Noventa años de infames ilustres
La primera edición de Historia universal de la infamia apareció en 1935 y fue presentada por el propio Borges como “ejercicios de prosa narrativa”. Como también señaló el autor en el prólogo del libro, los relatos, escritos entre 1933 y 1934, provenían de sus lecturas de Stevenson y Chesterton, de cierta biografía del poeta Evaristo Carriego y de su gusto por las películas de von Sternberg. Es decir que, antes que como escritor, Borges se presentó como consumidor (en formato de lector y espectador) de historias policiacas, de gangsters y otros afamados perdularios, y sus relatos fueron ejercicios de relectura o lo que hoy en día llamaríamos un fanfic.
Casi todas las historias están protagonizadas por asesinos, aunque algunos como el maestro de ceremonias Kotsuké no Suké son, simplemente, infames. Otros personajes proceden de mitologías antiguas y son profetas apócrifos, no autorizados por los dogmas oficiales, como Hákim de Merv. Las épocas y las geografías que habitan recorren un amplio espectro. Van del Misisipi al Mar de la China Oriental, o de Nueva York a la provincia argentina, mientras que los saltos temporales abarcan desde el siglo I hasta finales del siglo XIX. Los desplazamientos geográficos son tan amplios como las relaciones que se establecen en cada historia, donde el narrador sube del malevaje argentino hacia las pandillas de Nueva York.
Borges opinaba que en estos ejercicios abusó de recursos estilísticos como las enumeraciones dispares, la brusca solución de continuidad y la reducción de la vida entera de un hombre a dos o tres escenas. Pero, en realidad, qué conocemos todos de los asesinos seriales o de cualquier otro personaje célebre si no son dos o tres escenas de su vida.
En 1954, diecinueve años después de la primera publicación, apareció una segunda edición. En ella el argentino revisitó sus ejercicios prosísticos y los encontró cansinamente barrocos, además de verlos como tímidas oscilaciones entre el cuento y la historia tergiversada. La excepción en ambas ediciones es “El hombre de la esquina rosada”, que sí goza del estatuto de cuento y está firmado por el ficticio Francisco Bustos. Esta edición, además de un segundo prólogo, cuenta con tres añadidos en la sección “Etcétera”.
Para Borges, el excesivo título de sus textos proclamaba su carácter barroco. Esto es evidente en la primera parte del libro, donde una serie de infames aparecen calificados de manera inusual: un atroz redentor, un impostor inverosímil, un asesino desinteresado y un incivil maestro de ceremonias. Incluso el título del libro causa extrañeza, pues antes que una historia universal sobre la infamia, se esperaría una historia universal sobre asuntos nobles como la enfermería o la aviación, o incluso una historia universal sobre artefactos mundialmente beneficiosos como el papel de baño.
Los antihéroes espléndidos que aparecen en cada historia no se presentan desde el punto de vista más evidente. Es decir, no se juzgan desde la altura moral de quien no ha transgredido la ley, sino que se narra su agudeza o su ingenio en la realización de atrocidades diversas. Asimismo, todos ellos parecen estudios de caso para el cuento policiaco “El hombre de la esquina rosada”, que, sobra decir, abandona el lenguaje afectado del resto de los relatos e incorpora el argot de los compadritos argentinos.
Como las historias que cuenta, se trata de un libro raro y difícil de conseguir, pues dista de la amplia circulación que tuvo y, hasta el día de hoy, tiene la obra posterior de Borges. Salvo que un lector envejezca a la par de un escritor, normalmente comienza a leerlo por su obra consagrada, y una vez agotada, se acerca a sus primeros trabajos, como fue mi caso. Esto me condujo a la misma conclusión de quienes han reflexionado sobre esta colección de relatos, que ven en ella el germen de obras posteriores de Borges, como Ficciones (1942)o El Aleph (1949).
Es difícil escribir sobre la obra de Borges, aunque sea de uno de sus primeros libros, porque muy probablemente ya se ha escrito sobre las fuentes (apócrifas y no), la técnica narrativa, las cláusulas discursivas, el estatuto de verdad en la tergiversación, el moderno uso de las comas o el porcentaje de metáforas que aparece en cada relato. Quizá lo único que queda es acercarse con humildad a reflexionar sobre las experiencias de lectura y esperar que ningún experto borgista juzgue con demasiada dureza las barbaridades que uno tenga para decir.
Ana de Anda
(Ciudad de México, 1992)