Velocidad de Shanghái
El aventurero que regresa a Shanghái después de muchos años descubrirá que aquel lugar de arrozales junto a un río ya no existe. En la más occidental de las urbes chinas, cuyos rascacielos compiten con los de Manhattan, el futuro es el presente. Cuando el gigante asiático despertó, esta ciudad aceleró su historia hasta alcanzar una velocidad de vértigo.
Nunca había estado en China, pero cuando desperté en Shanghái tuve la impresión de no estar ahí. Eran las 7:00 de la mañana y me había quedado profundamente dormido. Una hora antes, había aterrizado en el aeropuerto de Pudong. Pasé por migración —un agente palomeó mi visa con su pluma— y subí al Metro. Acomodé la maleta entre mis rodillas y, pum, me quedé dormido. Empecé a soñar: un estanque turbio y lodoso, algas ondulantes y en la corriente flotaba una tortuga que, poco a poco, se transformaba en otra cosa: una criatura con picos y garras; algo así como un dragón.
Entonces desperté.
Abrí los ojos y vi: ventanas traslúcidas y neblina, plástico gris y azul, pasamanos de reluciente acero. Allá afuera: edificios plomizos bajo nubes plomizas que flotaban en un cielo plomizo. Aquí adentro: algunas siluetas de ropa brillante y nueva. Olvidé por un momento dónde estaba. Me limpié los ojos desmañanados y noté que una docena de miradas asiáticas me escudriñaban. Estaba en Shanghái.
Hace 25 años Shanghái no era gran cosa: un puñado de edificios junto al río. Una ciudad provinciana en un país que se había convertido en una provincia del mundo, en actor secundario. El río Huangpu era una estampa perezosa y dominguera. El Bund —la vera del río donde están las construcciones coloniales— se había convertido en una colección de sastrerías y talleres para motocicletas, con algún hotel para los pocos excéntricos que superaran los trámites que exigía un viaje a China. Shanghái no era, para el resto del orbe, relevante. Un sitio de importancia mínima, remoto como un puesto de soldados olvidado en medio de un país inmenso. Una zona adormilada en los márgenes del globo terráqueo.
Y de pronto, un día China despertó de un siglo de letargo y cambió a una velocidad que nadie esperaba. Entre 1988 y 2004, su economía creció 900 por ciento. Es un desarrollo —una transformación social— sin precedentes en la historia del planeta. En menos de tres décadas, 500 millones de personas —la población de Norteamérica— salieron de la pobreza extrema. China pasó de ser uno de los países más pobres del mundo a convertirse en la segunda mayor economía de la Tierra.
En 1952, la escolaridad del chino promedio era de 0.74 años; hoy, la tercera parte de los extranjeros que estudian posgrados en Estados Unidos proviene del territorio asiático. En 1960, China sufrió la mayor hambruna del siglo XX; medio siglo más tarde, es la nación con más sucursales de Kentucky Fried Chicken.
Según predicciones del Fondo Monetario Internacional (FMI), falta muy poco para que esta potencia emergente supere a Estados Unidos como la mayor economía global. La última vez que China ocupó este puesto fue hace 900 años, en tiempos de la dinastía Song. De niño, en la escuela nos contaban que si todos sus habitantes brincaban al mismo tiempo, el planeta entero se sacudiría. China lo ha comprobado sin tener que coordinar una danza nacional: cuando el país dio el salto a la economía de mercado, los efectos se sintieron de inmediato en las fábricas acereras de Michigan, en los puertos de México, en las minas de Angola, en los campos de soya de Argentina…
Quizá por eso me desconcierta que al llegar a East Shanxi Road, en el centro de Shanghái, parece que estoy en una ciudad fantasma: a las 7:13 de la mañana Shanxi es una calle peatonal ancha y gris donde ruedan latas vacías y bolsas de plástico. Parece la avenida principal de un territorio abandonado. Se siente raro estar en el centro de una metrópoli de 20 millones de personas y que todas estén en otras partes. Como toda gran ciudad, Shanghái es una máquina que no funcionará hasta que alguien active el interruptor. Los letreros apagados de las grandes tiendas me llevan a deducir que todo esto abrirá en algún momento y se llenará de compradores. Pero ahora los únicos que paseamos por esta calle somos un barrendero y yo, viajero que arriba en un vuelo de horario inhóspito: un fantasma del jetlag.
