Tierra Adentro
Ilustración realizada por Pamela Medina
Ilustración realizada por Pamela Medina

Debajo de la nuca, Diane, llevo tatuado ese sueño tuyo, muchos años después de que tú lo proyectaras en tu cabeza. Quiero decir ese sueño como si fuera el mío y el de muchas otras personas: correr rumbo al incendio sin saber si vamos a salvarnos y, en cambio, decidir salvar el fuego, como decía ese poema de Cocteau. Un ojo abrasado por las llamas: el ojo que todo lo ve, y que está listo para inmolarse después de haberlo visto todo, registrado todo, sentido todo; por eso sueño que tú y yo tenemos algo en común. El ojo que se incendia después de ver a la cara la verdad del mundo. Y aún así sobrevive.

Los únicos monstruos que nunca podremos ver realmente a la cara o revelar en el cuarto oscuro, Diane, son los de la belleza y el horror. Su hocico, humedecido por el hambre, está bufando siempre detrás nuestro; no nos alcanza nunca, nos persigue hasta cansarnos. Ahí es justamente donde estamos paradas: tú con la lente abierta, lista para capturar el ángulo más prolijo de entre lo oscuro; yo, con esa ansia por decir todo lo que no sé cómo se dice o por dónde se le llama. Una mierda, por donde lo veas: lo importante dentro de esta cosa insufrible y detestable que es el arte no es a dónde queremos llegar, sino qué encontramos en el camino. Hace poco leí que Roland Barthes hablaba de la fotografía como algo mucho más poderoso: el acto de disparar el obturador no sólo registra, sino que tiene el poder de hacer que cualquier cosa regrese de la muerte.

Este, evidentemente, es un regreso de la muerte. Pero también es una carta de amor.

 

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Dentro de las matemáticas y el estudio de la simetría existe el concepto de monstruo: se trata de figuras que pueden habitar simultáneamente en 196,883 dimensiones y se componen de 8×1053 elementos simétricos, una cifra que mi pensamiento no es capaz de alcanzar. Estas formas, fuera del canon matemático (y cuyo descubrimiento les aseguró el Abel Prize a John Griggs Thompson y Jacques Tits) parecen no venir de ninguna parte y, a la vez, existir en miles de lugares a la vez. Nada de esto tiene sentido, si uno lo piensa bien, pero al mismo tiempo, es lo más sensato que podemos imaginar. Pienso en esa antítesis mientras, frente a mí, dejo que ocupe la pantalla A couple kissing on stage (1963), una fotografía que puede parecer asimétrica, fuera de foco, donde Diane Arbus (1923-1971) retrata la puesta en escena de una pareja. Se trata del beso estadounidense por excelencia, la clásica pose del marinero que dobla el cuerpo de su amada para fundirla entre sus brazos. La oscuridad del escenario contrasta con una lámpara de piso, que apenas ilumina sus siluetas. Entonces siento que esa pareja de enamorados que aparecen en la fotografía existe en muchos lados: ha existido en mí y en los otros por lo menos alguna vez, con sus negros y sus blancos.

Existió cuando alguien nos dijo, Diane, que en el amor no cabían los grises: que era el todo por la nada y que, si no éramos capaces de hacerlo, estábamos destinadas a fracasar. Que debíamos amar como aquellos monstruos matemáticos: estar en todas partes y en ninguna a la vez. Los claroscuros en la fotografía son, a su manera, una forma abstracta de existencia. El amor es un monstruo que devora lo que toca, una maravilla en la que no siempre basta una lámpara al fondo del set.

La sombra de la pareja se proyecta a la derecha del escenario, justo al lado del póster donde ambos se miran, con esa falsa complicidad de las comedias románticas: un fantasma que nos acecha, aún en la podredumbre. El problema es que nos creímos esa historia de que sólo lo limpio es digno de ser amado, ¿no es esto una suerte de monstruo? ¿No nos aturde que exista algo que nos conmueva a la vez que nos atemorice tanto? Basándome en la teoría de Griggs Thompson y Tits, pienso que el amor y los monstruos están destinados a sacudir, a existir en miles de lugares a la vez, lo que quiere decir que nunca sabremos del todo dónde están realmente.

El amor, ese que creemos posible, es sólo una puesta en escena con claroscuros: uno decide si creer en la sombra que todo lo cubre o en la pequeña luz que se filtra en una esquina. ¿Es así, Diane? Creo que tú tampoco lo sabrías. El mundo está tan lleno de matices que, al final de cuentas, uno retrata lo que quiere ver, no lo que realmente es.

