Una sospecha
Más allá de su función comunicativa y práctica, ¿sirve realmente el lenguaje cuando se adentra en la zona nebulosa de la memoria? José Israel Carranza tiene la creciente sospecha de que las palabras resultan equivocas e inútiles cuando intentamos fijar un recuerdo. Al pasado, a fin de cuentas, le somos indiferentes.
Tarde o temprano, las reconsideraciones de nuestro pasado terminan por conducirnos, inevitablemente, a la constatación de lo superfluo de nuestra intervención en los sucesos que le dieron forma. Conforme va solidificándose la espesa materia de lo irremediable —y mientras, paradójicamente, se tornan cada vez más evanescentes las voces, los rostros y los lugares con que podríamos reconocerla—, comprobamos cómo se afirma la naturaleza contingente de nuestra presencia en los días señalados por cualquier razón, y algunos incluso, aunque no siempre lo advirtamos, parecen contenernos sólo por accidente, porque fue inevitable que pasáramos por ahí. Recuerdos en los que figuramos tan desvalidos o inútiles como los árboles a cuya sombra transcurren, como los personajes anónimos y borrosos al fondo, como las palabras perdidas que jamás vamos a poder recuperar; tramos de la memoria confundidos, según van quedándonos más lejos, con las proposiciones que ahora nos hace la imaginación —y que aceptamos sin poder evitarlo—, y ello porque, en realidad, nunca tuvimos manera de participar en el orden de los acontecimientos cuyo decurso nos ha traído hasta aquí.
Hace ya algún tiempo vengo cultivando el propósito —seguramente necio, seguramente inservible— de eludir, tanto como sea posible, lo que he dado en llamar “la obcecación memoriosa”: el hábito de referir continuamente mi circunstancia actual a las historias localizables en el desordenado archivo de mi pasado: a la descontrolada proliferación de datos, argumentos, sueños, anhelos, aversiones, errores y también, como quiere el tango que más de una vez he debido repetirme, mis “pobres triunfos pasajeros”. En el amasijo están entreveradas, desde luego, las penas y las dichas de las que nadie se ve libre, y que el mismo río se lleva por igual. No se trata de aspirar a la erradicación absoluta de las informaciones disponibles acerca de mí —de algo deben de servirme, quiero suponer—, ni tampoco es la ingenua pretensión de soslayar o dar la espalda a cuanto haya hecho o me haya ocurrido, pues a menudo tengo ocasión de corroborar —como le sucede a cualquiera, quiero creer— cómo sin tales informaciones uno se aproxima a la condición de fantasma; por lo demás, ya la muerte se encargará de disolver por completo todo rastro nuestro cuando llegue a cumplir su trabajo de limpieza y olvido. (Y me pasa cada vez más a menudo: en las conversaciones con los amigos, cuando el tedio o el desgano de fabricar nuevas anécdotas nos lleva a reconstruir las que protagonizamos en días idos y crecientemente remotos, descubro con alguna perplejidad cómo he extraviado algunas precisiones, cuando no las tramas enteras, indispensables para que la reconstrucción tenga sentido. No sé si sea correcto buscar las causas de mis olvidos en el mero paso del tiempo y acomodarme a la idea de que la acumulación de recuerdos puede ir convirtiéndose en saturación, y que por tanto hay algunos naturalmente desplazados a las carpetas de lo inservible o lo indeseable. Tampoco sé si mi memoria ha comenzado a fallar por causas que no sean atribuibles a la edad, pero en cualquier caso el fenómeno me sirve para afirmarme en la convicción de que nuestra participación en cualquier acontecimiento menos o más determinante de “nuestra historia” es, cuando mucho, una ilusión de índole accesoria y prácticamente prescindible).
Así, entonces, entiendo que uno no puede sino permanecer inerme —y ojalá impasible también— ante el veleidoso comportamiento de su propia memoria. Joseph Brodsky lo dice de manera inmejorable: “La perspectiva de los años endereza las cosas hasta el punto de borrarlas totalmente. Nada nos las devuelve, ni siquiera las palabras escritas con las volutas de sus letras”. Es en un ensayo donde ha comenzado con esta sentencia brutal: “Puestos a hablar de fracasos, intentar recordar el pasado es como tratar de entender el significado de la existencia”. El hecho es que los anticipos de la amnesia que infaliblemente nos aguarda (agazapada, quizás, en la senilidad, o en el accidente que nos deparara una lesión cerebral; paciente, en todo caso, al lado de nuestra tumba), así puedan parecer triviales o hasta cómicos, constituyen la fragmentaria evidencia de que el pasado será siempre una construcción de nuestra fantasía, de nuestra voluntariosa confianza en sus efectos, y una construcción, desde luego, siempre defectuosa, falaz o, por lo menos, incompleta.