Media hora más tarde, los primeros engranes comienzan a moverse: la estación de Metro empieza a escupir filas de abrigos negros y paraguas; me asomo por la ventana de una estación de policías y distingo a cuatro oficiales que fuman; un niño de ocho años camina rumbo a la escuela sin despegar los ojos de un libro de texto; en el McDonald’s veo oficinistas desmañanados bebiendo café. Los sonidos de la ciudad: cinco millones de tarjetas de Metro haciendo bip; 15 millones de personas que bostezan, y 10 millones de despertadores rompiendo el sueño del dragón.
LA CARA FALSA
Se supone que Shanghái no es China; o es la menos china de todas: el puerto que de tan internacional contaminó su identidad. Shanghái: la cara falsa de China, la fachada occidental, el lugar donde los extranjeros se pueden sentir cómodos haciendo negocios o turismo. El sitio donde los mapas del Metro están en inglés y donde la arquitectura característica tiende más al art déco que a la pagoda.
Me lo dicen una y otra vez: «Shanghái no es China». «Si quieres ir a China tienes que ir al interior: Fujian, Hunan, Sichuan.» «Tienes que salir de esta ciudad impostora.»
El símbolo más exacto de Shanghái quizá se halla en el kilómetro y medio de edificios que los extranjeros llaman Bund y los chinos Waitan, la antigua zona de bancos, casas comerciales y consulados europeos que datan de cuando franceses y británicos ocuparon y controlaron este territorio. Se trata de una fila de inmuebles indistinguibles de Londres o Nueva York con un siglo de antigüedad. Hace 100 años, más de uno quedó sorprendido al cruzar medio mundo y encontrar, al borde de un río del Lejano Oriente, construcciones de columnas grecolatinas, torres con relojes, moles neoclásicas. La impresión debió ser similar a la que siente un hombre de negocios que arriba hoy a esta ciudad esperando encontrarse con la China de los caminos de polvo y los campos de arroz, y en su lugar descubre rascacielos que dejan enanas las edificaciones de Nueva York.
La confusa identidad de Shanghái resulta de su turbulenta historia. En el siglo XIX imperó ahí un concepto único en el mundo: la extraterritorialidad jurídica. Los comerciantes extranjeros habían alcanzado tanto poder que decidieron ya no acatar la regla número 1 de todo foráneo que sale de viaje: respetar las leyes y costumbres del país que se visita.
El resultado fue la creación de las concesiones inglesa, francesa y estadunidense. Cada una de ellas era un microcosmo imperial, regido por sus propias normas, sin responder a ninguna autoridad china. Eran sitios donde coexistían lo lujoso y lo deplorable. Un ejemplo: durante décadas las concesiones británica y francesa albergaron la mayor concentración de burdeles del mundo. Mientras que a Bangkok la describían como la Venecia de Asia y Nom Pen era llamada la Perla, Shanghái recibió durante años un apodo infame: La Puta de Oriente.
El control europeo sobre esta región era tal que se decía que el centro del poder político de la ciudad no era la oficina del emperador, sino el Consulado británico. Shanghái no era china, ni colonial, ni puramente europea. Desde el inicio, fue un territorio híbrido. Exigirle ser más china sería pedirle traicionar sus orígenes.
Paseando al lado del río, descubro a unos chinos del interior fotografiándome con sus celulares: para ellos, Shanghái es un punto de contacto con el mundo que está más allá. Un lugar tan exótico que es posible ver extranjeros.