 

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Una de las imágenes más poderosas que he conseguido de Arbus no está en sus fotografías, sino en el relato de uno de sus sueños. En una entrada de su diario, fechada en 1959, Diane comienza relatando la imagen de un enorme hotel, blanquísimo por todos lados. En el hotel, sin embargo, hay un enorme incendio que carcome todo el edificio. Imagino que es uno de esos hoteles lujosos, con una gran escalera al fondo. El fuego es tan manso, que permite a los huéspedes entrar y salir libremente por sus cosas, al menos eso pienso cuando leo la anotación. Arbus rechista: ante la magnificencia del edificio, es incapaz de ver las llamas que están alrededor de ella. Todo se vuelve confuso, como siempre sucede en los sueños. Lo que sí logra ver son pequeños hilos de humo, sobre todo aquellos que parecen colgar de cualquier objeto de luz que encuentra a su paso, una escena que ella misma describe como terriblemente hermosa. Su primer impulso es fotografiar el incendio lo más rápido que pueda; un parpadeo, y la escena quedará perdida para siempre (esa necedad que tenemos quienes apostamos la vida por las imágenes, como si de ellas no fuera a quedar nada; como si algo dentro de nosotros nos repitiera, en forma de reclamo, que la virtud del instante debe mantenerse viva; a toda costa, sabemos que no es así, que no nacimos para reproducir instantes: los recreamos, a veces de la forma más burda que podemos). Arbus corre a su cuarto, pues sabe que hay algo que debe salvar del fuego, pero no recuerda qué es. No lo supo nunca, intuyo, porque cuando ese objeto aparece, unx simplemente deja de soñar.

Decidí hacer esta carta, Diane, muchos años después del día del incendio, años que pueden ser días o meses, lo mismo da: escribirte como si ambas estuviéramos huyendo de algo. Lo sabes: en la vida de cada unx siempre hay un momento donde todo arde, pero al mismo tiempo, lo envuelve todo con su luz. Ese es el día que aprendemos a quebrarnos. El arte, ese insufrible pedazo de nada, no es más que un puñado de probabilidades echadas a la lumbre: “nada en el mundo será como nos dijeron que era”, leo en tus diarios y entiendo que esa cosa de la fotografía no es más que el sueño de registrarlo todo como tus ojos quisieran que fuera.

En los sueños, unx nunca sabe qué está buscando ni cuándo o cómo irá a encontrarlo. Así como en el amor: enfocamos lo mejor que podemos, sin preocuparnos por las llamas que suben alrededor de nuestros brazos. Quemarnos, pero hacerlo por amor. Hay algo de eso en A couple at a dance (1960), donde el obturador se dilata y se contrae al tiempo que una pareja baila: ella cierra los ojos mientras él mira a un punto fijo en el horizonte. Todo lo demás es oscuro: ellos son el único destello en mitad de una habitación llena de sombras. Pienso en Slow dancing in a burning room, donde John Mayer canta sobre el dolor de la traición de su amada. Estamos bailando despacio en medio de una habitación en llamas, le dice, y entonces es posible reconocerse en la letra, porque lo que ilumina nuestros cuerpos, la piel de quien amamos, no siempre está bañada por el destello del optimismo, sino cubierta por esa llama que aguarda lista para arrasar con todo: entre lo inocuo y lo ríspido hay, apenas, dos centímetros de distancia, esos mismos que separan a la pareja que baila en la fotografía.  Miramos a la luz, sin reconocer la quemazón que nos consume hasta derretir la piel. Entonces, el amor y el horror se convierten en belleza, en esa imagen que es digna de ser retratada, y alguien es capaz de abrir los ojos para advertir el peligro, y alguien más de cerrarlos, ese simple acto de confianza en el otrx que nos recuerda que el fuego no es nada si no tenemos a alguien que nos salve de su furia. Eso es la belleza. Te lo digo yo, Diane, que me incendié una vez y podría hacerlo otras siete si fuera necesario.

