Un viejo —nuevo— sistema: Algunas reflexiones sobre tres cuentos de Saul Bellow
Alguna vez escuché que para leer por primera vez a un escritor es bueno empezar por sus cuentos. No sé si sea verdad, pero en el caso de la obra de Saul Bellow (1915-2005) habría que tomar por cierto este rumor. Aunque hay excepciones notables (Borges es una de ellas), cuando uno entra al universo de la obra de un autor entiende que su ambición estética se concentra en las novelas —más cuando la novela goza de un prestigio a nivel publicitario del que otros géneros todavía adolecen. Sin embargo (tal como sucede también con Borges), es en los cuentos donde se condensan las repercusiones literarias, culturales e históricas de escritores como Bellow, que con el tiempo se convirtió en un clásico de la literatura. Nacido en Quebec, pero criado en el peligroso y pobre Chicago de la Gran Depresión, Bellow da cuenta, acaso mejor que ningún otro, de la crisis económica de medio siglo de los Estados Unidos. La publicación en 1975 de El legado de Humboldt le mereció el Nobel un año después, y aunque tras el premio escribió novelas memorables como La verdadera (1997) o Ravelstein (2000) —esta última publicada cinco años antes de su muerte— han sido sus cuentos los que retratan el contexto de opresión que vivió de joven.
En oposición a sus novelas, los relatos de Bellow resumen sus obsesiones, a pesar de su extensión, muchas veces demasiado amplia que, no obstante, por ningún motivo debería hacernos creer que se trata de novelas breves, pues mantienen la tensión a lo largo de las treinta o cuarenta páginas que consta la mayor parte de sus cuentos. La introspección a la que se inclinan sus personajes desmenuza los temas que distinguen el resto de su obra: la pugna entre la modernidad del presente y el pasado tradicionalista (ortodoxo para muchos de ellos, judíos inmigrantes), la identidad religiosa como un problema que acompaña a distintas generaciones, las crisis existenciales de los protagonistas, el humor como un modo de envolver su vulnerabilidad. Sus cuentos pueden entenderse como alegorías de la crudeza del zeitgeist de posguerra que vivió Bellow, en la paupérrima Chicago de los treinta.
Por esta razón, la cuentística de Saul Bellow resulta reconfortante en la medida en que sus historias retratan con nitidez no solo su tiempo, sino también el nuestro, una época bisagra donde la literatura ayuda a resistir el sistema económico y político que nos amenaza a diario; bisagra porque vivimos un momento histórico sin precedentes: la humanidad frente a las máquinas, lo espiritual y lo artificial conviviendo a diario, la memoria como puente hacia una comunalidad oprimida por los valores egoístas del capitalismo más rapaz, salvaje, inhumano. Por esta razón, decidí enfocarme en algunos de los cuentos más importantes de Saul Bellow, los que representan a mi parecer ese momento de inflexión cultural en su obra. Y esta es mi manera de rendir un homenaje a uno de los escritores estadounidenses más prolíficos del siglo XX.
“Buscando al señor Green” (1951)
Escrito a mediados del siglo pasado, el protagonista de “Buscando al señor Green”, George Grebe, se parece tanto a un repartidor de Uber Eats que es difícil no solidarizarnos con su desventura. Tiene mucho de la desesperación que viven constantemente quienes trabajan en situaciones de precariedad y bajo el yugo de un sistema económico que jamás los voltearía a ver de otro modo que no sea como esclavos al servicio de esta clase de empresas. Grebe es contratado por el ayuntamiento de Chicago para llevar los cheques de beneficencia a los ciudadanos de los barrios más pobres de la ciudad.
Grebe es un don nadie de buen corazón, alguien que al igual que los hombres que busca, necesita el dinero que reparte. Es su primer día en ese trabajo, y aunque creía que sería fácil salir a la calle y entregar los sobres a cada ciudadano, su labor resulta tan cansada que por momentos decide declinar y volver a la oficina de su jefe. Pero su dignidad no se lo permite. Debe encontrar a un tal señor Tulliver Green, alguien que Grebe imagina como un viejo en silla de ruedas que necesita que le lleven su dinero hasta la puerta de su casa, porque no ha podido ir a cobrarlo por cuenta propia.
