Cuando escampe
—Tú ya no puedes quitarme nada. Ni el sueño —dijo antes del portazo y echó a andar, doblegada por el peso de la maleta.
Matías salió del auto tras un segundo portazo. Apoyado en el capo encendió un cigarro y la miró alejarse. Se concentró en la línea que dividía el cabello de Ana en un par de trenzas, el único resto de simetría en aquella figura. Los hombros subían y bajaban por el esfuerzo de cargar el equipaje. Ropa cómoda, le habían dicho, sólo lo indispensable. Pero ella se encargó de llenar la maleta de libros y toda clase de fruslerías de las que no podía separarse, una taza gigantesca, el labial rojo, sus fotos, discos.
Las cosas que seguramente llevaría a una isla desierta. Y es que la clínica del sueño era justamente eso, el espacio en medio de la nada donde encontraría paz. La clínica era también la última opción: la evitaron hasta el final.
Ana había dejado de dormir desde el accidente. Ocurrió un mes atrás, cuando viajaba para reencontrarse con Matías después de pasar una temporada con los abuelos. Se quedó dormida al volante. En un abrir y cerrar de ojos, aprehendió entre los párpados la desgracia. Estampó contra un árbol el viejo Ford country squire azul de finales de los setenta. Matías siempre creyó que era un auto demasiado grande para una persona tan menuda. No pudo evitar el dejo de satisfacción al verlo convertido en un acordeón el día de la tragedia.
—Si cierro los ojos lo perderé todo —fue lo primero que le escuchó decir en el hospital, cuando Ana recobró el conocimiento.
Aunque las secuelas quedaron en una costilla rota y algunos golpes, Ana no dejaba de pensar en cómo escapó a la fatalidad por un pelo.
A Matías al principio le pareció lo más natural que continuara asustada, intranquila. Después del par de días que pidió libres en el trabajo para cuidarla, regresó a hacer «garabatos aburridos», como llamaba ella a sus planos de arquitecto.
El insomnio no llamó la atención de Matías hasta que Ana pasó todo un fin de semana hundida en el sofá, confeccionando una manta tipo quilt en la que terminó envolviéndose, como oruga tejiendo su capullo.
—¿Dónde aprendiste a hacer eso? —preguntó frunciendo el ceño.
—Aquí —le mostró una vieja revista de costura y bordado.
Matías se dio cuenta de la gravedad de la situación al ver a Ana 24/7, taza de café y cigarro en mano penando por toda la casa. De pronto la encontraba comiendo cereal en la cocina a horas infames, o la veía entrar corriendo al estudio para contarle lo último que había leído. Estaba llena de una vitalidad inusual durante las noches y era un desastre por las mañanas.
—No puedo creer cuánto tiempo he perdido —decía sonriendo mientras reanudaba su trabajo pendiente, las ilustraciones para un libro infantil. Por todos lados había bocetos regados.
Mientras que antes del accidente tenía horarios definidos para dibujar, ahora era común que lo hiciera en cualquier momento, en servilletas de los restaurantes, tickets del banco, el periódico, y, lo que fue el colmo, en algunos de sus planos.
—Ana —la llamó un día— ¿de qué trata ese jodido libro?
—Niños perdidos en un bosque —gritó desde otra habitación donde a juzgar por los ruidos, estaba cambiando todos los muebles de sitio—. ¿No te gusta? —apareció de pronto, llevando en brazos una lámpara y un cuadro.
—Me da miedo —dijo sin despegar los ojos de los trazos hechos con carboncillo. Los huecos en los troncos de los árboles simulaban fauces abiertas, y al fondo figuraba una criatura monstruosa que según ella era un oso.
—Tú me das miedo —fue la críptica respuesta antes de volver a su labor. Aquella noche, cuando salió al baño y golpeó la rodilla contra un objeto desconocido en la oscuridad, Matías comprobó que, en efecto, Ana había remodelado la sala.
A tres semanas del accidente llovía todos los días. En otro tiempo habrían subido al auto para estacionarse en el mirador donde esperaban a que escampara mientras fantaseaban con construir ahí mismo una casa. Planeaban dormir en un ático y trabajar en la enorme mesa que pondrían en la terraza. Otro tiempo… Y es que ahora parecía que cada uno habitaba el suyo. Mientras que él continuaba sujeto al itinerario del despacho, ella ni siquiera reparaba en si amanecía o caía la noche, los colores del cielo no le decían nada.