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Claro: el problema de las palabras. Me detengo un poco en él por el presentimiento de que tarde o temprano habré de enfrentar una decepción mayúscula y definitiva si no tomo precauciones ahora mismo. (Quien iba a decirlo: cuando menos estaba dispuesto a ajustar cuentas, de una vez por todas, con un desasosiego que vengo arrastrando desde hace tiempo, salta ahora y se atraviesa en el sendero que iban abriendo estas líneas; por lo visto no va a dejarme sacarle la vuelta, y en estos precisos instantes quizá yo este dilatando con este paréntesis innecesario mi temor de encararlo, e incluso tal vez me lance enseguida a extender por cuatro o cinco renglones más una digresión acerca de la impertinencia acaso implícita en el hecho de reincidir en el pésimo hábito —que siempre he tenido y no habría de abandonarme hoy mismo; con suerte tal vez lo repare en una revisión de lo escrito, cuando llegue, si llega, el punto final que, por supuesto, ignoro donde podré encontrar—, el pésimo habito, digo, de escribir diciendo cómo escribo, y mientras tanto el problema seguirá esperándome, por lo que cierro el paréntesis y mejor veo cuanto antes qué pasará ahora, cuando lo enfrente). Uno, vamos a ponerlo así, cree en la utilidad de las palabras. O, si no cree —tal vez porque ni siquiera se ha planteado nunca la alternativa—, al menos se las arregla sin mayores dificultades con la regularidad con que la palabra no ha demostrado significar “no”, casi siempre, y la palabra sí, casi siempre, “sí”. Jamás faltan las oportunidades de comprobarlo: decimos “Pásame la sal” y la sal llega a nosotros, o “Con permiso” y conseguimos abrirnos paso. O “¿Cuánto es?”, y nos dicen cuanto, o “Te extraño”, y nos devuelven una declaración equivalente o la mirada de incredulidad y el silencio que seguramente nos merecemos —que para el caso es lo mismo—. Pero voy a esto: con más frecuencia de lo que sería saludable reconocer, las palabras demuestran pasmosamente su inutilidad al momento mismo de ser pronunciadas o escritas, y aunque parezcan cumplir inobjetablemente la operatividad maquinal indispensable para la satisfacción de lo inmediato (la sal, abrirse paso), apenas se intenta usarlas para conferir definitividad a un significado, digamos, más complejo —para establecer un recuerdo, por ejemplo: para pactar desde el presente la conmemoración futura de un acontecimiento que suponemos memorable—, casi es posible verlas desvanecerse y desaparecer en la nada de la que provinieron.
Para ilustrar lo anterior quizás convenga desempolvar un pasaje de la Correspondencia sin destinatarios (anotada) de Orfeo López Salazar, antología que reúne alrededor de una quincuagésima parte de las más de catorce mil cartas que este autor escribió a lo largo de cuatro décadas y jamás envió.[1] Se trata de una carta que dice así:
Quién sabe si podrías sospechar que mis cartas están hechas con lo que sobra, lo que puede quedar aparte de todo cuanto verdaderamente tendría que escribirte y no puedo […] Eludo cualquier alusión a ti, a lo que he pensado de ti, y cómo me he obstinado —ya con más cansancio en los últimos tiempos— en cuidar que se pierda lo menos posible. Y no veo que pudiera ser de otra forma: has de estar ausente, como yo lo estoy en las tuyas, en las cartas que no me has pedido que te escriba. Sin embargo, como bien lo has entendido, parece que cada uno sabe que el otro está entendiendo, y así continuamos. […] También me he impuesto no hacerte preguntas, pero de tal modo que no supongas que no quiero saber. El problema es qué creerías tú que yo querría saber; el problema es, como siempre, que lo sé todo; que, como siempre, saberlo todo de nada me sirve. Quizás, para que todo esto siga, sea indispensable que yo no sepa por qué sigo escribiéndote. Y quizás — ahora todo puede suceder, o nada, es lo mismo— alguna vez pueda escribirte, porque tú así lo decidas, lo que verdaderamente debería escribirte, y no estas largas parrafadas armadas con tanta indecisión y tanto vacío. […] De pronto sospecho que estás haciéndome decir más de lo que debería, y pienso en que podrías dejar de responder. Pero ya sé que no escribirás otra vez y que de nuevo quedaré sin saber qué pensar, calculando las palabras precisas y vagas para responderte, armando el vacío que no me pides que vaya construyendo para que no lo veas y no me encuentres en él […].
