Tierra Adentro

Ya se dijo todo. ¿Y luego? ¿Seguimos hablando de las elecciones, los terrores y las depresiones? Lo que me dejan estas semanas de rigurosa lección es lo siguiente: no nos conocemos. No hacemos nada por conocernos. Buscamos villanos. Nos sorprendemos cuando los encontramos entre nosotros. No actuamos. Estamos petrificados.

Pero no estamos solos. No hemos comenzado siquiera.

Me han hecho una propuesta sencilla e ingenua: juguemos. Conozcamos por lo menos una anécdota del vecino, la compañera de trabajo, nuestros hijos, abuelos o padres. Contemos la propia.

Las reglas del juego son las siguientes: lo que contemos de una u otra manera debe de habernos cambiado la vida. No se vale juzgar las historias que escuchemos. Es nuestra responsabilidad no dejar la anécdota del otro en el olvido. Me parece bien, yo juego. Tendré que regresar unos diecisiete años en mi línea de tiempo. Se escuchan arpas de flashback, humo, murciélagos y todo lo demás…

Estamos en la cancha de basquetbol del Colegio Madrid: “En realidad, Luisa, no eres fea. Podrías llegar a ser muy bonita”, me dice uno de mis amigos, ése al que le gusta quemar cosas y siempre anda echando palomas al escusado. Me acomodo la melena esponjosa y desaliñada. “Sí, podrías ser bonita”, le sigue el otro chamaco, el de los gargajos de colores, “Pero es que eres morena… mira, te verías guapa con que fueras igual pero güera, de ojos azules y, sobre todo, blanca”.

Me recuerdo intentando una y otra vez ser bonita, parecerme a mis amigas, vestirme y actuar como las demás. Pero no soy bonita y por más que trate no podré cumplir con los modelos de lo que “se ve bien”. ¿Fallé?

Toda la secundaria y preparatoria me llamaron “la darketa lesbiana”; le saqué provecho al apodo. Pero hay una verdadera razón para compartirles todo esto.

Actualmente ser raro, único, distinto, ateo y excéntrico está de moda. Hace diecisiete años los modelos a seguir eran otros; lo “bueno” era parecerse a la ganadora del concurso de belleza, a Christina Aguilera o a Britney Spears antes de su colapso y su calva.

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¿Quieren que regresemos cincuenta años la discusión y revisemos los modelos a seguir de aquel entonces? Ya será otro día, los políticos se han encargado de hacerlo por nosotros.

El asunto es que no me sentía parte de absolutamente nada. Estoy segura de que esto mismo lo sentimos todos, es parte de crecer y de formar (deformar) nuestra identidad. ¿De qué modelos nos agarramos?

En mi décimo tercer cumpleaños (el 13 de la buena suerte) mi mamá me regaló dos libros que cambiaron mi vida y que casualmente vienen a cuento con los tiempos oscuros que vivimos: Otra vuelta de tuerca de Henry James y Frankenstein, el moderno Prometeo de Mary Shelley.

Hacía años que no volvía al texto de Henry James. Vaya que nos viene bien en un 2016 en el que no hicimos un esfuerzo por leer la historia debajo de la historia. Nos confiamos de encuestas, medios de comunicación, nos confiamos de las voces de los otros sin hacer el ejercicio más sencillo que nos propone la narrativa: eso que ves siempre tiene una, dos, múltiples lecturas; eso que ves, nunca es. Y claro, ahora estamos sorprendidos con los fantasmas del racismo, la xenofobia, la misoginia y la violencia de nuestros países vecinos. ¿Ya hicimos un esfuerzo por analizar la propia? Sí, te hablo a ti, amigo misógino y homofóbico que piensa que el matrimonio igualitario no es un tema relevante en el país, que se ríe de las “madres luchonas” y que todavía cree que gritar puto en el estadio no le hace daño a nadie.

Ahora bien, ¿por qué releer a Shelley en 2016? ¿Por qué seguir hablando de lo mismo doscientos años después?  Mi respuesta, como siempre, es ¿por qué no? Mary Shelley fue una guerrera, de madre feminista, que le ganó a todos los hombres que la hicieron sentir menos humana, menos relevante o talentosa; que intentaron despojarla de su escritura y de su condición criatura. Shelley ganó. Sigue formando leyendas y dotando de esperanza a los jóvenes que a ella se acercan por primera, segunda, quinta vez. Recuerdo decirle a mi madre “Cuando sea grande quiero ser como ella”. Ella, mi madre, y Shelley fueron mis modelos a seguir; lo siguen siendo.

En tiempos como estos hay cientos de cosas que me asustan. Una de ellas es que mi hija crezca con ese miedo que yo tuve durante años de ser diferente, que encuentre modelos heteronormativos que la opriman, que no conozca la rebeldía, que esté asustada.

Ante esa tremenda incertidumbre que a veces se apodera de nuestra cabeza, sugiero volver a nuestros héroes de los cuentos y las novelas, a que narremos nuestras historias y, sobre todo, a que escuchemos… a que conozcamos a ese “otro” en lugar de incendiar su molino.