Matías comenzó a extrañar el viejo auto. El trayecto al trabajo, el regreso, los viajes con Ana al volante o como copiloto. Comenzó a extrañarla.
—¿The Beatles o The Rolling Stones? —le preguntó cuando se conocieron.
—The Kinks, qué aburrido eres —respondió. El momento justo en que supo que estaba enamorado de ella.
Era lo que más escuchaban en el coche. Ahora The Kinks sonaban exclusivamente en el viejo tocadiscos que le regaló Ana en su último cumpleaños, para que aprovechara la colección de vinilos que presumía en las reuniones con los amigos.
—My girlfriend’s run off with my car… —tarareó Matías mientras contemplaba la lluvia desde la ventana, añorando volver al mirador. Mientras tanto, ella permanecía de pie junto al artefacto, esperaba a que la canción terminara para devolver la aguja al inicio. Sunny Afternoon en un loop que lo estaba volviendo loco. Estaba a punto de gritar cuando la sintió abrazarse a su espalda. Presionó contra su pecho la mano huesuda de Ana.
—Dormiré cuando escampe —le oyó decir y le creyó porque parecía lo único sensato que había dicho en días.
I’ll remember everything you said to me. Por fin escuchaban otra canción.
LOS SUEÑOS
A Matías le aterraba el hecho tan obvio y terrible de que Ana no pudiera soñar. Estaba habituado a escuchar los relatos de sus sueños que desarrollaban un plot con todo y diálogos. Era capaz de recordar detalles, colores. Sueñas lo que amas o lo que temes, según una novela que había leído, le explicó, y apegada a tal idea analizaba toda creación de su subconsciente. Pero en la etapa del insomnio ese mundo se vio invadido. No tardó en darse cuenta de que ambos planos se mezclaban en la mente de Ana.
—La pesadilla está acá afuera —solía decir en esos instantes en que soltaba frases random interrumpiendo las cada vez más escasas conversaciones. Visualizaba cosas terribles durante los breves lapsos en que dormitaba.
—Soñé que te largabas —le soltó una tarde mientras veían una película. Eligió algo de Kurosawa, lo más aburrido que había experimentado en la vida, esperando que tuviera el mismo efecto en ella.
—Ni siquiera duermes —contestó malhumorado.
—Dormí ayer… o antier, unas horas —balbuceó.
—Soñé que dejabas al gato fuera, en la lluvia —le reprochó en otra ocasión. Ni siquiera tenían un gato, Matías era alérgico.
—Soñé que me estrangulabas —fue la gota que derramó el vaso porque, a partir de entonces, se portaba esquiva y desconfiada. Temeroso de que huyera de la casa, adelantó sus vacaciones para vigilarla todo el tiempo.
Cuidar su insomnio no era tarea fácil. Implicaba, naturalmente, dejar de dormir también. No se explicaba cómo Ana podía hacerlo, a él le salía pésimo. Despertaba sobresaltado después de caer rendido en la mesa, en la sala, en el baño, después de haber soñado que ella escapaba bajo la lluvia. Sobresaltado porque no sabía si tendría la voluntad para seguirla.
LOS OJOS
Él quería recuperar las pequeñas cosas que surgieron de manera espontánea y se convirtieron en rituales, como mirarse a los ojos siempre que reían. Cruzar miradas de un extremo a otro de una habitación en reuniones, y tender sobre la multitud un puente invisible.
Perdieron ese código desde que Ana no se quitaba las gafas oscuras ni siquiera dentro de casa. Sus ojos, lastimados, no soportaban ningún tipo de luz. Ahora, infranqueable, se había convertido en una especie de diva caída en desgracia que conferenciaba detrás de aquel blindaje a la hora del desayuno, o se enfrascaba en soliloquios insufribles, robótica, insensible.
Frente al espejo de la boutique, Ana se probaba varios pares de gafas. Pasaba de unas a otras con una solemnidad ridícula. Parecía que elegía su mortaja, o algo que encajaría en su rostro para siempre.
—Le va bien cualquier armazón, qué afortunada —la dependienta de la tienda se dirigió a Matías sonriendo. Pero él sentía que compraban una armadura.
La acompañaba todas las mañanas mientras bebía el café. Sentado frente a ella, verla a la cara era ver su reflejo, repetido, estúpido por partida doble, tratando de descifrar si detrás de los cristales sus ojos eran puro odio o, peor aún, si ni siquiera lo miraba.
