Una canción de cuna para Lady Ella
Esta noche en Viena está cantando Ella Fitzgerald
Julio Cortázar, Rayuela.
En el libro When Hitler Stole Pink Rabbit, primera parte de la trilogía autobiográfica de la autora británico-alemana Judith Kerr, Anna, alter ego de Kerr, cierra los ojos en un viaje en tren, aferrada a un conejo de peluche rosa, y se dice a sí misma que para ser artista hay que tener una vida difícil. “Vida difícil, vida difícil, vida difícil…” repite varias veces hasta que se queda dormida y comienza un periplo por la Europa devastada por la Segunda Guerra Mundial, escapando junto a sus padres y hermano y miles de miembros de la comunidad judía de la servicia del ejército nazi. Se pudiera pensar que ésta es una situación liminal —una guerra—, pero no debe olvidarse que las desigualdades históricas, el racismo, el desprecio por las minorías o la lucha de clases siempre han marcado, dolorosamente, a las infancias, y son ellas quienes resienten más estas injusticias puesto que parecieran marcar un sino.
Entre todo el vasto compendio de infamias universales en la historia, a la mente acude el recuerdo de la segregación racial en los Estados Unidos que desde la segunda mitad del siglo XIX estaba amparada en leyes estatales y locales conocidas como “Leyes Jim Crow”, y cuya vigencia no terminaría —al menos en el papel— sino hasta los estertores del siglo veinte; si bien en éste los movimientos sociales se sucedieron en las primeras décadas, personajes como Rosa Parks o Malcolm X sentaron las bases para que se discutiera abiertamente el racismo imperante en la sociedad estadounidense y en el mundo en general. Pareciera inusitado que no fuera sino hasta 1967 que se discutió la Racial Integrity Act, ¡de 1924!, que prohibía en Virginia, entre otras cosas, el matrimonio entre ciudadanos “blancos” y de “color”, entendiendo a aquéllos como cualquier persona que no tuviera trazas de ninguna otra sangre además de la caucásica.
A la segregación racial se enfrentaron, además de activistas y movimientos sociales y políticos, personas que ya fuera por convicción o por conveniencia se empeñaron en, por ejemplo, mezclar audiencias en espectáculos musicales y darles el mismo trato a los artistas, sin importar su “color de piel” y, cuando menos en el panorama artístico del medio siglo estadounidense, comenzaron a señalar las profundas injusticias. Entre ellos podría mencionarse a Frank Sinatra, quien sumó a su Rat Pack a Sammy David Jr.; a Sam Philips, el dueño de Sun Records, que antes de Elvis Presley ya había firmado a varios artistas que no pertenecían al privilegio blanco, o a Barney Josephson, quien fuera dueño del Café Society por diez años —de1938 a 1948– y que se convirtió en el primer centro nocturno en admitir tanto a afroamericanos como a blancos, a diferencia de sus contemporáneos, como el Cotton Club, que aunque presentaba a los mejores músicos afroamericanos de su época como Duke Ellington, Cab Calloway o Dorothy Dandridgr, no podían interactuar con la clientela y mucho menos asistir como espectadores. Según las crónicas de la época, los músicos tenían que entrar y salir por una puerta de servicio y nunca por la principal, hecho que compartía con otros centros de espectáculos de la época. En el Café Society, por el contrario, Billie Holiday cantó, por primera vez, Strange fruit, canción de Abel Meeropol y que habla de los linchamientos de afroamericanos.
Dentro de quienes también se opusieron a la moral imperante de esos años se cuenta a Norman Granz, un nombre que quizás pase inadvertido para la mayoría, pero a quien se le debe la creación de varias disqueras en donde grabaron músicos del calibre de Louis Amstrong, Count Basie, Dizzy Gillespie, Coleman Hawkins, Gene Krupa y Buddy Rich, entre muchos otros. Oscar Peterson, el pianista canadiense nacido en Montreal, dice a propósito de Granz:
Uno de mis primeros recuerdos de este hombre que tanto admiro fue su temeraria presentación de lo que él creía que era el jazz verdadero. Mezclaba todo, desde Italia hasta África y de Jerusalén a Canadá. Su legado musical al mundo es la ineludible sinceridad con la que presentaba a músicos de jazz verdaderamente talentosos, algunos de los cuales no hubieran alcanzado la cima de la montaña de no haber sido por su ayuda y su fe. 1
Norman Granz también fue un férreo defensor de la integración racial. Después del éxito del espectáculo Jazz at the Philarmonics, en Los Ángeles, comenzó a producir espectáculos en donde no sólo pugnaba por que en el público no hubiera distinción algunas, sino que a sus músicos se les pagara equitativamente y tuvieran el mismo trato —que entraran por la misma puerta o que tuvieran los mismos camerinos, sin importar su “color”, por mencionar algunos—. No pocas veces tuvo confrontaciones con empresarios o con policías. En 1947, se cuenta que había rechazado casi cien mil dólares de promotores que no aceptaban sus términos de integración racial. En Norman Granz. The Man Who Used Jazz for Justice, de Tad Hershorn, Granz cuenta que llegaron él y los saxofonistas Coleman Hawkins, Flip Philips, el trompetista Howard McGhee, el trombonista Bill Harris, el pianista Hank Jonás, el baterista J. C. Heard y el contrabajista Ray Brown, todos vestidos de esmoquin a un restaurante en Jackson, Michigan, a cien kilómetros de Detroit:
[…] Llegamos al restaurante alrededor de las 6:30. Estaba completamente vacío. La mujer, que llevaba un vestido común de tafetán negro, se apresuró y nos dijo:
—¿Qué puedo hacer por usted?
—Queremos comer.
—¿Tienen reservación?
