Tierra Adentro

Ilustración: Liz Mevill

 

Se ha dicho que su obra es de difícil acceso e incomprensible; pero se trata, en realidad, de un proyecto literario capaz de expandirse, a través de la incorporación de otros autores y tradiciones.

 

I

La literatura es una búsqueda que se realiza a lo largo de muchos caminos que nunca se transitan en soledad. En cada palabra, en cada argumento, en el personaje que parece salir de la página para guiñarnos un ojo, resuena el eco de otras escrituras y sensibilidades. Esta cualidad, que en muchos autores podría pasar desapercibida, es en Esther Seligson (1941-2010) rasgo fundamental y punto clave para compenetrarse con su escritura.

Al igual que Edmond Jabès, Seligson reconoció el poder casi mágico de la palabra literaria, asumiendo ese pacto necesario que la escritura establece con su lector como una suerte de hospitalidad implícita en el libro abierto, que seduce desde la primera página y del que nunca se sale indemne. La obra de esta autora es juego y es pregunta, es invitación para volver a aquélla y explorar nuevas rutas tanto por el texto como por uno mismo. Al igual que Jabès, Seligson apela a la sensibilidad, la intuición y las referencias del lector para que el diálogo con su obra sea siempre una pregunta sin respuesta definitiva, una duda que cada vez nos lleve por rumbos distintos.

Quizá por eso se suele decir que su obra es de difícil acceso e incomprensible: una escritura capaz de expandirse en su poder inquisitivo, a través de la incorporación de otros autores y tradiciones, y según las semillas del sentido que el lector ponga en el surco de cada página, siempre será susceptible de múltiples reinterpretaciones. En toda la obra de Seligson encontramos un modo de mirar al otro que apunta a crear un pacto de solidaridad con la libertad de pensamiento del lector.

 

II

«Portentosa mitógrafa», «falsa historiadora», «urdidora de mentiras piadosas», «sastre remendón», «archipiélago de islotes con pretensiones continentales», «pegamento de fantasmas desnudos y dispersos», «quimérico museo de formas inconstantes, montón de espejos rotos»: éstos son sólo algunos de los epítetos que Néstor A. Braunstein utiliza para caracterizar a la memoria, pues para él no es más que un artilugio con el cual inventamos un pasado, una identidad más o menos decorosa según nuestros intereses, y perfilamos una imagen para la posteridad. En parte, tiene razón: ¿quién puede confiar plenamente en la memoria?

Sin embargo, también es cierto que recordar implica volver a pasar por el corazón; es decir, reconocer fragmentos de sucesos, emociones, temores y deseos que siguen integrando nuestra experiencia vital y en muchos sentidos nos determinan en el presente. Entre el extremo de Braunstein y la vaguedad de esa otra faceta de la memoria que recuerda lo entrañable, habitan la mayoría de los personajes y textos de Esther Seligson.

Aunada a los sueños, la memoria es una de las grandes protagonistas de su obra. Sus personajes acuden a la memoria personal para volver a ciertos episodios de la infancia buscan en sus recuerdos ese momento que determinó su destino, o simplemente se aferran a la nostalgia de lo que se ha perdido para siempre. Desde los primeros cuentos reunidos en Tras la ventana un árbol (Bogavante, 1969), advertimos esta vocación por recordar, por soñar y por extraviarse en las incertidumbres de ambas acciones. Lo mismo sucede en Otros son los sueños (Novaro, 1973), novela en la que sueño y memoria se conjugan a lo largo de un viaje que es huida y revelación para la protagonista. Muchas veces el recuerdo es más ilusión que certeza, pero es lo único que queda al pasar del tiempo; por eso el regreso de los personajes a ese ámbito ambiguo del pasado estará poblado de imprecisiones, vaguedades y dudas, semejantes a las del universo de lo onírico.

La incorporación de las imprecisiones del sueño y la memoria configuran una escritura que, desde estos ámbitos, intenta apelar a la intuición y a la asociación libre que el lector pueda establecer con este juego de evocaciones. Si en Otros son los sueños la memoria y el sueño conforman un viaje, en otros textos se perfilarán como un regreso a la infancia y la adolescencia («Jardín de infancia», «Por el monte hacia la mar», «Un viento de hojas secas»); como una remembranza del amor («Luz de dos») e incluso como una estrategia para contar los mitos clásicos desde una perspectiva distinta, como en la recreación de los amores entre Penélope y Ulises en Sed de mar (Artífice Ediciones, 1987).

