaparecer. Acaso la poesía, como la que se escribe en secreto y no se enseña a nadie, como la que tal vez el propio narrador hace sin enseñar a nadie, se relacione con el terco quebrantamiento de los cigarros.

 

Piglia creía que por buscar lo leído en la vida y haber encontrado la guerra, el Che era el perfecto lector de ficciones. Yo creo que sus acciones se desarrollaron en paralelo a su costumbre de aislarse para fumar, y en esa distancia transmitió una manera de ejercer la revolución; no mediante discursos, como Fidel, sino desde la reflexión. Uno de los placeres indispensables en la vida del guerrillero es fumarse un cigarro, escribió en su Manual de guerrillas. Que fue como decir: pausar la vida para cuestionar los modelos ficcionales del poder, como un hábito, es indispensable.

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Tose, se dobla un poco, revisa su mano: no hay sangre esta vez. Quizá no es el cigarro, piensa mientras palpa la bolsa vacía de su abrigo, donde guarda las cajetillas. Vuelve a toser y la mujer que cruza la calle paseando dos caniches voltea, lo mira con desaprobación, tapa su boca y nariz, y se apresura como si pasar al lado de un fumador fuera a desencadenar algún acontecimiento violentamente virulento en su salud y en la de sus perros; se lamenta él, un poco, pero lamenta más no tener cigarros. Camina desde la entrada del hospital que acaba de dejar hasta la tienda más cercana, exactamente a tres cuadras en dirección noroeste, y pide una cajetilla que abre antes de que el empleado le entregue su cambio. Cala el cigarro y tose tres, cuatro veces seguidas, iniciando así un proceso químico casi instantáneo que tiene como resultado que se enfade. Puta mierda, ahora no puedo ni fumar, maldice. Tose, fuma y tose alternadamente. El cielo está despejado, voltea hacia arriba al expedir el humo y eso lo tranquiliza: el hecho de que ese día sea cálido.

En este fragmento iba a escribir sobre la correspondencia entre cigarro y enfermedad, o más precisamente entre enfermedad y nicotina, pero no encontré una relación entre ambas que me involucrara en profundidad. Pienso que escribir me compromete al activar una mecánica de asociaciones erráticas invariablemente personales. Me levanto y pienso en la ecuación sobre la que ensayó Roberto Bolaño poco antes de morir: literatura + enfermedad = enfermedad. Sobre lo irreducible del arte ante la vida, que se escapa, que regresa, que destruye desde el oscuro fondo de nuestros anhelos. Tal vez bordeando el acto de fumar escribo sobre una obsesión cercana a la enfermedad o a un síntoma compulsivo que algunos sobrellevan fumando. Yo no fumo, ya lo dije, pero sí soy obsesivo y redundante. Calco ahora algunas palabras de Bolaño, a quien en casi todas sus fotografías se le ve fumando, desde sus años en México en los setenta hasta sus imágenes postreras: viajar enferma. Antiguamente los médicos recomendaban a sus pacientes, sobre todo a los que padecían enfermedades nerviosas, viajar. Aquellos que no viajaban enloquecían; igualmente los que lo hacían. Y continúo solo: también fumar enferma. Beber enferma. En general, vivir enferma. Y la literatura, irreversiblemente, enferma. Pero el cigarro no fue la causa de que Bolaño haya tosido sangre la primera vez, pienso, o tal vez de alguna manera —que no podría explicar y que ya es tarde para que algún médico explique— sí.