—¿Aquí tienen reservaciones?
—Así es, y si no hicieron una…
—Pero no hay nadie.
—Lo siento, debe de tener una reservación.
Seguían discutiendo cuando una pareja blanca entró, y Granz les preguntó si ellos tenían una reservación.
—No, este restaurante no hace reservaciones.
—¿Ahora nos da una mesa?
—No, no tienen reservación —dijo, mientras llevaba a la pareja a una mesa.
Granz llamó al resto de los músicos y los encaminó hacia la barra. Entonces dijo:
—Ahora tiene que atendernos, por no necesitamos una reservación para la barra.
La mujer olvidó a Norman Granz y llamó a la policía. […] Cuando el oficial llegó, Granz le dijo:
—Tenemos un problema. Esta gente no nos quiere atender. Ninguno está borracho y tenemos que dar un concierto. Nos anunciaron en el periódico.
El policía dijo:
—Escuche, aquí entre nos, sí, usted tiene razón. Y puedo llevarlo a un muy buen restaurante en donde le sirven a “negros”.
—No quiero ir a un restaurante “negro” —contestó Granz—, quiero ir a un restaurante. Todos somos estadounidenses y quiero sentarme en donde elija y pajar cualquiera que sea la cuenta. Así que no iremos, de hecho, los vamos a demandar, y usted será nuestro testigo.2
El temple de Norman Granz lo llevó a producir y a ser el manager de una de las voces más privilegiadas no sólo del jazz, sino de toda la música del siglo veinte. Además, creo Verve Records en 1956 alrededor de ella, y el primer disco que lanzaron juntos, promotor y cantante, sería considerado, a la postre, como una de sus grabaciones icónicas: Ella Fitzgerald Sings the Cole Porter Song Book. Este disco inauguraría la serie de ocho “Songbooks”, cada uno dedicado a un autor del Great American Songbook, un compendio de autores clásicos o de estándares de jazz —los siguientes fueron Rodgers & Hart, Duke Ellington, Irving Berlín, George & Ira Gershwin, Harold Arlen, Jerome Kern y Johnny Mercer—, y que fueron un éxito tanto comercialmente como con la crítica.
Ella Jane Fitzgerald, quien naciera el 25 de abril de 1917, en Newport News, Virginia, vería así coronarse una carrera musical que había empezado muy joven y que por fin rendía frutos, después de una infancia que la había llevado de perder a su madre, Tempie Henry, a los quince años, hasta a un reformatorio de donde se escaparía sumida en la pobreza y en medio de la gran depresión que azotaba a los Estados Unidos. Como una gran parte de la comunidad afroamericana en estados esclavistas, Ella conoció el canto y la voz en el gospel que se entonaba en la iglesia en donde estudiaba la Biblia y realizaba trabajo comunitario. A la muerte de su madre, en 1933 se muda a Harlem, en donde sobrevive cantando canciones en la calle hasta que llega la conocida noche en la que su historia, y con ella la del mundo de la música, cambiaría.
El 21 de noviembre de 1934, se presentaría a concursar en la noche de amateurs del Teatro Apolo —creada por el reconocido entertainer Ralph Cooper— en donde cantaría “The Object of My Affection”, canción que popularizara Connie Boswell, de las Boswell Sisters, quien era la cantante preferida de aquella huérfana adolescente. La infancia difícil terminó, quizás, aquel día en que ganó los veinticinco dólares del premio y una semana de presentaciones en el Teatro Apolo —aunque Ella siempre recordaría que esa parte del premio nunca se le fue otorgada, debido tal vez, rememoraba, a su desprolija apariencia—. En menos de un año fue reclutada por la orquesta del baterista Chico Webb, con quien grabaría su primer éxito, la canción de cuna “A-Tisket A-Tasket”, en 1936. A la muerte de Chick, de apenas 34 años, la orquesta fue renombrada como Ella and Her Famous Orchestra, con quienes grabaría innumerables canciones.
A la par, grabaría también con orquestas como la de Benny Goodman, hasta su consolidación como solista con el disco, de 1950, Ella Sings Gerswhin, con Ellis Larkins al piano. Un año antes, en 1949, Ella firmaba para ser parte del citado espectáculo de Norman Granz, Jazz at the Philarmonics. Ella Fitzgerald, en los albores de la segunda mitad del siglo veinte, era ya conocida como La primera cama de la canción, también como Lady Ella. Y es por la tersura de su instrumento, su versatilidad como intérprete y su virtuosismo para improvisar lo que la llevó a grabar con músicos tan disímiles como Count Basie o Louis Amstrong, para pasar del be bop hacia música de jazz que coqueteaba con la academia, de rimas infantiles y canciones de cuna a versos ardorosos y febriles o de canciones de protesta que cuentan siglos de opresión. Aunque la voz poderosamente intensa de Ella Fitzgerald se escuchaba cada vez con más fuerza, tampoco estuvo exenta de la violencia racista. En Texas, en 1955, Ella, junto a Dizzy Gillespie, Illinois Jacqueline y el propio Norman Granz fueron arrestados, en palabras de Granz, por su insistencia de tener una audiencia sin segregación racial.
A esto, habría que sumarle los incidentes en vuelos, las protestas afuera de los lugares en donde cantaba o los insultos; sin embargo, Ella Fitzgerald cantó y viajó durante cuatro décadas con su música y su voz. Aquella infancia difícil que terminó, quizás, esa noche en que cantó en un concurso de talentos había encontrado un buen derrotero: la inmortalidad. Hace veinticinco años murió Lady Ella, hace cuarenta grabó un disco imprescindible para la historia del mundo, y quizás en cada canción de cuna que alguien entona a su hija de seis años haya un poco de su voz.