Bellow es consciente de los roces que hay entre negros y blancos, y el racismo sistemático en que se mueve Grebe hace que su presencia resulte amenazadora en los barrios pobres de Chicago. Ni el portero ni el tendero ni nadie le ha podido dar información sobre el señor Green, pero Grebe persiste a pesar de que sabe que a Raynor, su jefe, no le interesa en lo más mínimo entregar ese dinero. La sensación de agobio e impotencia que enfrenta Grebe recuerda mucho la burocracia kafkiana: la crudeza de un sistema corrupto que desdeña a los pobres. Es así que durante el trayecto que sigue el protagonista de Bellow, casi como si ocurriera una epifanía que le revela el status quo, Grebe se encuentra a Winston Field, un hombre que se siente obligado a demostrar su valía por medio de la documentación que el ayuntamiento pide a esta clase de personas. Field le muestra a Grebe que ese dinero que trae en el sobre es suyo, aunque el repartidor no se lo haya pedido por considerar su gesto como algo sin importancia, en medio de la podredumbre en que vive él y los demás ciudadanos negros. Antes de que se vaya, Grebe recibe de boca de Field un discurso que hace que el repartidor se replantee no solo su trabajo en el ayuntamiento, sino sobre todo su función dentro de los engranajes de un sistema injusto:
“Grebe permaneció sentado, la enrojecida frente emparejada con su pelo bien cortado y las mejillas metidas a los lados del cuello de la camisa. El fuego endurecido brillaba con fuerza dentro de los marcos de cola de pescado y de hierro, pero la habitación no era confortable. Se quedó allí sentado escuchando al viejo mientras le contaba su plan. El plan consistía en crear una vez al mes un millonario negro por suscripción popular. Un joven inteligente y de buen corazón que se eligiera cada mes firmaría un contrato en el que se comprometiese a hacer uso del dinero para iniciar un negocio en el que empleara a negros. Esto se anunciaría mediante cartas en cadena que irían convocando a todos los asalariados negros, los cuales contribuirían con un dólar al mes. En cinco años habría sesenta millonarios.
—Eso nos conseguirá respeto —dijo con un sonido entrecortado que le salió como algo dicho en extranjero—. Hay que tratar de organizar todo el dinero que se tira en la rueda de la política y en las carreras de caballos. Mientras te lo puedan quitar, no te van a respetar. El dinero, ¡ese es el sol de la raza humana!” (221)
El extraordinario plan del viejo Field despierta en Grebe cierta sensación de entereza y renueva su justificado objetivo: encontrar al señor Green. Las reflexiones entonces se hacen más intensas: Grebe no deja de pensar en el momento exacto en que se jodió la ciudad, qué hizo que se jodiera, qué obligaba a que esos hombres, con los que compartía únicamente la desdicha de la pobreza (pero jamás las consecuencias del racismo, esa otra violencia estructural), a permanecer desterrados del resto de la ciudad y no llevar a cabo el plan de Field. Porque para él, “casi no sirve de nada tener un nombre si no te pueden encontrar con él. No representa nada. Para eso igual le daría no tener nombre” (224). Grebe, contra viento y marea, va en busca ya no solo de un nombre, sino de un plan: la promesa de que el individuo importa, debe importar, aunque el sistema lo degrade a la calidad del fantasma.
Al final, George Grebe, el repartidor de cheques de beneficencia, encuentra el buzón de los Green. Una mujer sale por él, no es Tuliver, sino acaso su esposa, que baja las escaleras borracha. La señora Green recibe el sobre y Grebe, aunque sin cumplir plenamente su cometido, satisfecho pero no del todo, por fin entrega el sobre con el dinero prometido.
“El viejo sistema” (1967)
Samuel Braun, científico dedicado a la investigación genética y sus repercusiones en la herencia del carácter intrafamiliar, toma un café en la cocina de su casa mientras rememora los antecedentes de su infancia. Su devoción a la ciencia no deja de lado las cábalas judías de su familia, el pensamiento mágico de una religión a la que se siente unido menos por la práctica que por los problemas de sus primos. Para Braun, los procesos moleculares del ADN son la “única heráldica auténtica del ser” (147). Tras la muerte de su primo Isaac, Braun recibe la llamada de su esposa. A partir de entonces Braun se pone cómodo para recordar la problemática de los Braun, judíos de segunda generación que nacieron en los Estados Unidos. Esta forma en el relato –un narrador que interviene poco en las evocaciones que hace a partir de un hecho en concreto, en la mayoría de los casos situaciones familiares, rencores del pasado, problemas con los padres– es recurrente en los cuentos de Bellow.