PLAZA DEL PUEBLO
En mi segundo día en Shanghái, despierto a las 7:04 de la mañana y me asomo por la ventana. El cielo es pesado; un vaho amarilloso y tóxico que ondula como una gran neblina: los tosidos de un dragón con enfisema. La polución en China es tan severa que los meteorólogos reportan, sobre todo en meses fríos, el avance de los enormes frentes de contaminación que recorren el continente como huracanes.
Camino por las calles del centro y las escenas asemejan una epidemia o un hospital al aire libre: cientos de espectros que aparecen entre la niebla con los rostros tapados por cubrebocas. La visibilidad es de apenas unos metros, como en un fumadero de opio.
Hoy el espacio público más grande de la ciudad es la Plaza del Pueblo, una explanada en la que algunas plantas y edificios interrumpen el concreto gris. En la plaza hay museos, macetas donde crecen flores y estafadores que se aproximan a los turistas incautos. El parque adyacente es famoso por ser el sitio en el que, cada domingo, madres con hijos solteros llevan fotos de su prole y los ofrecen en algo que llaman mercado conyugal.
Hace 100 años, la plaza fue un hipódromo exclusivo para extranjeros: No Chinese Allowed. Shanghái: la ciudad china en la que, durante casi un siglo, sus ciudadanos eran de segunda y tenían prohibido entrar a los parques, ya ni se diga participar en la vida política.
Uno de los muchos edificios de la Plaza del Pueblo es el Museo de Shanghái. Dada la contaminación callejera, opto por pasar el día ahí admirando jarrones antiguos, esculturas de marfil y papiros pintados con bella iconografía. En algún momento, mientras descanso en una banca, se acerca Cheng, un cincuentón acicalado y de complexión liliputiense, como de muñequito de pastel de boda. Cheng es músico y profesor de inglés, y me habla con emoción sobre sus amigos extranjeros. Quiere saber mi opinión sobre Cuba y Raúl Castro, sobre México y el narco, sobre Estados Unidos y sus guerras. Al poco tiempo caigo en la cuenta de que Cheng me usa como periódico: recibe mis opiniones en directo.
En un país donde el internet se censura, donde la línea del partido controla los temas que se discuten en la televisión, conversar con un forastero es una buena forma de esquivar los firewalls.
CONFUCIO EL INGENIERO
Para ordenar el territorio, el comunismo chino inventó una unidad macropolítica: el plan de cinco años. Este programa dirime prioridades políticas: control demográfico, crecimiento económico, educación, industrialización, saneamiento ecológico. El pueblo se somete a las decisiones con obediencia marcial. Los lineamientos revelan que los gobernantes intentan controlar el flujo del país como si fueran las aguas de un río. China entiende algo del tema: construyó la represa de las Tres Gargantas, la más grande del mundo. Gobernar una nación tan poblada obliga a los políticos a pensar como ingenieros. «Solos somos apenas gotas de agua, pero juntos somos el Yangtze», reza un viejo eslogan comunista. El partido presume hacer eso: controlar el cauce de las personas para llevarlo en una sola y poderosa dirección.
El confucianismo es la religión predominante en China, pero es más una filosofía que una serie de escritos sagrados. Aunque se prohibió durante tiempos de Mao por formar parte de las «viejas ideas», algunas lecciones se preservaron: el confucianismo enseñaba a venerar a los padres. Mao Zedong aprovechó esto y se convirtió en el padre simbólico al que todo chino debía someterse.
La obediencia irrestricta a la autoridad es perversa, y en China sirve para impulsar el proyecto económico. Al gobierno le basta poner un dedo en el mapa para expropiar tierras y sacar a las personas del camino. Esto, que en los años sesenta sirvió para redistribuir tierras a favor de los campesinos, funciona ahora para tender las vías de los trenes de alta velocidad encima de campos agrícolas, construir represas que inundan aldeas de 100 mil personas y convertir barrios antiguos en centros financieros. Para beneficiar al gran capital chino, pues.
El ingeniero calcula a partir de fórmulas inamovibles. Para ser dignos de convertirse en ellas, los individuos deben ser predecibles y obedientes. «El clavo que sobresale merece un martillazo », reza un viejo refrán chino. El pragmatismo de Confucio se volvió justificación para un nuevo tipo de ingeniería social: una donde la persona se sacrifica en aras del crecimiento económico.