«¿Hasta qué punto se puede decir que la mirada de un ser humano es algo físico?». Una de las primeras noches, Ana se devanó los sesos hasta recordar en dónde había leído aquello. Sábato, por supuesto. Sentada en la cama, mientras Matías dormía a su lado, pensó en lo mucho que pierde una persona al cerrar los párpados. Justo en ese momento, viéndolo así, tan sereno, no encontraba en él el amor que le provocaba. Comprendió que no podría vivir sin ver esos ojos ambarinos, pequeños, donde lo importante no era la profundidad sino, como al asomarse a un estanque, contemplar el reflejo que el agua devuelve. La inmensa tranquilidad de saberse ahí.
Entonces lo despertó con un codazo en las costillas.
—Mírame —le pidió sin darle tiempo de desperezarse.
Pero en la oscuridad de la habitación, Ana fue para Matías una voz hueca y sin inflexión, una silueta, un fantasma.
EL ROSTRO
En una ocasión la sorprendió frente al espejo del tocador, mirándose iluminada por la flama de un encendedor.
—¿Te has vuelto loca? Vuelve a la cama.
—Pensaba en lo poco que conocemos nuestro propio rostro. Está ahí, todos los días, cuando nos lavamos los dientes o nos peinamos frente al espejo. Esta cosa tan cotidiana e increíble que encierra el mundo al revés, el único sitio donde somos auténticos —le decía sin apartar los ojos de su imagen—. Un día, compartía el asiento del autobús con una mujer mayor. Parecía cansada, hasta triste. Le sonreí, según yo con empatía. Pero al ver mi reflejo en la ventanilla, tenía tremenda cara de cretina, un dejo de superioridad injustificado, involuntario. Te juro, Matías.
—Ana, mañana hablaremos de eso, vuelve a la cama.
—Las pésimas fotos de documentos oficiales nos causan tal repudio porque no soportamos la realidad, es peor que encontrarse desnudos. ¿Esa es la pinta que tenemos al caminar por la calle, así nos ve el mundo? Qué horror…
La sonrisa enorme de Ana duró dos segundos antes de abrir paso a un rostro que él desconocía, como si llevara puesta una máscara inspirada en la terrible fotografía de su licencia de conducir.
Matías comenzó a pensar que tal vez los seres humanos almacenamos una serie de expresiones limitadas, moldeadas por la rutina. Ana era la primera y la última imagen del día. Le sabía cada guiño, mueca, podía adivinar qué cara pondría ante cualquier situación. Ahora no podía acostumbrarse a verle una sola expresión, a aquel parpadeo como en cámara lenta, a la sonrisa que se quedaba a medias, a las ojeras, ese cerco hostil en torno a la mirada.
Una vez que te has habituado al rostro de una persona, un nuevo gesto es señal de alerta porque no nos pertenece. ¿Dónde y cómo fue adquirido?
Matías ignoraba que mientras dormía, Ana lo estudiaba. Verlo de tal manera entregado a la nada fortalecía la idea de lo fácil
que sería perderlo. Parecía tan frágil.
¿Era posible que estuviera desvaneciéndose junto con ella? Su cara, que mientras estaba despierto parecía la de un niño, dormido adquiría gravedad. Le fascinaban sus rasgos, que en conjunto creaban su propio juego de luces y sombras. El gancho de la nariz, el filo de los pómulos, la barbilla puntiaguda, los labios delgados, apenas una línea. Pensó que sería sencillo dibujarlo. Con ángulos y líneas era posible construir su imagen, casi en un solo trazo.
Deslizó un dedo desde la frente hasta el mentón, tomándose su tiempo en la curva de la nariz. La belleza es tan simple, pensaba.
EL CUERPO Y LA MENTE
Una noche lo despertó el sonido del agua corriendo. La encontró dentro de la bañera, con la pijama puesta. La vio deslizarse hasta zambullirse por completo, recostarse en el fondo. La vio cerrar los ojos, cosa que no había sucedido en tanto tiempo.
Aterrado, Matías se apresuró a tomarla por debajo de los brazos y sacarla a la superficie. Recibió a cambio una bofetada.
—¿Qué diablos haces?
—Bañarme —respondió con una calma inaudita.