Quizá uno de sus libros más sugerentes en esta línea memorística sea Todo aquí es polvo (Bruguera, 2010), en el que la autora recupera imágenes, sueños, lecturas, emociones, pensamientos, recuerdos de viajes, y los conjuga en un solo volumen de memorias, como un testimonio de esos rastros de su vida que, si bien están articulados como un discurso autobiográfico, no pretenden ser una versión definitiva, sino apenas evocación del polvo dejado en el camino. Aun si la respuesta de la memoria es ilusoria, lo que permanece en la narrativa de Seligson es la posibilidad de reunir los fantasmas y regresar a ese «quimérico museo de formas inconstantes», pues a pesar de su tendencia a la fabulación, la memoria es lo único que nos queda de la experiencia del pasado.

 

III

El mundo no es un juego divino: es un destino divino, dice Martin Buber. Un destino al que se puede llegar identificando lo que en cada ser humano hay de trascendente. Tal vez resulte aventurado afirmar que esta consigna es la que subyace en la propuesta literaria de Esther Seligson; o tal vez no, si atendemos a la imperiosa presencia del mito en su obra y a las búsquedas que ella identifica en otros autores.

Su obra poética, narrativa y crítica tiende a incorporar a cada momento elementos tomados de mitos clásicos, textos sagrados y de otras tradiciones. A veces lo hace de forma explícita, como en «Eurídice», «Antígona» «Electra», «Orfeo y Eurídice» (incluidos en Indicios y quimeras, UAM, 1988), «Tiresias», «Eurídice vuelve» (en Toda la luz, FCE, 2006). En estos textos los mitos clásicos regresan atravesados por los recuerdos de cada personaje, pues cada uno vuelve a contar el argumento ya conocido, pero con algunos titubeos, dudas, rencores, temores, pulsiones que no conocíamos y que logran transformarlos en algo nuevo. Resulta que Orfeo no descendió a lo más oscuro del averno, sino que permaneció paralizado de terror y fue la misma Eurídice quien le dio muerte; Tiresias, al final de su vida, le reclama al dios de la tradición judeocristiana su compasión para con los humanos; Electra no es tan devota de su padre como de la pasión erótica que han despertado en ella las doncellas, su madre y su hermana; Eurídice es una viajera que debe decidir entre abandonar o seguir cargando su maleta: un simbólico equipaje conformado por siglos de represión y matanzas, desde los tiempos bíblicos hasta los de los cátaros, los judíos y la Inquisición.

En otros textos los mitos aparecen de forma implícita, a través de cierta carga simbólica apenas aludida. Así Seligson incorpora figuras del tarot, nociones sobre el lenguaje derivadas de la cábala, interpretaciones personales del hinduismo, del I Ching, del budismo zen. Esta tendencia a lo ecléctico deriva del reconocimiento de que en todas estas tradiciones existe una misma búsqueda de reconciliación con algo que va más allá de lo humano, y que podemos ver en poemarios como Alba marina (Ediciones Sin Nombre, 2005), Rescoldos (Ediciones Sin Nombre; Ediciones Casa Juan Pablos, 2000) y, sobre todo, en Negro es su rostro (FCE, 2010), en el que la autora entona un canto a la diosa madre en sus distintas advocaciones. En esta reconfiguración de los mitos hay una voluntad reconciliatoria, como si al volver a estas historias milenarias, ahora parcialmente adaptadas a lo contemporáneo, uno pudiera vincularse de nuevo con ese destino divino inherente a lo más recóndito del alma humana.

En las lecturas críticas de otros autores, Seligson va reconociendo búsquedas afines a la suya: en Virginia Woolf destaca esos momentos de ser en los que se revela el vínculo del todo con las partes, la esencia de la realidad y de las cosas del mundo; en Proust identifica un modo de iluminar o esclarecer la vida y hacer de ella algo estético a partir del lenguaje; en Beckett encuentra la insuficiencia de la palabra y el enfrentamiento del escritor con estas limitaciones; en Garro descubre un retorno a la infancia, etapa que ofrece mayores posibilidades de reconciliarnos con el universo de lo sensorial, de la imaginación, de la intuición. De Rilke le interesa la búsqueda del absoluto que sólo es posible hallar en el detalle contemplado por un yo que ha sabido apoderarse de su divinidad; de Jabès, la hospitalidad ofrecida por el escritor a su lector a través del libro. En volúmenes como La fugacidad como método de escritura (Plaza y Valdés, 1988), Escritura y enigma de la otredad (Ediciones Sin Nombre; Ediciones Casa Juan Pablos, 2000), Para vivir el teatro (UACM, 2008) y A campo traviesa (FCE, 2005), Seligson reúne muchas de esas lecturas que, a lo largo de los años, fueron enriqueciendo su propia creación literaria y en las que hallamos algunas pistas para acceder a su obra.

Vista así, la escritura de Seligson es un laberinto inagotable, donde más que encontrar la ruta de salida, interesa apelar —como ella diría— a nuestra necesidad de absoluto y a nuestra sed de ensoñación, para descubrir en cada trayecto nuevos matices, nuevas revelaciones y, tal vez, llegar a reconciliarnos con nuestra porción de divinidad.