Tierra Adentro
Imagen via Marvel.com

La elección de Doctor Strange como materia prima de una película del Universo Marvel parecía, a simple vista, algo extraña. Un poco como lo ocurrido con Ant-man: no se tratan de los personajes con mayor arrastre; adaptarlos implicaba un salto de fe en la maquinaria publicitaria —no precisamente diminuta— de Disney y en las habilidades de sus cineastas. Ant-man, se sabe, compensó esa confianza con creces, con todo y el despido de Edgar Wright. Tras su éxito, el peso sobre los hombros del neurocirujano metido a Hechicero Supremo aumentó de manera considerable.

Así, Doctor Strange se desmarca del estilo visual de la factoría Marvel. Para el ojo, la película es un oasis en medio de la árida planicie del blockbuster marvelita, tan lastrado por la homogeneidad: un rasgo que les permite distinguirse de inmediato pero que también los condena irremisiblemente a una apariencia incapaz de otorgar sorpresas. El personaje lo exigía: creado por el influyente Steve Ditko, Doctor Strange brinca entre portales de energía mientras conjura demonios y trastoca la realidad. Una película sin arrojo visual no habría servido de nada.

El reto, intuyo, era introducir aquellos paisajes protosicodélicos en el inane estilo de Marvel, marcado no solo por la uniformidad plástica sino por una férrea estructura narrativa. La productora fichó al joven veterano —si el oxímoron es tolerable— Scott Derrickson, quien desde el principio de su carrera coqueteó con lo sobrenatural.  Arrancó con una entrega directo-a-DVD de Hellraiser y continuó con las relativamente solventes The exorcism of Emily Rose, Sinister (modesta pero efectiva entrega de la productora Blumhouse) y Deliver us from evil. A su lado, Ben Davis, cinematógrafo; Jim Barr, director de arte, y Charles Wood, diseñador de producción. En ese sentido, Doctor Strange es una interesante muestra de la condición proteica del sistema de producción hollywoodense. Ben David, Jim Barr y Charles Wood, encargados de tres de los puestos centrales a la hora de definir el aspecto de una película, tienen en común más de una producción: la mediocre Avengers: Age of Ultron y la sólida Guardians of the Galaxy. Mientras que en una su estilo visual se encuentra minimizado, en la otra sus capacidades explotan al servicio de una historia que transcurre entre supernovas y planetas en forma de calavera.

Es más o menos lo que sucede en Doctor Strange, que toma lo mejor de Inception de Christopher Nolan —quizá sea coincidencia, quizá no: Jim Barr fue también parte del departamento de arte de esa producción—: la pelea del hotel con aquellos bruscos cambios de orientación, o las mutaciones del paisaje urbano de París, y lo adapta a su propio universo. Es un universo, claro, menos ambiguo, menos rico si se quiere, pero efectivo en el panorama del blockbuster de 2016, tan plagado de medianías. La ayuda, también, que estas mismas condiciones fomentan que su encuadre sea ligeramente más abundante en sutilezas que, digamos, Batman v. Superman: hay cosas ocurriendo al fondo del cuadro, o arriba, o abajo; hay chistes que ocupan la totalidad de la pantalla (y aunque esto parezca una cosa de burda obviedad, no lo es: mírese, por ejemplo, la tendencia al encuadre centrado de incluso una gran película como Mad Max: Fury Road); hay una cierta insistencia en que el espectador descubra más cosas.

Con todo, y pese a estas visibles virtudes, Doctor Strange se siente cómoda —quizá demasiado cómoda— con el molde narrativo impuesto por el Marvel Cinematic Universe, mezcla de clasicismo hollywoodense y apuesta-a-la-segura corporativa. Si bien existe al menos un elemento disruptivo —el engaño por encima de la fuerza bruta, y no diré más por miedo a destriparles la película—, el resto de la cinta parece someterse sin chistar a los parámetros preestablecidos de su universo: el viaje órfico del héroe arrogante; su enfrentamiento con un villano cuya maldad va más allá de lo indecible; la estructura que termina inevitablemente, una y otra aburrida vez, en la destrucción masiva de alguna metrópolis. Si nos paramos desde ahí, digamos, Doctor Strange tiene muy poco, poquísimo que ofrecer al enorme paisaje del blockbuster. Un crítico contrario a ella diría que la película es apenas poco más —o poco menos, si lo apuran— que unos cuantos fuegos artificiales, una bonita máquina de humo multicolor. Un crítico favorable a la cinta, por su parte, quizá opinaría que estos fuegos y este humo valen por sí mismos el boleto del cine. La verdad, como suele ser en estos casos, yace en algún punto medio entre esos extremos.