Ni del cáncer de mi abuelo materno, aunque en alguna época de su vida sí fumó; fumaba con delicadeza, con naturalidad. De hecho, mis primeros recuerdos con él están mediados por un cigarro: él leyendo el periódico con un cigarro en la boca, equilibrando ambos, despidiendo el humo con la sobrada gracia y levedad que adquieren algunas personas al envejecer. Incluso me enseñó un truco con la bacha encendida: tenías que prensar suavemente con tus labios la colilla y después acomodarla sobre la lengua de tal manera que pudieras cerrar la boca con esta dentro; para finalizar —ese era el verdadero truco— se hacía todo en sentido contrario y se mostraba la colilla entre los labios. Ahora desearía que el cáncer que postró a mi abuelo retrocediera. Pero no puedo hacer otra cosa más que evocar el humo que una tarde, años antes de los últimos días que estuvo hospitalizado, distraídamente llenó el espacio entre ambos mientras esperábamos a mi madre, al salir del cine, platicando sobre las exageradas películas de James Bond.

Voy hacia atrás, voy de espaldas regresando del hospital y el cuchillo ahora cierra la abertura en su abdomen; él regresa a su casa caminando; el cáncer contrae sus ramificaciones y se hace pequeño, pequeñito, hasta desaparecer como una semilla nunca nacida, y lo deja en paz, lo deja fumar; el humo de su cigarro regresa a sus pulmones; y mientras yo observo el retroceso del aire, la ceniza arde, y vuelvo a sentirme feliz por el equilibrio entre mi abuelo y su cigarro, y él lee hacia atrás las noticias del mundo bajo un cielo tranquilo que poco a poco se va despejando de nubes de una lluvia pasada. Sospecho que estoy haciendo todo al revés con este texto, dando la impresión de que tenía todo el tiempo para aprender a fumar pero en realidad nunca lo tuve y nunca me importó haberlo tenido. Voy hacia atrás, y en lugar de tratar de dejar de fumar, recién comienzo.

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No sé qué hacer con mis manos. Mis manos delatan mi fastidio o mi completo interés. Cuando estoy nervioso o emocionado me llevo las manos al cabello. Cuando escucho música, mis manos intentan llevar el ritmo de algún instrumento; si no escucho nada, trato de recordar alguna canción. Cuando estoy excitado mis manos se contraen despacio, como las patas de una araña muriendo, aunque en realidad las arañas me asustan. Pero cuando estoy aburrido, de verdad no sé qué hacer con ellas.

Un amigo me ha dicho que a él le pasa algo parecido, que su hiperactividad la sobrelleva fumando. Desde cuándo comenzaste a fumar, le pregunto. Y me dice que tiene menos de dos años. Antes de esa plática lo había visto lavarse la cara y rasurarse con un cigarro en la boca sin tener que apagarlo; pensaba que llevaba muchos más. Comencé a fumar porque estaba aburrido, me dice después, y yo pienso en la portada del libro de poesía que editó Anagrama de Michel Houellebecq: una fotografía del autor con un cigarro mal prendido y consumiéndose en su boca; su mano derecha se acomoda bajo su barbilla en espera de apartar el cigarro. En la foto él mira hacia su derecha; del cigarro no se ve la colilla, pero un poco del humo se extiende por el rostro del francés. Comparada con la fotografía de la solapa del libro, o con la mayoría de sus imágenes en internet, la imagen de portada me parece mucho mejor: no se ve tan feo como en realidad es. Tal vez sea su mejor foto.

Fui a la tienda, pedí una cajetilla, un encendedor y ahí empezó, me dice mi amigo mientras aplasta la colilla, que lleva en su mano, contra la suela de su zapato y después la arroja al bote de basura. Estaba pasando por una situación sentimental complicada, continúa y, bueno, ya había fumado un poco antes. Entre la sucesión de cigarros apagados, el proceso de olvido delimita la felicidad, escribió Houellebecq. Una, dos, cuatro, ocho caladas. Otras ocho y ocho más. Tal vez se me escapa alguna; no las estoy contando, escribo de memoria. Cuando se acaba el cigarro, pero tal vez en cada fumada y entre cada exhalación, mi amigo olvida un poco más, sus pulmones se llenan y vacían de humo mientras él se mantiene de pie sin mover las manos, casi sin moverse. Después vuelve a hacer el mismo gesto para apagar el cigarro restante y ahora el exhausto recuerdo de su pareja se hace más nítido, imagino, más amargo en la garganta, pero más claro en su distancia agotada.