 

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¿Para esto hablo de ciencia y simetría, si no se va a llegar a ningún lado? La exactitud de las ciencias es también ominosa, y difícil de entender. Una vez leí que una circunferencia está compuesta por miles y millones de pequeñas rectas, tan insignificantes que son imposibles de detectar a simple vista. No sé si algo de esto sea real; evito buscarlo en Google para quitarme la ilusión. Siempre quise ser científica y meterme a un laboratorio a diseccionar toda clase de cosas. El problema es que nunca fui lo suficientemente inteligente, testaruda o enamorada de la ciencia como para hacerlo. Preferí soñar con ella y aprender a sacarle el lado fantástico de entre sus recovecos. Hay, en otra dimensión, una figura hecha a mi simetría, donde visto bata blanca, me gusta la música techno y nunca tuve la necesidad de incendiarme por amor. ¿Cuál es tu figura simétrica favorita, Diane?

 

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Escribo esta carta intentando que llegue a algún lado. Comienzo: querida Diane. Tú no me conoces ni yo a ti. Ni siquiera nos habría gustado conocernos. Pero sé de incendios lo mismo que tú sabes de fotografía, es decir: lo sé todo, porque cuando uno está al borde del precipicio debe aprender a quemar lo que le queda y saltar; saltar al vacío como lo hicieron aquellas personas, que no conociste, y que saltaron del World Trade Center cuando un avión lo partió por la mitad y convirtió en llamas dos edificios enteros. Las llamaban Torres Gemelas y se parecían, a su manera, a ese retrato que hiciste de las niñas con las pupilas henchidas de una tranquilidad que da miedo; la misma que ahora está en el comedor de alguien a quien conozco lo suficiente para saber que detesta que las marcas del vaso se queden sobre la mesa o que un extraño pise su casa con zapatos. Te hubiera gustado vivir ese 11 de septiembre: Muerte o muerte, reza una de las crónicas de ese día. Yo no lo recuerdo mucho, pero sé que alguna vez fui una de esas torres, perforadas y echadas a la lumbre, sin posibilidad de redención al mundo. ¿No lo hemos sido acaso, todas las mujeres: penetradas, vituperadas, incineradas hasta el tuétano? El incendio no es lo que atormenta en tu sueños o el mío o en las vidas de la gente consumida en esas torres. Lo sé, de nuevo, porque todavía siento cuando alguien me dice que estoy quemándome viva, que no voy a sobrevivir. Que lo común es correr del incendio y buscar ayuda.

Pero yo, como tú, también busco la anomalía, lo que no está escrito en el guión. La memoria de los sueños es una cosa muy rara, ¿sabías que su recuerdo se va extinguiendo de forma violenta conforme pasan los segundos? Alguien dice que tenemos hasta quince para rebobinar todo lo que hemos soñado; de otra forma, está perdido para siempre. Una especie de desgaste, que nos imposibilita desguazar lo que apenas hace un santiamén vimos con toda la claridad. Lo anómalo, Diane, es recordar los sueños, quedarse mirando el fuego sin moverse. Por eso, imagino, había gente que saltaba de la Torre Norte en el atentado del 11 de septiembre. Ver el fuego de frente no significa siempre que lo tengamos domesticado. Todos los fuegos que nos tocan terminan por volverse nuestros: por eso, en ese sueño, corres a buscar tu cámara y miras atónita los cupidos tallados en las columnas, eso que el humo negro aún no ha hecho suyo. El único resquicio de la belleza impoluta. Eso existe detrás de cada fotografía. Es sólo un truco: engañar al espectador, hacerle creer que está parado frente a algo grotesco, cuando simplemente su belleza existe en otro orden.

El horror, lo sabes bien, no está en lo que vemos con los ojos, sino en lo que vive dentro de nosotros. ¿Serías capaz de saltar por la ventana si un avión atravesara por la mitad el gran hotel que describías en tu sueño? ¿O qué tendría yo qué decirte aquí? Somos la grieta pacífica, esa que ilumina aquello donde pareciera que no hay más que ver. Detrás de esa grieta está todo lo que vale la pena en este mundo: el horror y la belleza. Juntos, Diane, forman una masa amorfa, que a veces llamamos amor. Por la naturaleza, por la cara de un perro echado a nuestros pies, por las manos de un hombre que tocan las nuestras bajo una luz roja; es simple reconocerlo, porque aún no entendemos cómo domesticarlo.

Diane, lo único que podremos salvar del incendio es esa forma extraña del fuego que está hecha para descascararse en cada llamarada. No hay nada más anómalo y más monstruoso en el mundo que el amor.