Su autor comenta:
Ignoro con qué propósito, tuve el cuidado de consignar pormenorizadamente el modo en que las palabras, lejos de despejar ningún enigma y más lejos todavía de facilitarme ningún asidero, propiciaron un desencuentro y me condujeron a apreciar con reverencia las virtudes del silencio. Lo despacho rápido: fue un breve tiempo durante el que fantaseé con sostener una copiosa correspondencia con alguien, y tal era la importancia de dichas comunicaciones que, al principio, me afané escrupulosamente en conferir toda la precisión posible a cada línea, a cada palabra, y en prever cada giro que podría tomar la interpretación de cuanto yo decía. Pronto, sin embargo, caí en la cuenta de que las evoluciones de mi escritura (mi prosa y, tras ella, el trabajo de cálculo, que la lastraba y la envilecía), cada vez más demoradas y concienzudas, partían de una preocupación sostenida e irrenunciable: la altísima probabilidad de que mi corresponsal (que, de cualquier manera, nunca existió) no llegara a entenderme en absoluto. O que llegara a entender cualquier cosa que yo hubiera sido incapaz de imaginar. Ésta es la última carta, que desde luego no envié.
Esta carta me sirve apenas como vestigio para datar el momento decisivo en que me vi despojado de la fe inocente y dichosa que pude, hasta entonces, tener en las palabras —pese a que ahora, a la distancia, yo mismo sea incapaz de comprender qué diablos quería decir. Lo que obtuve al canje, tras renunciar al empecinamiento de despachar sílabas y más sílabas en el necio afán de formular mis razones para nunca comunicarlas, fue una incomprensión que en nada habría diferido de la que habría cabido esperar de perseverar en el balbuceo huero y, por tanto, inservible. Mejor, siempre, callar.
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La averiguación de este asunto, la inutilidad de las palabras, ha terminado reconduciéndome al fracaso del que habla Brodsky, y que hasta hace un rato era el rumbo hacia donde quería dirigirme. Un hombre descubre, repentinamente, que su presencia no es indispensable para que su vida continúe transcurriendo. Intuye que está en ella poco menos que por casualidad, y acaso porque no ha tenido la ocasión de apartarse a un lado; quizás, incluso, porque hasta este momento ni siquiera había pensado en esa posibilidad: omitirse, dar un paso fuera del cauce de los acontecimientos en que está inscrito, detenerse y limitarse a observar como tales acontecimientos prosperan sin que él, con sus aparentes decisiones y con sus actos, se obstine en intervenir. Y parece tan sencillo. No se trataría, desde luego, de una supresión dramática —por tentadora que resulte para intensificar lo radical del experimento—: es claro que, si se mata, no tendrá forma de verificar los resultados. El juego consiste únicamente en desaparecer. Como Wakefield, aunque con algunas sutiles diferencias: no haría falta que se marchara ni que dejara en su lugar una ausencia que, por lo menos al principio, alteraría el orden natural de sus días. Sólo tendría que remover su voluntad; para ser más precisos, el remedo de voluntad con que, hasta ahora, ha venido suponiendo que su vida lo necesita para hacerse e ir aumentando páginas a su biografía —un volumen que, por lo demás, nadie tendría la paciencia de escribir—. Tal remedo de voluntad consiste, precisamente, en las fórmulas económicas que van datando cada uno de nuestros actos: las palabras donde suponemos que quedan las claves gracias a las cuales perviven los mundos por donde atravesamos alguna vez (y nuestras sombras en ellos): las palabras: los conjuros deficientes con que buscamos regresar a esos mundos, tan irrecuperables como inservible sería nuestra presencia en ellos si nos fuera dado visitarlos de nuevo.
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Un vistazo a la película El sacrificio, de Andrei Tarkovsky. En la plegaria que, sobrecogido por “un miedo animal”, Alexander dirige a Dios, le ofrece desprenderse de cuanto ama (su hogar, al que prendera fuego; su mujer, su hijo, sus amigos) si “sólo todo vuelve a ser como era antes, como era esta mañana o ayer”. El personaje entiende que la guerra nuclear está por comenzar, y que con ella sobrevendrá la devastación total, de la que nada podrá salvarse. Y añade: “Enmudeceré y nunca diré una palabra más a nadie”. (Antes, en otro momento, ha declarado: “Dios, que cansado estoy de hablar…! Palabras, palabras!…”). Muchas veces he pensado en este negocio —que el Todopoderoso acaso acepta, pues luego de que Alexander ha caído en un profundo sueño lo vemos asomándose por una ventana al mundo, preservado, por lo visto, de la destrucción, y donde continúa ya la vida a la que Alexander ha debido amputar la suya—: pese a que la renuncia con que cumple su parte del trato es tomada por una enajenación súbita e irremediable pues el hombre quema su casa, huye de quienes se le acercan y, sobre todo, se rehúsa a dar ninguna explicación, me siento inclinado a creer que el milagro, por estupendo que haya sido, salió barato. Puesto así, claro, quizá parezca una frivolidad —y tal vez lo sea—: ¿la salvación del mundo a cambio del silencio de un hombre? Lo dicho: las palabras son moneda cuyo valor esta sobreestimado, y apenas podrían servirnos para dar pretexto a Dios de que despliegue Su misericordia. El caso es que yo, como Alexander, aunque sin el apremio apocalíptico de la circunstancia (y, desde luego, sin las implicaciones metafísicas de su sacrificio), voy acercándome a creer que la prescindencia de las palabras, como no sea para conseguir que a uno le sirvan en un restaurante, que un taxista sepa a donde dirigirse o que todo prójimo se haga a un lado y deje pasar a la voz de “Con permiso”, no puede ser tan lamentable como nuestra arrogancia nos podría hacer suponer. Mis razones, con todo, voy apenas trazándolas, pero es una sospecha cada vez más clara, y va afirmándola cada recuerdo que, por impreciso, se me vuelve inútil: cada evocación de mis propios días donde veo cómo me borro, cómo habría dado igual si yo no hubiera estado ahí.