La poesía se relaciona de alguna manera con el sufrimiento que describió Susan Sontag en uno de sus ensayos, pero ahora no recuerdo bien qué decía, ni dónde.

Antes de escribir este texto, el narrador nunca había pensado en volverse fumador. Ahora que piensa en ello, su narración sobre el tema comparte la naturaleza discontinua e indagatoria del humo de cigarro, acaso laberíntica y con tendencia a no terminar, a seguir ensayando en el aire hasta agotarse en la respiración de otros fumadores y otros escritores, o en la suya. El narrador no se considera fumador, su acercamiento al acto le parece un gesto vacío para refugiarse más en su vida privada, para generar otra complicación superflua de la cual escribir, para dar su opinión sobre el tema, como a veces siente el narrador que hace su generación: vinculando todo a sus experiencias personales o a la falta de ellas, creando, cueste lo que cueste, la imagen que se quiere que los demás tengan de uno. Porque la comunicación ha devenido en lo que la religión fue para Marx y el consumo para Adorno: un límite a la libertad de acción del individuo, como escribió Meredith Haaf.

Comenzar a escribir, piensa el narrador, se asemeja a desperdigar una serie de puntos sobre la página en blanco, sin relación visible entre sí hasta que de pronto, dando un salto alquímico, una línea, o varias, aparecen y comienzan a extenderse entre ellos, conectándolos. Entonces los puntos se convierten en trayectorias que pueblan y saturan la página, como un cuarto llenándose de humo. Y puesto que es necesario fumar para seguir escribiendo, así se ha hecho creer con artificio el narrador, enciende otro cigarro y comienza a describir el dibujo de las cenizas sobre la hoja, ahora más complejo, ahora semejante a una figura geométrica de diez, doce, veinticuatro vértices que entrecruzan sus líneas, y él piensa que regularmente sus textos son un conjunto de inicios truncados, de trayectorias volátiles que pierden consistencia y se disipan enseguida, digamos tres o cuatro segundos después de soltar el humo. Otra bocanada sale y vuelve a pasar lo mismo: el texto inicia, forma una imagen en el aire que, vista con calma, podría ser el rostro de algún escritor, digamos la cara de Bolaño maldiciendo o la de Proust llorando, o la nube de humo podría parecerse, para sorpresa del narrador, para mi sorpresa, al rostro de su abuelo, de mi abuelo. Después: más bocanadas, diez, doce, veinticuatro bocanadas, un cigarro y otro hasta que la cajetilla se termine, hasta que el narrador quiera dejar de escribir, hasta que no quiera fumar más, hasta que la hoja se llene de falsos arranques que compartan una sintaxis entrecortada, llena de ángulos distintos, que vuelvan al texto un prisma, pero que lo asemejen más a una hoja arrugada que el narrador arrojará a un cesto de basura imaginario —imaginario porque escribe en una computadora y lo único que tiene que hacer en realidad es cerrar el procesador de textos sin guardar lo escrito, o seleccionar todo y suprimir las palabras, volver con el improvisado cenicero vacío e iniciar de nuevo:

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Es una cuestión de respiración, contestó Lezama Lima, y volvió a respirar, sonoramente, con dificultad anfibia.

Y otra vez el dióxido de carbono intercambia su lugar en la sangre con el oxígeno inhalado que duplica el tamaño de cada pulmón, haciendo ver más grande la ya de por sí enorme caja torácica del escritor cubano, que ahora se asemeja a algún dinosaurio emolido de mirada moribunda.

