Vendrá la muerte (tomará tus ojos)
La muerte es un tema recurrente, casi de todos los días, pero no es personal hasta que impacta contra ti. Es un golpe que llega, muchas veces anunciado, y se declara como definitivo. La primera vez que vi la muerte como algo cercano fue cuando entendí que jamás volvería a ver a esa persona. Tenía 6 años y recibí una llamada de mi mamá para confirmar lo que ya parecía anunciado. Después de algunas cirugías, mi abuelo paterno no lo había logrado. Corrí, todavía con el uniforme de la escuela puesto, hasta el jardín para decírselo a mi hermano. Tenía la urgencia de comunicarlo, como si fuera la noticia más importante de la que me hubiera enterado jamás. Quizá sí lo era. La noticia de la muerte de alguien es la que llega más rápido: se esparce. Tiene una carácter público y privado a la vez. Se habla ante ella con eufemismos y en voz baja, pero es un rumor que se pronuncia en voz alta.
El final de nuestros días es un anuncio explícito desde el principio de éstos. Vivir es buscar la forma de evitar lo inevitable, de postergarlo o de resguardar la vida de otros. En La madre y la muerte/La partida (FCE, 2015), un libro con dos historias magistralmente ilustradas por Nicolás Arispe, se teje fino respecto a la idea de muerte y a esas formas de huir de ella, pero también de acercarse. En la primera parte, titulada La madre y la muerte y escrita por el argentino Alberto Laiseca, una zorra recibe la visita de la muerte en forma de una calavera. La segunda toma al bebé y se lo lleva en brazos, dejando sola a una madre desconsolada. A partir de este punto comienza el camino de la zorra por recuperar a su hijo. Durante el trayecto tendrá que atravesar una serie de obstáculos y experimentará pérdidas. Al llegar se dará cuenta de que hay destinos que son inevitables, que los finales llegan sin preguntar.
En la segunda parte del libro, del mexicano Alberto Chimal, se relata la tragedia de una madre que vio morir a su hijo, quiso oponerse a ese destino y les pidió a los dioses que se lo devolvieran. Parece que ellos le “cumplieron”: lo devolvieron, pero el niño ya estaba en mal estado y se fue poniendo peor, hasta pudrirse. La madre, ante la tristeza de verlo así, buscó una solución para su hijo no sufriera y por fin encontrara el descanso eterno. Lo intentó de las formas posibles, pero fue inútil, lo lastimó sin éxito y ni así lo consiguió. El alma en pena del pequeño sigue rondando por ahí.
Esta compleja obra literaria y gráfica relata dos visiones distintas pero similares en torno al luto de las madres. Ambas protagonistas sufren el impacto de perder a aquellos a los que les dieron vida y deben decidir qué hacer para evitarlo, llegando incluso a considerar intercambiar su vida por la de ellos. Pienso en aquella frase popular que dice que quedarse sin padres es ser huérfano, pero es imposible nombrar con palabras cuando unos padres pierden a un hijo. Es un suceso que siempre se piensa como algo antinatural, como un transgresor del ciclo humano, pero que se vuelve tangible en lo lúgubre de ambos relatos.
Existe una larga discusión informal respecto a la pertinencia de esta publicación para el público infantil. Mi respuesta no es muy certera, es claro que es un tema complicado de tocar en ciertas edades, pero creo que son textos que dan respuestas a contextos violentos, a guerras desiguales donde pequeños mueren frente a sus madres. Durante siglos, los relatos sobre niños huérfanos han llenado las páginas de la LIJ, quizá sea un momento conveniente para dar un giro a estas historias, para mirar y empatizar con otro sufrimiento. Tal vez sea hora de sumarse a una apuesta del Fondo de Cultura Económica por explorar otros dolores, otros contextos de muerte y formas de enfrentarse a ellos. Podríamos empezar levantando la voz cuando hablemos de la muerte. Ya no hay secretos que guardar, sólo ese miedo que nos persigue, al que le guardamos respeto, pues es el enemigo que siempre gana.