[1] Autor, también, de un breve libro de poemas en prosa, de un manual de apicultura, de una historia incompleta de su región (la otrora Provincia de Ávalos, que tuvo su capital en Sayula) y de unas memorias personales más incompletas aún, pues sólo abarcan tres semanas de la infancia —si bien su composición le tomó buena parte de los últimos doce años de su vida, como puede constatarse en diversos pasajes de su Correspondencia…—, López Salazar estaba al tanto de que su obra fundamental la constituiría la copiosa producción de cartas que fue despachando a lo largo de cuarenta y un años. Los otros libros fueron, por decirlo así, accidentales y carecen de interés, como no sea para un improbable biógrafo. Nació en 1917, en el rancho El Sorgo, aledaño a Sayula, y aparte de su ocupación al frente de una tienda de abarrotes a las afueras de esta ciudad, de la que nunca se mudó, no se le conoce ninguna otra. Viajó poco, apenas a Ciudad Guzmán, a Guadalajara, a Colima y una insólita vez a una boda en El Teúl de González Ortega, en Zacatecas —como consta en una carta—, y los hechos principales de su vida fueron el matrimonio, las llegadas de los hijos (cinco o seis), una jornada de terror cuando las huestes de Pedro Zamora pasaron por Sayula, durante la Guerra Cristera, y la viudez poco antes de su muerte (murió a causa de una cirugía de hernia mal practicada cuando estaba por cumplir los setenta años). No hay indicios de que realizara estudios más allá de los primarios, y sin embargo llegó a convertirse en un buen lector, gracias en parte al acceso que le brindaba a su biblioteca el licenciado Zacarías Aldrete, notario y cronista de la ciudad, pero también gracias a la voluntad del propio López Salazar para hacerse de libros por vía de una especie de distribuidor editorial con quien trabó contacto en Ciudad Guzmán y que distraía algunos volúmenes destinados a las bibliotecas municipales para vendérselos a él. (Esta pequeña pero sustanciosa biblioteca fue vendida por kilo a su muerte, y se dispersó rápidamente entre dos o tres libreros de viejo de Guadalajara, como llegué a saberlo al buscar e interrogar al respecto a una de las hijas en la tienda de abarrotes, que hasta hace unos diez años aún funcionaba y llevaba por nombre El Inframundo). Las cartas, para las que López Salazar había organizado un escrupuloso sistema de archivo en tres grandes muebles alojados en el despacho acondicionado en la trastienda de El Inframundo, y donde también tenía sus libros, un escritorio generosamente iluminado por un ventanal y una máquina de escribir, merecieron que hacia 1982, cuatro años antes de morir, su autor las cribara cuidadosamente a fin de integrar la selección que compondría la Correspondencia sin destinatarios (anotada), volumen de más de mil cien páginas que un editor tapatío tuvo la audacia de publicar, si bien en un tiraje reducido. La publicación venía presentada por un exordio firmado por el Lic. Aldrete, y es la noticia principal (si no la única) sobre la vida y la obra del autor sayulense. Se trata, a riesgo de ser absolutamente injusto con alguien que prácticamente invirtió la totalidad de su vida adulta en semejante empresa, de un libro tediosísimo e intransitable, la consecución de un fracaso monumental que, sin embargo, en su obstinación tiene su recompensa: la prueba irrefutable de que escribir tanto, tan denodadamente, no sirve absolutamente para nada. Cartas cuyos destinatarios jamás existieron o fueron suprimidos, y en todo caso nunca enviadas, destinadas a desaparecer (literalmente: a la muerte del padre, la hija sencillamente sacó los archiveros a un corral y dejó que el tiempo y el sol y la lluvia y quizás algún roedor reventaran las tablas y regaran los papeles por la tierra que pronto los fue absorbiendo y revolviendo con el rastrojo de un cañaveral aledaño), salvo por las que quedaron preservadas en el mamotreto en cuestión. Yo lo encontré, dónde más, en una librería de viejo en el centro de Guadalajara.