Tierra Adentro
Portada de videojuego "Silent Hill 2", de la compañía japonesa de videojuegos Konami.
Portada del videojuego “Silent Hill 2”, Konami.

Joseph Brodsky, en su discurso de aceptación del premio Nobel en 1987 señalaba a la música como una de las artes que ofrece opciones al ser humano: se puede ser oyente o intérprete. Es decir, la música nos brinda la posibilidad de un rol pasivo (aquel que se limita a escuchar) o del rol activo (aquel que la produce).

En aquella ocasión, el nobel ruso también aseguró que la literatura nos lleva, irremisiblemente, al papel activo. En otras palabras, podría decirse que la obra escrita necesita al lector para erigirse a sí misma. ¿Tendrá esto relación con el koan tan célebre del árbol que cae en el bosque, aquel que nos cuestiona sobre el sonido que este produce y si existe cuando no hay nadie para escucharlo?

En ese mismo discurso, Brodsky aseguraba que la literatura (un poema o una novela, citaba en aquella ocasión el poeta ruso) no es un monólogo, sino un diálogo entre el escritor y el lector; una conversación sui generis. Más adelante, el autor de Menos que uno añadía que en el momento dialógico, el lector es igual al autor: la barrera entre uno y otro se disuelve. Es difícil distinguir dónde acaba la labor de uno y empieza la del otro, dado que poseen la misma importancia. Si una gran obra es escrita, pero nadie la lee, ¿qué sucede? Como en el koan, la respuesta es menos obvia de lo que parece.

Brodsky habló de novelas como una de las formas narrativas por excelencia. La novela, en todo caso, surge o resurge bajo los ojos del lector, que también son, por un momento, los ojos del autor: la lectura será única, individual, y de esta manera podríamos decir que dentro de un solo texto yacen en reposo una infinidad de lecturas, dispuestas a surgir. Como si se tratase de un montón de piezas para construcción, el libro ofrece, en cada párrafo, un ladrillo con el que el lector construirá su propio hogar mental y lo llenará con los detalles que haya recogido de otros libro. El autor propone un juego desde la primera línea, y es el lector quien decide cómo llegar de punto A a punto B dentro de la pieza narrativa que se le da. Y si bien se ofrece una opción inmediata, una suerte de manual (trazado por la disposición lineal del grueso de las novelas), siempre está latente la opción de abordar la novela desde otro ángulo.

Podríamos mencionar a Rayuela como ejemplo, una novela en la que, amén de la disposición tradicional (de la página uno pasar a la dos, y así sucesivamente), Cortazar brinda otras opciones para abordar la pieza narrativa que construyó; hace que el lector se vuelva todavía más activo quizá de lo que ya había postulado Brodsky, y así, le da un valor agregado a la obra. Podría decirse que el libro posee la posibilidad de la relectura: se puede regresar a él desde otro punto, con la promesa de, quizá, llegar a un puerto distinto cada vez.

Las formas narrativas avanzan, se diversifican, y se transforman. El celuloide nos ha ofrecido nuevas formas de contar historias, un fenómeno tan inmanente al ser humano. Sin embargo, incluso ante las películas, se sigue teniendo un papel “pasivo”, (una pasividad tintada por algo de actividad como señala Brodsky). De cierta manera, estamos frente a una obra “abandonada”, no terminada y que se completa, a través de su consumo, su contemplación e internalización.

Si hablamos de obras narrativas que se construyen mismo tiempo que el consumidor las explora, la capacidad de construir dos o más historias a partir de una pieza inicial, el papel activo, la obra inacabada, una pieza que oferta la posibilidad de una nueva visión según el camino que tomemos o la lectura que hagamos ¿no estamos acaso hablando tal vez de los videojuegos? ¿No es, en cierta medida, esta expresión creativa una de las que permiten ―incluso exigen― mayor actividad de parte de quien las consume?

Quizá para algunos resulte extraño pensar en los videojuegos como formas narrativas complejas. Después de todo, ¿cuánta riqueza puede haber en avanzar de izquierda a derecha por un mundo lleno de tortugas, hongos y tuberías? Sin mayor detrimento hacia Mario Bros, por ejemplo (cuya finalidad no era ofrecer una pieza narrativa sólida, sino un divertimento eficaz y adictivo), la historia que ofrece no es digna de mención. Si bien es cierto que en sus inicios el videojuego era limitado en cuanto a su oferta narrativa (consecuencia lógica de las limitantes tecnológicas de la época), con el paso del tiempo nos encontramos frente a historias cada vez más complejas, ricas y plagadas de posibilidades.