Él retrocedió y, apoyado en la pared, contempló el extraño espectáculo sin decir palabra. Ana se recogió el cabello en dos trenzas que anudó en lo alto de la cabeza. Arrojó la ropa fuera de la bañera. Nada en ese cuerpo le era ajeno, pero con el paso de los días, comenzaba a inquietarle su delgadez. La ansiedad le afilaba los huesos, la convertía en un arma letal en cada abrazo. Los huesos de la cadera, la clavícula, se encajaban en su carne. Sus ojos parecían aún más saltones y la antes imperceptible asimetría del rostro de Ana quedaba expuesta, revelando la forma un tanto más redondeada de uno de sus pómulos.
Temía que desapareciera. Como si el sufrimiento la hiciera pequeña. El esqueleto, su calavera, le ganaba terreno a la piel. Los párpados eran lo único pesado de ese cuerpo. Se acercó al verla inmóvil, esponja en mano. Se sentó en el borde de la bañera, hundió los pies en el agua, uno a cada lado de la cadera de Ana, le recorrió la espalda de arriba abajo con la esponja. Le parecía macabro el sonido del jabón deslizándose a lo largo de las vértebras. Pronto la cubrió de espuma como tantas veces la cubrió de besos, muy lento, completita. Cuando su mano se deslizó entre los senos, cerca del corazón, Ana la tomó para llevársela a los labios y besarla.
—Si cierro los ojos lo perderé todo —repitió.
LA MENTE DE ANA
Cuando sufres insomnio crees que todo fuera de ti duerme. Que eres el único por completo alerta y te sientes inmensamente
solo. Todo duerme excepto el dolor.
La debilidad del cuerpo te recuerda lo perecedero de la carne.
El cansancio es proporcional a lo rápido que trabaja la mente. El cerebro deja de responder al llamado, la mente ignora el deterioro.
El dolor se convierte entonces en el único conector. Debo sentirlo para no olvidar, no partirme y seguir viva.
LA MENTE DE MATÍAS
Yo qué sé si tenemos alma. Es más, no creo en el alma; creo, al menos, que todos los atributos que le adjudican están contenidos en la conciencia. No hay nada de divino en ello. El raciocinio, la voluntad, la inteligencia, no son posibles fuera del cuerpo. Pero la veo desdoblarse, la carne, vísceras y huesos con que comparto el espacio, simplemente están. Su mente se me escapa, no sé dónde anda, ha emprendido un viaje a un sitio donde no tengo cabida.
Ana cree en el alma. Y atendiendo al concepto más básico que de ella pueda tenerse, me temo que la está perdiendo.
¿LA MISMA MUJER?
—Te elegí para dormir contigo todas las noches de mi maldita vida —le gritó Matías cuando Ana estaba a punto de cruzar la reja que los separaba de la clínica del sueño.
La vio detenerse y soltar las maletas. Los hombros, por fin en calma, formaron una sola línea que subía y bajaba con su respiración.
—¿Vas a llevarme a casa? —le preguntó sin volverse. Matías corrió hasta ella, se echó la maleta al hombro, la tomó de la mano y la condujo de regreso al auto.
Emprender en sentido contrario el largo viaje que habían hecho hasta ese punto, pensó, era una segunda oportunidad de encontrar en un mismo trayecto otra salida. There’s too much on my mind, cantaba Ray Davis mientras Matías encendía el motor y la miraba de reojo, and I can’t sleep at night thinking about it…
—¿Qué voy a hacer contigo, Ana? —preguntó sin estar seguro de que lo hubiera escuchado.
—Esperar a que escampe —contestó ella; se hundió en el asiento y en un silencio total que al parecer mantendría durante todo el trayecto.
It’s ruining my brain, I’ll never be the same, my poor demented mind is slowly going. Cansado, echó a andar el auto por la carretera. Se concentró en la imagen del asfalto, lustroso bajo la lluvia, y no detuvo la marcha hasta que fue necesario cargar combustible.
—¿Tienes hambre? —le preguntó en la gasolinera, señalando un restaurante con toldo naranja y blanco, tan ordinario que justamente se llamaba, así, Restaurante.
Matías eligió una mesa junto al ventanal, desde donde pudiera vigilar el auto rentado que hacía aún más triste la pérdida del Ford squire.
Pidió café y el mismo desayuno para ambos. Después de ordenar entabló conversación con la mesera. Hacía tanto que no hablaba con nadie algo coherente, llano, sin enigmas, que de verdad lamentó que la mujer tuviera que retirarse.
Ana garabateaba en un cuaderno mientras bebía a pequeños sorbos el café. Ignoró la comida.