Y de nuevo trescientos, quinientos millones de alvéolos expelen el dióxido de carbono que regresa por el árbol bronquial, recorre todas las bifurcaciones que antes dividieron milimétricamente el flujo del oxígeno al interior del cuerpo. El dióxido va entrecortando su camino, formando una columna única que sube constante por la tráquea, sobrepasa la laringe y sale por la boca revuelta con la siguientes palabras, que se empequeñecen
poco a poco mientras cada articulación de la lengua, los dientes y los labios, dejan salir el aire que hizo ver enorme, más de lo que es, a Lezama Lima: el estilo es una cuestión de respiración; y, en mi caso, este se relaciona con mi asma.

Después encendió un cigarro.

Y después dijo, calando muy hondamente el cigarro, volviendo a tomar aire, volviéndose grande y pequeño de nuevo, exhalando el humo del cigarro vuelto colilla de una fumada y aplastándolo contra su cenicero de metal: yo mismo soy el asma, porque a la disnea de la enfermedad he sumado también la disnea de la inmovilidad. Aquí estoy, en mi sillón, condenado a la quietud, ya peregrino inmóvil para siempre, con mi único carruaje que es la imaginación.

Y el humo expedido remontó el aire sobre el escritorio de Lezama Lima y se dividió en dos: una parte se fundió paulatinamente con el aire que respiraría Lezama Lima en otro momento del día o la noche; tal vez un poco más tarde, cuando termine de fumar y de responder preguntas sobre su entrecortada puntuación; horas más tarde, después de escribir varias cartas personales que había postergado meses, y de trabajar en un poema en verso libre, que lo ha ocupado durante semanas, sobre su silencio respecto a los encarcelamientos en Guantánamo; cuando se levante de su cómoda silla, apague la luz y se retire a dormir. Mientras, la otra parte del humo salió por la única ventana abierta en el estudio, la más alta y distante al escritorio, y tomó un camino zigzagueante, desconocido para mí ya que nunca he estado ahí, por las calles de La Habana; levitó durante quince minutos aproximadamente hasta también fundirse con el aire y la brisa del mar Caribe, o con cualquier otra cosa.

Algunos, como Sergio Pitol, venden parte de su biblioteca para viajar; algunos más, como Ribeyro, para seguir fumando. Un personaje de Zambra escribió que al hacer cuentas resultó que
se había fumado una casa. [2]

Nada cuantificable es necesario para considerarse, para llamarse a sí mismo, fumador. Acaso la respiración y una disposición a la soledad. La irrevocable voluntad de alejarse grandes distancias o de caminar de espaldas mirando un punto fijo —ese punto puede ser una persona, un espacio habitado, o la idea falsamente fija que se tiene de uno mismo.

Este último cigarro puede que sea la concentración de todos los cigarros que he fumado en mi vida; después de este cigarro dejaré de ser fumador, se dice una personaje sin cuento que dejará de fumar al acabar la narración; y, mientras lleva dentro y expulsa el humo del último cigarro de su vida, piensa que también se está alejando de algo que lo definió, que lo sigue definiendo a cada calada, y que lo dejará al exhalar la última bocanada del cigarro que ya se termina. Comenzar a fumar puede ser la intuición de que en algún momento la persona que se fue y se es, formará parte de una mudanza futura más grande.

Lo poco que tiene en su departamento en Leningrado, al que llegó después de vivir una temporada incierta en Siberia como exiliado político, no es suficiente para conseguir más papel en el mercado negro, ni precariamente bueno ni moderadamente malo, para liar sus cigarros. El frío compromete el movimiento y la vitalidad de sus extremidades. No le importan mucho los dedos de sus pies, pero los de las manos trata de mantenerlos a una temperatura razonable, de lo contrario no podría escribir más. Y escribir es lo único que lo mantiene medianamente cuerdo en su prolongado confinamiento, obligado por el clima, el Partido y la depresión. Stalin también es un fascista, piensa al encender su último cigarro y comenzar a teclear en la máquina de escribir que compró hace años con sus ahorros como profesor de literatura.