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La ciencia tiene todo que ver con nosotras. Quien estudia la simetría busca demostrar que una figura puede girar, colocarse de nuevo en el mismo sitio y saber que encaja de forma idónea en su propio molde. Aspirar a la perfección es una virtud sólo soportable en las figuras abstractas, que no están dentro de nosotros. La simetría humana es inalcanzable, por eso la perseguimos con tanto fervor. Disfrazamos de lentejuelas el cuerpo para esconder nuestra “figura” o crear una falsa. Nos delineamos los ojos esperando que se vean más redondos. Nos alisamos las cejas, cortamos nuestras uñas, taladramos aquellas narices que no han sido dignas de las revistas. Y a pesar de toda la mierda y la eterna palabrería de panfleto, nada cambia, Diane. Seguimos siendo asimétricas, una estirpe de monstruos que esperan un milagro de la matemática.

 

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Antes que violencia, el incendio es luz. Abrasa con él las cosas que están a su paso, pero también ilumina aquellas que no hemos querido ver antes. Los incendios  nos recuerdan la existencia de las cosas que ya no recordábamos que teníamos. Ser fotografiado es, en esencia, dejarse incendiar. La lente, ese aparato maquiavélico y transparente se encarga de mostrar al mundo la belleza, pero también la naturaleza hórrida de nuestros seres: poros abiertos, ojos que se desenfocan, sonrisas desencajadas. Usar el flashazo como guía y no como hoguera es algo que debió aprender Arbus en aquel tiempo.

En 1971 se le ocurrió retratar a la escritora y activista Germaine Greer, mientras la bombardeaba con todo tipo de preguntas. “Noté que sólo presionaba el obturador cuando veía tensión o preocupación o aburrimiento o desconcierto”, contó Greer después. Al terminar la sesión, no había una sola fotografía que hiciera lucir su perfil afilado y elegante. Lo que Diane logró fue todavía mejor: se centró en capturar su rostro re-figurado. La risa, la rabia, el pasmo: todo eso está en la serie fotográfica. En una, por ejemplo, Greer sonríe, con los ojos descolocados, mirando hacia ninguna parte y, a la vez, hacia todas ellas: esa monstruosidad, capaz de navegar a la superficie sin importar qué, es justo la dualidad que a Arbus le interesaba revelar. No es casualidad que rechacemos las fotografías que más deforman nuestro rostro y lo acercan más a la asimetría. Abrazarlo nunca ha sido nuestra opción: somos esos insoportables devotos de la ciencia exacta, así nos enseñaron desde niños.

 

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“Veo lo divino en las cosas cotidianas”, dice Diane; una frase que bien podría vivir en un poster motivacional sobre la cabeza de un director de arte que cree que salvará al mundo. No es sólo eso, Diane: lo divino es visible a los ojos de todos; tan visible que se ha vuelto completamente ordinario. Aburrido, podríamos decir. ¿Cuántas cosas realmente anómalas nos quedan por fotografiar en este mundo? En su Ley de los números realmente grandes, el matemático John Littlewood analiza la frecuencia con la que, se supone, debería ocurrir un milagro. Con esto en mente, parte del precepto del evento sobrenatural, al que designa como un suceso que se produce con una ocurrencia de uno en un millón. Tomando en cuenta la ley que propone Littlewood, si alguien como Arbus registra un evento por cada segundo de los que permanece despierta mientras vive, existe una probabilidad de que un milagro ocurra, en esa ya ineludible cotidianidad, con una frecuencia de 35 días. Los milagros, entonces, están hechos para repetirse cotidianamente. Los milagros ya no son milagros ni ante Dios, ni ante la cámara, ni ante nuestras incredulidades.

No es, Diane, que una fractura en la matrix te haya empujado a ver más allá de lo que tus sentidos podían alcanzar. El monstruo no es un milagro ni es una divinidad. Se trata de algo mucho más grande: la voluntad de permanecer impávida frente a la anomalía y de registrarla para mantenerla viva. Fotografías en las que todos hubiéramos decidido huir y en las que tú, sin embargo, te quedaste. Decir adiós al escalofrío y hacer el tendido frente a eso que acongoja. Hacerle frente al precipicio, Diane: es eso lo que te separa de los burócratas y los expertos en simetría.

