Hell’s Kitchen (Parte 1)
Diciembre 15, 1925.
Battling Siki es hallado muerto por bala en el oeste de Manhattan.
Muerto por bala.
En plena calle. Como un perro desparramado sobre la banqueta. Una cáscara. El envoltorio que alguien olvidó depositar en el tambo. Nadie se atrevió a tocar al caído hasta que despuntó el día y la sangre se hizo costra y ya nadie pudo fingir que no había escuchado los tiros romper en la madrugada.
DOS BALAS ENCONTRADAS EN EL CUERPO.
1925: la carne de perro pasaba por res en los mataderos clandestinos del Meatpacking District. No sólo los chinos del Lower East Side: cualquier ciudadano podía paladear un poco de perro sin que esto lo convirtiera en bárbaro. Hoy, entre los clubes de cadena y hoteles boutique inaugurados tras los ochenta en el antiguo rastro de Greenwich Village se alzan aún galpones de doble altura que albergan carnicerías ultra modernas y debidamente reglamentadas. La industria cárnica, lejos de entrar en conflicto con el nuevo rumbo cosmopolita del cuadrado comprendido entre Gansevoort St y la 14 en dirección sur, y hasta el Río Hudson al poniente, añade cierta noción de realidad a unas banquetas que lucen casi palaciegas, sin cochambre, sin grafiti, sin calle.
El primer párrafo de una nota sin firma y publicada al día siguiente de la muerte de Siki en el Times dice: “La muerte se detuvo justo al amanecer sobre Hell’s Kitchen, el barrio donde blancos y negros acechan por igual entre pasadizos y portones a media luz. La muerte contó hasta diez y Battling Siki, quien fuera campeón de los supermedianos tras noquear tres años antes a Carpentier en un ring de Montrouge, no pudo levantarse.”
Cuando le cuento a Annie que en México estamos acostumbrados a la carne de perro me mira con repulsión. Con lástima también, aunque así es como ve Annie. No sabe pestañear sin ser condescendiente. Bien frita es imposible distinguirlas, me excuso. Nos la filtran como res y ni modo. ¿Cat as a hare? Pig in a poke, corrige. Es más, agrego, acaso la carne de perro sea más generosa en lípidos. Pero es difícil constatarlo: hoy los perros ya no amanecen muertos en las calles. Si los encuentran vagando por ahí son trasladados a un refugio. De tener suerte hallarán un hogar, al menos temporal, y si el tiempo pasa y se convierten en parte del problema de espacio que enfrenta la ciudad, vendrán la inyección y la quema a poner un final aséptico con tal de que nadie se alimente de marmoleado canino. Es así: vivimos en uno de los nueve estados donde comer carne de perro es ilegal.
La noticia de la muerte de Siki en el Journal comienza con un plomazo particular: “El pugilista negro que derrotó a Georges Carpentier fue asesinado por la espalda. Dos balas calibre treinta y ocho fueron descubiertas entre la primera y tercera lumbar. Los médicos forenses aseguran que Siki estaba intoxicado al momento de los hechos”. Por ningún lado se menciona que fue el primer campeón negro del orbe ni el primer musulmán en conseguir un título intercontinental.
El invierno pasado una vecina de Washington Heights recibió una condecoración por salvar a Charlie, un ovejero cruzado y pintón, de morir congelado en Highbridge Park. Se escribieron al respecto numerosos reportajes. Este tipo de noticias me hacen recobrar la fe en la humanidad, dice Annie para abrir charla durante una cena organizada en casa con el fin de presentar amigos mutuos y que, como nuestra relación, tampoco prosperó del todo. Le gustaban los cuentos positivos a Annie. Los que tienen arco de aprendizaje o consiguen ponerla de buenas a precio de hora. Conmovida, la mesa entera pide a Annie que elabore. Es así: la buena samaritana sube a Charlie a una camioneta y lo lleva al veterinario. Tiene diez años y una enfermedad degenerativa, le dice el doctor. No sobrevivirá el invierno si se queda afuera. Por ello, para evitar que vuelva a exponerse a temperaturas glaciares, la mujer decide adoptarlo. Luego abre una cuenta en GoFundMe e inicia una colecta para pagar los cuidados y medicamentos de su nueva mascota. En menos de una semana la recaudación supera los cinco dígitos y la fama del tándem prospera de tal modo que Charlie y ella se ven obligados a emprender una discreta gira por redacciones y sets de televisión en todo el estado. Algunos comensales suspiran. Milton me mira con sorna. Un colombiano pedante que hunde la nariz en la copa antes de cada sorbo se rasca la barbilla y dice en su british de liceo cachaco: es también, querida, un triunfo para la participación ciudadana y el humanismo digital, por supuesto. Por supuesto, contesto y alzamos todos la copa para brindar por Charlie y el humanismo digital.