Las peleas intestinas en la familia Braun se remontan a la infancia de Isaac y su hermana Tina. Tras la muerte de la tía Rose y el tío Braun, padres de los chicos, Isaac se esfuerza por aprovechar el dinero que le heredan sus padres, pero Tina no lo permite y se opone con rencor a la carrera como empresario e inversor de su hermano. El relato podría leerse como el lado b de “Buscando al señor Green”: Isaac es el “playboy capitalista” que construye edificios y arma una ciudad entera para gente que desconoce, pues sus verdaderos intereses están puestos en su ambición ligada a los preceptos judaicos. Es un tipo sumamente ortodoxo que, no obstante, lejos está de la frialdad de los hombres blancos que se hicieron millonarios de la noche a la mañana en el siglo pasado. Isaac cree fielmente en los preceptos de la ortodoxia judía, pero Tina, que pocos años después es diagnosticada con cáncer de hígado, lucha por tener el poder que cree que Isaac le arrebató a ella y a sus otros dos hermanos, quienes fungen como mandaderos en el conflicto.
Los Braun, incluido Samuel, encarnan la modernidad que siguió a la Gran Depresión en los Estados Unidos, aunada al judaísmo como contrapunto de ese incipiente acomodo económico. Marcados por las políticas del New Deal instaurado por Franklin D. Roosevelt en 1933, dentro de los Braun hay dos bandos: quienes confían, como Isaac, en la estabilidad del dinero sin dejar de lado los valores tradicionales de su religión, y quienes sufren el espíritu de los tiempos en carne viva, como Tina y su enfermedad. El doctor Samuel Braun, primo suyo, mira y narra los vericuetos de la familia como un observador atento y distanciado, con el asombro de quien estudia la especie, consciente de que es parte de ella. Bellow, por su parte, construye una narración donde lo económico, lo religioso y lo familiar son formas que conviven en una época difícil, donde el futuro se asoma peligroso en el desahuciado presente.
“La bandeja de plata” (1978)
En este cuento el protagonista, Woody Selbst, se enfrenta al duelo por la muerte de su padre. Consciente del maltrato que recibió de él cuando era chico, reconoce que su infancia cambió en buena medida gracias a las decisiones que tomó aquel antes de morir. Tras la pérdida, Woody, con sus sesenta años a cuestas, es el responsable de su madre, cristiana conversa y sus dos hermanas, que crecen aniñadas y un poco locas, alejadas del drama que experimenta Selbst. El relato da cuenta nuevamente de las tensiones familiares, la crisis de la identidad en un adulto sexagenario y de la religión y los valores fundamentalistas a los que se enfrentan los personajes de Bellow.
Woody Selbst no solo encara la responsabilidad de ser el único cuerdo de su familia, sino que, al igual que Samuel Braun en “El viejo sistema”, días después de enterrar a su padre, reflexiona acerca de las decisiones que tomaron los otros y cómo estas afectan su vida. Los protagonistas de Bellow meditan con pesar, aunque satisfechos de algún modo, sobre las desavenencias de sus respectivas familias. Mientras el padre de Woody reniega del cristianismo al que su primera esposa, madre del protagonista, se convirtió tan pronto llegó a los Estados Unidos, ella y sus dos hijas abrazan la nueva religión como un modo de encontrar un lugar en la sociedad. Woody, por tanto, no solo debe hacerse responsable de estas decisiones que terminan afectándolo, sino que es su condición de hijo en el que recae el deber de los afectos y cuidados hacia su familia lo que lo obliga a buscar él mismo un lugar en el país.
De allí que, tras el altercado que tuvo en su infancia con su padre –Woody, obligado por el cinismo de aquel, visita a una de las mujeres decentes que se acomide a sus cuidados para pedirle dinero–, decide que su rumbo como seminarista (una suerte de aprendiz de sacerdote, de monaguillo atento) no es el que espera de sí mismo. Esta crisis, que lo persigue hasta los sesenta años, es manejada con mucho humor por parte de Bellow, que trata la postura agnóstica de Woody (tanto en lo que toca a lo religioso como al desconcierto de lo social) como una forma de pensar la identidad ligada una vez más al contexto social y cultural de la posguerra. La escena final del cuento resulta conmovedora: el hijo que, pese a la ausencia intermitente de su padre, lo envuelve en un abrazo y cuida de él en sus últimas horas.
Para terminar, los cuentos de Saul Bellow, escritos todos en el siglo pasado, dan cuenta de una sensibilidad certera respecto al espíritu de su época, un momento de crisis que no ha terminado, sino que lo más probable es que haya evolucionado para llegar hasta nuestros días, un presente de crisis y especulación permanente.
Saul Bellow. Cuentos reunidos. Alfaguara, 2016.