 

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No puede haber amor sin fotografía, pero tampoco puede haber fotografía sin amor, ya lo dice Roland Barthes en su Cámara lúcida. Para fotografiar algo es necesario estar dispuesto a transformarse, pero también a transformar su imagen a nuestros ojos —y, por supuesto, a los del espectador—. La de mirar y ser mirado es una dicotomía casi imposible de separar de ambos artes, si podemos llamarlos así: si una de estas partes falta en la ecuación, el amor y la fotografía se vuelven improbables, ficticias. En la lente de Arbus, en su forma de retratar la vida cotidiana, existe una declaración de ternura que no podemos sacarnos de la piel: somos quienes miran, compasivos; quienes asisten al espectáculo del amor.

Miro Couple on bed under a paper lantern (Nueva York, 1966): el retrato de un cuarto desprolijo, con las paredes agrietadas por la humedad. Las cortinas corridas dan la impresión de que no les importa ser vistos mientras cogen: sus cuerpos, todavía brillantes por el sudor y la juventud, refulgen entre las cobijas. El verdadero acto del amor sucede en la mano de él, que toma a la mujer de la cabeza y se apresura a besarla. No hay forma de vida que suceda allá afuera, no existe cámara, no existe ventanal abierto, no hay ninguna Diane Arbus que interceda en el deseo. Ser amado y amar con la misma convicción es casi lo mismo que ser fotografiado: uno se vuelve vulnerable, capaz de abrirlo todo. Que los vecinos o la cámara los vean desnudos da lo mismo: amar es un acto voyeurista y fuera de serie. Igual que en una fotografía, quienes se aman están dispuestos a restructurar su posición frente al mundo: te miro, luego soy miradx.

 

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“El amor implica una peculiar e insondable combinación de comprensión y malentendidos”, dice la misma Diane: es ahí donde nos volvemos lo que realmente somos, en el fondo, esos monstruos esperado para ser despertados. El amor es transfiguración, un acto antinatural dada nuestra naturaleza salvaje. El instinto de reproducción es lo que nos vuelve animales; el amor, en cambio, es capaz de deformarnos hasta no reconocer nuestro rostro.

 

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Aprendí lo que sé de fotografía (que es bastante poco, a decir verdad) por amor, que es, como lo habré dicho antes (si no borré una a una esas palabras) la conjunción de la belleza y el horror. Así lo he repetido desde hace algún tiempo; por eso, las fotografías de Arbus siempre me han llenado de una ternura peculiar.

Cuando era niña, papá me enseñó que los perros huelen el miedo, por eso no volví a mostrar nunca temor hacia ellos. Aprendí a domesticarlos, Diane, como también lo hice con mi concepción de la belleza: vi a las bestias volverse mansas, entendí que hincar los colmillos es un puro acto de supervivencia, de evitar el peligro allá afuera. “Nunca he sido la que presiona el obturador”, dice Arbus en una de sus postales a Marvin Israel, “(…) la imagen misma lo hace. Y yo termino siempre destruida”. ¿No es este el acto de amor más significativo? Uno no decide cuándo es el mejor momento para enamorarse, así como uno nunca sabe cuál es el mejor momento para obtener el encuadre ideal.

Las mejores fotografías no son siempre las mejor orquestadas: esa sinceridad de lo espontáneo, de la resistencia a la artificialidad debe ser una de las mejores formas de retratar a alguien. Igual que la imagen y el amor, el monstruo no es más que una metáfora de la belleza; basta encontrar esa vuelta de tuerca donde conviven en armonía.


Autores
(Chihuahua, 1992) es escritora. Obtuvo el Premio Nacional de Cuento Joven Comala 2016 y el Premio Chihuahua de Literatura 2013 por El confeccionador de deseos.

Ilustrador
Pamela Medina
(CDMX, 1994) Demostrando una gran pasión por la fotografía desde pequeña, he participado en la creación de material artístico y audiovisual como directora en videos musicales y como fotógrafa. También he retratado a diferentes artistas, bailarines, pintores, escultores, músicos, deportistas y diseñadores, así como la naturaleza y sus diferentes expresiones. Como parte del proceso creativo, me inspiro en la ciencia, el Universo, la consciencia, el cosmos, la espiritualidad, en la belleza del tiempo como una ilusión en un flujo constante y en la experiencia subjetiva del presente. Intento transmitir estos conceptos en imágenes, invitando a reflexionar sobre cada instante que vivimos y el constante cambio al que nuestra realidad y nosotros nos vemos expuestos; y a admirar la belleza del momento que nunca regresará. Con estudios sobre comunicación, fotografía, marketing y administración, he logrado llevar un exitoso emprendimiento.