REINTERPRETANDO EL OBELISCO
A principio de los años noventa, Pudong era un parque junto al agua, unas casas de madera y estanques con arrozales. Hoy se ha convertido en la concentración de rascacielos más impresionante en el mundo fuera de Manhattan. Contrario a Nueva York, que permite en sus edificios contemplar un siglo de progresión formal —del funcionalismo al modernismo y de ahí a la estructura posmoderna—, Pudong es un conjunto de falta de atributos: construcciones de vidrio y acero que, más allá de sus alturas estratosféricas, carecen de pretensiones estéticas y no dialogan con el pasado: más que obras de arquitectura, son desplantes de ingeniería.
En Pudong las torres se erigieron a una velocidad extraordinaria. La primera, que data apenas de 1994, fue la Oriental Pearl Tower, una aguja gigante que atraviesa tres perlas de vidrio. Le siguieron la Torre Jin Mao, de 454 metros, y el Shanghai World Financial Center, que parece un destapador de medio kilómetro de altura. En 2015 se inauguró la Shanghai Tower de 632 metros, la segunda edificación más alta del mundo. Cada rascacielos es un atractivo para lo que Michel de Certeau llamó voyeristas de ciudades. Desde los miradores en el piso 130, los transeúntes adquieren dimensión microscópica; hormiguean las banquetas y los parques como columnas. La única forma de totalizar el tamaño de aquello que excede lo que la mente entiende es reduciéndolo. En China, país de mil millones, la única forma de comprender la escala de lo gigante es mirando desde lo alto.
Pudong no nació del sueño de un arquitecto, sino de los terremotos de la historia. En específico, surgió como respuesta a la perestroika y las manifestaciones estudiantiles de Tiananmén. A finales de los ochenta, las utopías socialistas de Europa se desmoronaban en cadena. La Unión Soviética fue la primera en fracturarse y le siguió Polonia. La muerte en 1987 de Hu Yaobang, secretario del Partido Comunista de China, incendió los ánimos de los todos chinos que deseaban un cambio social. El estallido ocurrió cuando los estudiantes tomaron la plaza de Tiananmén, en Pekín, con el deseo de sumar a este país a la oleada de cambios que recorrían el mundo.
El gobierno no lo aceptó; respondió a los reclamos con fuego. De las manifestaciones queda el recuerdo de un hombre que reta a un tanque y le exige detenerse.
Las protestas fueron reprimidas, pero no ignoradas. El Partido Comunista chino decidió que la mejor manera de preservar el poder y aplacar el descontento sería mejorando el nivel de vida del habitante promedio. Cambio de época: se pasó del comunismo colectivo al capitalismo de Estado, dictado por las autoridades. Shanghái se reabrió a la inversión extranjera y se convirtió en la sede de las grandes empresas chinas. El partido decidió que la zona de Pudong sería el epicentro del nuevo capitalismo chino. Los rascacielos simbolizan el sistema político por excelencia en el siglo XXI: el libre mercado autoritario.
Hoy estas construcciones son la imagen del poderío económico chino. En la zona rural hay menos retratos de Mao Zedong que fotos de las torres de Pudong. Estas edificaciones son los nuevos monumentos de China: obeliscos socialistas revestidos de acero y vidrio.
EL FUTURO ES EL PRESENTE
Provengo de un país paciente y ceremonioso, donde la política nos enseñó las bondades de la arenga pero no de la acción. En México, el gobierno se caracteriza por la lentitud y los obstáculos burocráticos. Ejemplo: entre 2006 y 2012, en la Ciudad de México se construyó una línea del Metro, la doceava. Fue un acontecimiento nacional. Dos años antes de inaugurarse, cuando no se terminaban ni las excavaciones, las estaciones de la hipotética línea ya se habían incorporado a los mapas oficiales del Metro, confundiendo a los turistas y usuarios de ocasión.