—¿Puedo? —Matías se sorprendió cuando ella no se opuso y deslizó hasta él el dibujo—. Vaya… pobres de los niños que tengan que ir a la cama después de ver esto. A la cama sin dormir… ¿Es lo que quieres, mantenernos a todos despiertos? Ya no es divertido.
Ana se encogió de hombros, dejó escapar una especie de gruñido y le arrebató el cuaderno.
—Está nublado, creo que puedes quitarte las gafas.
—Si cierro los ojos…
—Si cierras los ojos —le apretó la mano hasta hacerle daño— volverás a abrirlos y yo estaré ahí. Todo seguirá tal como estaba antes de esta locura —la soltó cuando se dio cuenta de que comenzaba a levantar la voz. Mantuvo la mirada fija en el centro de la mesa. Miró cómo las manos de Ana se apartaban y volvían al mismo punto para colocar las gafas junto a la taza de café. Matías no se atrevía a levantar la vista. Entonces notó las heridas en las muñecas de Ana: había estado rasgándose la piel, ayudándole al esqueleto a salir a la superficie. No se atrevió a preguntar por qué.
—Ya nada duele —le oyó decir, desesperada.
—Eres puro cuento —dijo y, horrorizado, la vio tomar el tenedor y encajarlo en el dorso de la mano izquierda—. ¡Ana, por favor! —alzó la cabeza y encontró el otro rostro frente al suyo. Sintió que estaba delante de un espejo roto. Aquella mujer, esa imagen cotidiana en la que solía reconocerse, encontrarse, estaba hecha trizas.
Los rasgos de tantas, ojos y cabello oscuros, se alejaban de lo ordinario al sumarse a las peculiaridades del rostro de Ana. Cuando sonreía lo equilibraba todo. Pero esa mueca, la ceja levantada, no le remitían a nada relacionado con su vida junto a ella. No la detuvo cuando se levantó de la silla y salió del local. La lluvia se intensificaba. Ana fumaba bajo el toldo, con un brazo en torno a la cintura, moviendo los pies como si pateara una pelota invisible.
Al abrir la cartera para pagar la cuenta, cayó al suelo una tira de fotografías que se hicieron en la cabina de un centro comercial tan sólo meses antes.
La mesera la tomó para devolvérsela, no sin antes echar un vistazo y sonreír.
—Sí, es la misma mujer, ¿puede creerlo? —dijo Matías, mirando a la Ana de las fotos que colgada de su cuello reía, le besaba la mejilla, mostraba la lengua a la cámara, guiñaba un ojo, mirando después a la Ana que detrás del vidrio se adentraba en la cortina de agua, elevaba la cara y los brazos al cielo. La escuchó gritar como si le estuvieran arrancando el alma. ¿No había sido así?
PEORES TORMENTAS
Where are you going I don’t mind, I’ve killed my world and I’ve killed my time, cantaba Ray Davis cuando tomaron el camino que los acercaba a casa. Ana tiritaba envuelta en mantas, hecha una sopa. Matías fumaba cigarro tras cigarro, encendía el siguiente con el que todavía tenía en la boca.
La tormenta no cesaba. Habría sido mejor orillarse y esperar. Pero impulsado por la desesperación y el nonsense de aquella mañana, Matías enfiló el auto rumbo al mirador. Ana gritaba otra vez, ahora aterrada cuando atravesaban la carretera a toda velocidad y un buen tramo en sentido contrario. Se aferró al brazo de Matías y fue liberando la presión cuando comprendió a dónde se dirigían.
Subieron casi deslizándose la pendiente empedrada que siempre hacía crujir su viejo Ford, cruzaron el bosque de pinos piñoneros, y pronto estuvieron en aquel claro bordeado por setos y rocas muy lisas.
Cuando el motor se detuvo, el silencio no logró imponerse. The Kinks y la lluvia lo impidieron.
—We are not two, we are one… —tarareó ella. Y fue como pronunciar un conjuro. El ritmo de las gotas se hacía lento mientras el auto se llenaba de humo.
Sin mirarla, Matías buscó la mano de Ana y no encontró resistencia.
—Sabes que no sobreviviremos a esto —dijo ella, por fin Ana, por fin la voz que esperaba.
—Hemos visto peores tormentas —le guiñó un ojo. Sintió sobre su hombro el peso de la cabeza de Ana. Reclinó la suya sobre los cabellos mojados.
Ambos cerraron los ojos. No vieron que un rayo de sol conseguía penetrar las nubes. No vieron que por fin escampaba.