Ahora está solo. Los pocos alumnos y amigos que tuvo están disgregados por todo el territorio soviético; los que sobreviven lo hacen precariamente; los otros, los que murieron por trabajo forzado o al frente de batallas enfrentando al ejército nazi, reposan bajo la nieve que tristemente cubre sendas y campos que en verano son por algunos días verdes, o descansan en fraternidad, eso dice el gobierno, en fosas comunes perdidas. Es posible descansar en tiempos de guerra, se pregunta, y fuma. No es posible descansar en tiempos de guerra, pienso, pero se puede ser terco y buscar momentos de felicidad en épocas desastrosas. Antes, él había sido expulsado de su trabajo y de su vida por sus teorías comprometidas respecto a temas educativos y artísticos, o eso le comunicó el Partido en una carta indiferente y burocrática.

Da otra calada a su cigarro y teclea, con fuerza porque a veces, en los días de heladas, el mecanismo de la máquina se traba. Siempre que escribe lo hace fumando; así que para mantener en movimiento sus dedos esta tarde, para seguir escribiendo, para seguir ordenando sus pensamientos y no perderse, para no sentir tan incisivo el frío, necesita fumar. Es su último cigarro y M. M. Bajtín, a partir del momento que lo termine, será asaltado por un único pensamiento: seguir fumando, continuar escribiendo, resistir la locura. Y no dudará en comenzar a liar su tabaco con las mismas hojas donde teclea, donde están contenidos sus textos teóricos inéditos.

Setenta años más tarde, Enrique Vila-Matas escribirá en su libro Bartleby y compañía, que yo estaré leyendo mucho después de su publicación, sobre un personaje que escribe sus poemas en el papel que inmediatamente después lía y también se fuma, y pondrá en boca de ese personaje que lo único importante es escribir; pero antes, cincuenta años después del último cigarro que ahora se va consumiendo entre los dedos envejecidos y amarillentos del escritor ruso, la teoría de Bajtín, que sobreviva a su necesidad de fumar, cambiará la perspectiva de los estudios literarios, llevando la propuesta de la crítica más allá de la forma y hará dialogar los textos con aspectos sociales a su alrededor; pero nada de esto lo sabe quien ahora disfruta su primer cigarro envuelto en la teoría que arde tan bien y mordazmente se consume más rápido, y que nadie nunca, ni él mismo, volverá a leer, pero eso no interesa: ya la ha escrito y, pienso, eso es lo único importante.

Acabo de encender el primer cigarro que fumaré en mi vida. Antes sólo había dado una, dos, tres caladas, a lo mucho. Todo lo escrito antes sobre el tema se conecta con este cigarro; este punto de fuga final, que es también el punto que sostiene la perspectiva que tengo sobre el tema. Tal vez sea una búsqueda innecesaria y molesta, pienso, pero igualmente vital y desastrosamente perdida, que es como yo a veces me siento.

Este fragmento lo escribo sosteniendo el cigarro entre los dedos índice y anular de mi mano izquierda, equilibrando la ceniza que se acumula arriba. Escribo con el humo frente a mis ojos, entre la pantalla y mis lentes. Pienso que si fuera fumador me llenaría de angustia, que desencadenaría en desesperación, al saber que el cigarro prendido se consume por sí solo mientras tecleo; por sí solo, repito. Para ganar tiempo y fumar más, pongo el cigarro en mi boca mientras transcribo todas las palabras que encontró Ribeyro —y yo completé en mi libreta de apuntes— con las ocho letras de la palabra Marlboro: mar, lobo, malo, árbol, bar, loma, olmo, amor, moro, orar, bolo, broma, robar, rabo, ola, romo, borla, lora, orla, ramo, ropa, paro, proa, lar, ralo, rabo, oro. Naturalmente, esto no es más que un ensayo conmigo mismo.