El día de la apertura de la Línea 12, estuvieron ahí el presidente y el alcalde. Tanta pompa es reflejo de la lentitud: en esos mismos seis años, Shanghái agregó siete líneas subterráneas. El Metro de Shanghái, que abrió en 1992, ya supera tanto en número de estaciones como en kilometraje al de la Ciudad de México, que data de 1969.
Shanghái ha cambiado tan rápido, y todo es tan nuevo y reluciente, que ya es una ciudad futurista. «Todo lo que esperaba ver en Tokio lo vi en Shanghái», me confesó un amigo que visitó ambas ciudades. Y sí, Japón se asocia con nociones del futuro utópico: representa el orden incólume de una sociedad perfeccionista, ciudades de 22 millones donde nadie tira basura en la calle. Pero el porvenir al que nuestro planeta se avecina —de problemas sin solución, represivo, hacinado, de economías en competencia y fábricas donde filas de hombres y mujeres producen iPhones a cambio de platos de arroz— es más obvio en China. «El futuro ya existe, pero está mal distribuido», escribió William Gibson. En Shanghái coexisten el autoritarismo más rancio de la centuria pasada con los trenes más modernos del siglo XXI.
El futuro mal distribuido que Gibson profetizó es Shanghái.
SHANGHAI BREWERY
A inicios del siglo XX, la riqueza de China había generado grandes fortunas para muchos europeos arraigados en Shanghái, los llamados shanghailanders. Los extranjeros de esa ciudad gozaban de una metrópoli moderna y arbolada. Los chinos, en cambio, vivían en la miseria y el atraso, y cada mañana el camión de cadáveres hacía una ronda para levantar a los muertos de hambre y frío. El escritor J.G. Ballard, que nació en esta ciudad en 1930, confesó que escribía novelas distópicas para evocar el lugar de su infancia, donde los chinos morían en las calles mientras, en los modernos cines, los niños shanghailanders se divertían con Blanca Nieves de Disney.
Una noche voy con dos amigos —uno ruso y una china— a un restaurante en la ex Concesión Francesa, famoso por sus cervezas artesanales. La carta del lugar presume nachos, fettuccine Alfredo, y cervezas muy poco tradicionales, más bien pensadas para expatriados nostálgicos de la grasa y los carbohidratos. El lugar está repleto de extranjeros: en una mesa cercana, una docena de argentinos discuten un plan de negocios; en una barra, gringas con sudaderas de college football asemejan gringas de cualquier pueblo universitario; en otras mesas hay chinos comiendo pizza y mirando con aprobación a los forasteros, de la misma forma que yo me he complacido en México de estar rodeado de asiáticos en un restaurante chino. Toman los tenedores con la misma torpeza que mis compatriotas toman los palillos y, sospecho, piensan: «El lugar está lleno de extranjeros, debe ser auténtico»
DE LA BICICLETA AL MAGLEV
Chicago y Nueva York prefiguraron el siglo XX; fueron los modelos para la ciudad vertical. Shanghái, en cambio, es prototipo de lo que viene —la metrópoli hipermoderna, desigual: el futuro mal distribuido de la ciencia ficción, donde pobreza y tecnología coexisten. En mi última mañana en Shanghái, abordo el tren que comunica la ciudad con el aeropuerto, y cuyo nombre —Maglev, apócope de magnetic y levitation— evoca un estudio de yoga. Es uno de los trenes más rápidos y modernos del mundo; al tiempo que flota sobre los rieles, alcanza hasta 600 kilómetros por hora. A los pocos segundos de arrancar ya viajamos a 320 kilómetros por hora. Varios pasajeros fotografían un medidor de velocidad, incrédulos ante la velocidad de Shanghái. Miro por la ventana: los rascacielos se encogen poco a poco hasta convertirse en puntitos metálicos y distantes. Ocho minutos después, el convoy hace su llegada al aeropuerto de Pudong.
Antes de que el tren se construyera, el viaje tomaba al menos una hora.
¿Cuántos segundos tardará mañana?