Un boletín colgado en el tablón de anuncios del Hospital Lincoln: “Hoy hay más de 60,000 personas sin hogar en Manhattan, el nivel más alto de indigencia desde la crisis del 29. Del total, casi la tercera parte está formada por menores de edad y niños que a diario duermen en las calles o en la red de albergues de la ciudad. Haz algo por ellos. Dona y salva a alguien. Te necesitan”.
Casi todas las noticias que he podido encontrar en la hemeroteca se refieren a Siki en términos similares: alcohólico, pendenciero, extravagante, depravado. No sólo los obituarios o las fechadas en horas bajas. El apogeo de su carrera tampoco le prodigó trato distinto, ni de un sector mayoritario del público ni por parte de la prensa especializada. Sus victorias eran vistas con sospecha, recelo o anuencia. El archivo es amplio: aquí o en Francia, da lo mismo, cada nota dedicada a Siki se las arregla para no desperdiciar la oportunidad de llamarlo “salvaje” o atribuir su estilo atrabancado, de fajador inexorable, a dicha condición. Pero Siki nunca conoció una jungla. No vivía en los árboles. Y aún así, o quizá por ello, por sacarlo de quicio, por caricaturizar cualquier intento de integración y castigar con condescendencia los arranques provocados por las burlas y el escarnio, en el París de la posguerra lo llamaban “Banania”, como el sonriente negrito con fez que hoy aún ilustra las cajas de chocolatada.
Cuando vuelvo del hospital, Annie está dormida. Nuestros horarios rara vez coinciden. ¿Cómo es que tuvimos tiempo para conocernos? ¿Cuándo sucedió? Entonces me pierdo en el monitor. Para no contestar, para no buscar respuestas, me refugio en los números. Se puede acceder a ellos fácilmente porque son sólo eso: números. Por ejemplo, de los residentes en albergues para gente sin techo, el 57.7% son afroamericanos y el 31% latinos. Las causas de su situación son las siguientes, en orden descendente: poca solvencia, sobrepoblación, desalojo, desempleo, violencia doméstica y/o condiciones precarias de vivienda.
La desaparición de Siki fue vista por muchos como el colofón moral de una fábula mal contada. La ineludible impartición de la justicia civilizatoria. Porque, al parecer, Siki no tenía cabida en un mundo como aquel. La ciencia, el progresismo, la belle epoque: ninguna apelaba a los poco instruidos, a los marginados, a los ciudadanos de segunda. Siki se las arregló para llevar todas las miradas hasta su esquina, enfrentando boicots y humillaciones de muy distinta índole. ¿Todo para qué? ¿Para divertir a algunos privilegiados? ¿Para acrecentar la brecha entre opresores y oprimidos? Puede ser. Una práctica que fomenta la degradación del necesitado, la eterna sumisión, la aspiración a los bienes materiales como fin último. Eso dijo el colombiano, durante la cena, cuando salió a colación el tema. Porque siempre sale. Y debo asentir, entonces, conceder: sí, una franja delgada, inexistente casi, uno entre mil, digamos, llega a campeón de algo. El resto ni siquiera contiende. Se pierde en el camino. Los bares están llenos de campeones de nada. Muchos terminan tocados antes de comenzar. La mayoría, incluso los que gozaron de una carrera con accidentes mínimos, cuentan con pocas posibilidades tras colgar los guantes. Terminan peor que como empezaron. Directamente en la quiebra o en el siquiátrico o en la tumba. El cuerpo del boxeador ha estado y está en una constante tensión entre la acción individual y el control social. Pero donde cierta clase educada ve un método de vigilancia, un espectáculo de circo o un guiñol harto vulgar sin metáforas viables, el aspirante a boxeador y su entorno encuentran una herramienta que les permite escarbar un margen de autonomía ante la opresión. Una oportunidad para asir su propio destino y reconstruirlo, no conforme a las disposiciones hereditarias, geográficas o de clase, sino mediante la habilidad individual. ¿Será esta negociación más condenable que otras? Más cruel, quizá, pero a la vez más digna. Incapaz de lidiar con la simulada sofisticación y la individualidad selectiva de la época, Battling Siki encarnaba los miedos de una sociedad que sin saberlo estaba dejando el seguro descontrol de los locos años veinte para desplomarse en la depresión que sus propios rankings morales y la crisis financiera terminaron por desatar.
Carpentier es contactado vía cable para dar un comentario sobre la muerte de Louis Phal o Louis Fall o Amadou M’Barick Fall: “PARÍS, Dec. 15 (AP).– Georges Carpentier, quien fuese despojado del título mundial de los semicompletos en 1922 por el finado Battling Siki expresó su consternación por la muerte del senegalés en Nueva York. Es una lástima, dijo el francés, que un atleta tan dotado haya encontrado un final como éste. Las épocas donde los boxeadores podían permitirse farras y parrandas incluso siendo campeones han quedado atrás. Espero que la historia del pobre Siki sirva al menos para aleccionar a los púgiles aspirantes.”
¿En qué momento se abandona Siki? ¿Cuándo fue que él mismo, comenzó a encarnar al tétrico Zip Coon?