Un ensayo del hipotético buen fumador que pude ser. De otra forma de inhalar y exhalar. Al crecer con asma, mi manera de escribir responde a cómo aprendí a respirar. A cuando me detengo al hablar y dentro de los textos. A cuando se me termina el aire y debo dar otra bocanada. A cuando doy otra calada o tiro la ceniza del cigarro. Todo implica una pausa. Pienso que no se tiene que elegir entre vivir o fumar, entre vivir o escribir: la vida fumando no es mejor, tampoco peor. Pollock incluyó, literalmente, a la obra y a la descripción de los materiales, el cigarro que estaba fumando cuando terminó de hacer su Número 3. Tigre. Óleo, pintura de aluminio y el cigarro que apagó en el lienzo fueron igualmente indispensables para el cuadro. Tal vez la vida sólo se consume, se fume o no, se escriba o no, pienso. He logrado terminar el cigarro. Aplasté la colilla en mi improvisado cenicero; miré cómo se doblaba por la mitad debido a la presión de mi mano. Se ha terminado el único cigarro que he fumado en mi vida y no entendí su final.

[1] Cadena que se extiende desde los primeros grupos americanos que descubrieron el tabaco por accidente, por embrujo o llamado numinoso, y se dieron cuenta que al fumar la mata seca podían entrar en trances profundos o descansos inducidos; hace un rizo de cientos de años hacia adelante, hasta las primeras sociedades industrializadas de Europa; se fija en el imaginario del siglo XX gracias a la persistencia de las imágenes de celuloide, gracias a Humphrey Bogart y la permanencia de París para dos amantes, la pista vacía y el exilio en Marruecos; y llega a los días futuros, donde se ha prohibido determinantemente el tabaco en algunos países con políticas a favor de una vida más saludable, como Japón.

[2] Fumar sucede en los márgenes. En los rincones. Tratando de separarse de los puritanos que intentan controlar los designios de salud y penalizan el acto. Ocurre a escondidas. De espaldas. Fumar, en la distancia de ese alejamiento, se emparenta con la soledad de la lectura. La soledad del lector es la soledad del fumador, pienso. Y recuerdo las palabras de André Gide, citadas en diversos textos sobre el tema: escribir para mí es un acto complementario al placer de fumar. Sólo que yo no fumo, simplemente me gusta la imagen del escritor como el resultado de un pretexto más fuerte, de una pasión vital, de una escritura vital.

En la secundaria y en la prepa, cuando las oportunidades se presentaban, cuando fumar era ingresar a un círculo atractivo por su desapego a lo establecido y a la invariable comparación con actores franceses decadentes, escritores malditos o rockstars, nunca fumé. En la carrera de Letras, las fiestas a las que iba las calificaba de acuerdo a la cantidad de humo en ellas; unas basaban su éxito de acuerdo a la cantidad de colillas en el piso, había otras que a pesar del humo se regían por el designio de mantener la ceniza y las colillas en latas de cerveza vacías. Cuando uno de mis amigos, que leía siempre fumando, me prestaba algún libro, mi lectura se desenvolvía oliendo el tabaco y observando la ceniza en medio de las páginas que me descubrían pausas en la lectura.

Alguna escritura pensada ágil y leve hallaría su mejor forma al imitar la progresiva desaparición del humo, que sería la imitación de la obliteración de todo lo vivo; es decir, de todo lo que no tiene remedio. Pero ese desapego a las certezas también podría reflejar la frustración que conlleva una forma que se consume y de la que no queda nada. Fumar, pienso, sigue siendo asumir cierto riesgo que se acerca a la iconoclastia. De nuevo, a los márgenes, pero más que a lo marginal, a la inanición de lo material. El abandono como un proceso desde donde recién se comienza cuando algo termina.

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Ilustración realizada por Mildreth Reyes
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Portada de "Operación al cuerpo enfermo", Sergio Loo. Ediciones Comisura, 2023.
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