A través de las mejoras tecnológicas, los creadores de videojuegos hallaron una libertad cada vez mayor en cuanto al desarrollo de escenarios, de personajes y narrativas, por lo que comenzaron a explorar, también, otras historias y, sobre todo, nuevas formas de hacer que esas historias, según lo que hiciera el jugador, se transformaran; es decir, las historias se volvieron menos lineales. Ya no solo era ir de izquierda a derecha, de punto A a punto Z, con mayor o menor fortuna. ¿Qué tal si el jugador elige por dónde ir, qué decisiones tomar, qué enfoque le parece mejor para completar el juego? Y, además de eso, qué tal si estas decisiones, como en la vida real, afectan el resultado del final. A esta característica se le conoce como retronarratividad. Hablamos de escribir al lado del escritor; ser protagonista lector y autor. Es decir, creamos un argumento con base en las opciones que nos ofrecen los diseñadores: escribimos nuestra propia historia con los elementos ofrecidos. Iván Martín Rodríguez, en su libro Análisis narrativo del guión de videojuego, llama a esto la narración ergódica.

Uno de los géneros que más exploró esta posibilidad, no solo en términos de construcción de escenarios, sino en el terreno narrativo, fue Resident Evil (descendiente directo, aunque a veces no reconocido, de la saga Alone in the dark), producto de la mente de Shinji Mikami, donde encontramos una trama que mucho debe a las películas de zombis y del género B anteriores a su lanzamiento en 1996. No obstante, una de las características más importantes era la posibilidad de tomar diversas decisiones a lo largo del juego, lo que alteraba, irremediablemente, el curso de las acciones y el destino de algunos personajes. Es decir, éramos, de cierta manera, autores del juego: teníamos un rol activo. En palabras de un querido amigo: “es como una película de terror, pero tú la controlas”. De nuevo, estábamos frente a obras inacabadas. El juego se construía a la par que nosotros aprendíamos a controlarlo. Ensayo y error como lectores, espectadores, pero también como creadores.

Después de Resident Evil, en un momento cuando el survival horror atravesaba su época dorada, llegaron más experiencias similares, experimentos de estudios de videojuegos que deseaban alcanzar el éxito. Comenzaban, también, los escarceos de la intertextualidad y la conversación con la literatura. Parasite Eve, por ejemplo, retoma la premisa de la novela de Hideaki Sena y se instala en el videojuego. Sin embargo, entre todas las entregas, destacó una en particular. No sólo por su propuesta de terror y misterio, sino por su configuración retronarrativa: Silent Hill (1999). En este videojuego, se apostaba por una trama menos hollywoodense, mucho más cargada de misterio y elementos sobrenaturales. Además, la construcción de los personajes, sus psicologías y la solidez de sus diálogos era cada vez más palpable. Apenas un par de años después, y en esta ocasión, para la consola Playstation 2 llegó Silent Hill 2, para muchos la cumbre de la saga, donde la retronarratividad fue llevada al límite. La intertextualidad con diversas obras y leyendas llegó a un nuevo nivel y se puso al servicio del jugador. Estábamos frente a una pieza narrativa suprema, que podía competir, en cuanto a arco dramático y tensión con algunas de las mejores piezas literarias y cinematográficas.

La saga creció con el paso del tiempo y repitió la fórmula mágica con la que había acumulado fama y ganancias. En 2010, Silent Hill. Shatered memories entró en un nuevo e inusual plano de la virtualidad: el juego cambiaba según las respuestas brindadas en un test psicológico. En una de las pruebas del test, por ejemplo, se le pedía al usuario que dibujara una casa cualquiera y ese mismo diseño era utilizado en el siguiente escenario dentro del juego. La pesadilla se vuelve nuestra, la llenamos con nuestros miedos: ahí donde nada se nos ofrece, salvo la sombra, erigimos los monstruos que más se amoldan a nuestros propios temores. El juego es una obra hecha a cuatro manos, por usar una expresión, ya que en el desarrollo de los videojuegos participan grupos numerosos. El juego jugaba con nosotros, nos permitía apropiarnos de él. Como asegura Iván Martín Rodríguez, ya no se trata solo de un proceso creativo de ida y vuelta, sino de un proceso que consta de “dos idas”: somos tan autores como el autor mismo.

Y aunque Silent Hill no inventó los finales múltiples, (ya numerosos videojuegos, desde antes de la creación del Playstation 1 y del género Survival horror mismo), pero sí los potenció para ofrecer lo que los libros hacen: brindar un valor de rejuego, de revisita: quedan siempre detalles por explorar, siempre huecos ignotos que, dependiendo de la capacidad del jugador (lector), deberán ser descubiertos.

En palabras de Svetlana Alexievich, “los narradores no solo son testigos; son actores y creadores y, en último lugar, testigos”. Presenciamos nuestra obra a la par que se crea, somos testigos y partícipes. Dialogamos con los creadores y, lo más importante, dialogamos con nosotros mismos. Los videojuegos nos muestran, cada vez con mayor efectividad, las posibilidades de una narrativa a la que es necesario inyectarle nuestra propia esencia, nuestras ideas, nuestros miedos y anhelos. Silent Hill nos enseñó las posibilidades de dialogar con nuestros temores y dudas para, posteriormente, volverlas en nuestra contra. Después de todo, si un monstruo existe y nadie está ahí para temerle, ¿de verdad es un monstruo?