De Atwood a Okorafor: viaje a través de las distopías modernas
A comienzos de febrero una noticia recorrió mis redes sociales: el Colegio Médico Colombiano hizo una publicación en la que se proponía investigar el uso de los cuerpos de mujeres con muerte cerebral para gestar bebés para las familias que no pudieran embarazarse. La publicación ya ha desaparecido de la página, pero los artículos de opinión no se hicieron esperar. Leyendo con cuidado, encontré que la idea en realidad es de una investigadora en la Universidad de Oslo, Anna Smajdor, quien plantea el uso tanto de cuerpos de mujeres como de hombres, mientras se haya dado un permiso previo. Incluso sabiendo estos detalles, es imposible leer la noticia y no pensar que es algo salido de una novela distópica, donde los cuerpos humanos le pertenecen al Estado para gestar a la siguiente generación. Pero, cuando aparecen este tipo de noticias y decimos que el presente es cada día más distópico, ¿exactamente a qué nos referimos?
La palabra distopía aparece como una reacción a la idea de la utopía, un proyecto político de mundo perfecto, en el que las deficiencias humanas han desaparecido y se ha alcanzado un bien común pleno. La palabra fue acuñada por Tomás Moro, que quería describir una sociedad ideal, pero inexistente. Así pues, la distopía presenta los peores escenarios posibles, a partir de la extrapolación de las realidades sociopolíticas del momento y, por eso, muchas veces se pueden leer como advertencias.
En la literatura, las más famosas son Brave New World (1932) de Aldous Huxley, 1984 (1949) de George Orwell y Farenheit 451 (1953) de Ray Bradbury. Asimismo, en los últimos años, debido a la situación política y a la filmación de una serie de televisión, también ha ganado notoriedad El cuento de la criada (1985) de Margaret Atwood. Sin embargo, aunque ésta última es sin duda la más conocida, no es la única escrita por mujeres. De hecho, en la última década el género ha explotado con narraciones, tanto para adultos como para jóvenes, de escritoras de todo el mundo. Conforme fui descubriendo nuevos libros, me comencé a preguntar si habría una diferencia entre las pesadillas del futuro que conjuramos nosotras y las de los hombres, si hay algo fundamental que las distingue.
Antes de atreverme a contestar, me gustaría hacer un recorrido por la historia del género, primero en términos generales y después desde el punto de vista de las escritoras. En primer lugar, es importante para este viaje recordar que las preocupaciones que se presentan en la ficción siempre están muy unidas al presente en el que se escribió la obra. De la misma forma que Orwell estaba respondiendo a los gobiernos totalitarios y fascistas de la Segunda Guerra Mundial, escritores del cyberpunk, como William Gibson con Neuromante (1984) o Neal Stephenson en Snow Crash (1992), estaban reaccionando a su presente cuando escribieron futuros dominados por grandes transnacionales donde el ser humano vive a través de la tecnología. De igual manera, las distopías ecológicas de J.G. Ballard como El mundo sumergido (1962) están reaccionando a las primeras investigaciones del cambio climático. Libros como este también son un ejemplo de que, como siempre, las novelas no sólo pertenecen a un género: este libro de Ballard es una distopía, pero también es el libro que inaugura el género de la ficción climática (cli-fi).
En el caso de las distopías escritas por mujeres, la primera que se conoce es El último hombre en la tierra (1826) de la madre de la ciencia ficción, Mary Shelly, en la que imagina un futuro a mediados del siglo XXI, donde una pandemia ha devastado a la humanidad. Asimismo, antes de que se escribieran las obras más famosas del género, algunas otras mujeres publicaron sus propias novelas como La república del futuro (1887) de Anna Bowman Dodd y Swastika night (1937) de Katharine Burdekin, que fue escrita una década antes que 1984, pero con la que comparte muchas similitudes. Finalmente, también podemos contar como distopía la obra de Ayn Rand como La rebelión de Atlas (1957), que narra una sociedad estadounidense dividida en dos clases donde los negocios privados sufren por la regulación del gobierno. Dicho esto, podemos notar que de alguna forma estas primeras distopías son parecidas a las de los hombres: ponen a prueba diversos sistemas políticos para pensar en sus consecuencias y fungir como advertencias.
Después, hacia la segunda mitad del siglo XX, comenzaron a aparecer alguna de las autoras más emblemáticas de la ciencia ficción y muchas de ellas también escribieron distopías. Este periodo coincide con el apogeo de la ciencia ficción feminista, por lo que muchas historias conciernen el lugar de la mujer en la sociedad y los roles de género. Así, Ursula K. Le Guin escribió el libro La mano izquierda de la oscuridad (1969), que se lleva a cabo en un planeta poblado por seres cuyo género no está fijo, y Los desposeídos: una utopía ambigua (1974), que intenta imaginar cómo sería una sociedad anarquista; sin embargo, su distopía más conocida es un cuento: “Los que se alejan de Omelas” (1973). Por otro lado, de James Tiptree Jr., seudónimo de Alice Bradley, está la nouvelle The Girl Who Was Plugged In (1973) que sucede en un futuro distópico ultracapitalista donde las celebridades se dedican a tratar de venderle productos a la ciudadanía después de que se prohíbe la publicidad. Otras obras importantes desde la ciencia ficción feminista fueron Mujer al borde del tiempo (1976) de Marge Piercy que se inspiró en las ideas de la República de Platón o El hombre hembra (1975) de Joanna Russ, donde uno de los mundos paralelos es uno donde sólo existen mujeres.
El siguiente apogeo de las distopías llegó en la década de los noventa. El cuento de la criada aparece en 1985 y su influencia puede verse en novelas posteriores como Los hijos del hombre (1992) de P. D. James. Además, como una reacción al cambio climático, aparece la serie de las Parábolas de Octavia Butler, la cual comienza con La Parábola del Sembrador (1993). En ella se narra la historia de una mujer que puede sentir el dolor de otras personas en un mundo destruido por el cambio climático. Como consecuencia, la protagonista, a lo largo del libro, fundará Earthseed, una nueva religión que proclama que la raza humana está destinada a viajar a otros planetas.
En 1993 se publica El dador de Lois Lowry, la primera distopía para jóvenes. En las siguientes décadas y a partir del éxito de otros libros juveniles como Harry Potter (1997) o Crepúsculo (2005), el género explota y es dominado por las escritoras. Podemos destacar títulos muy conocidos como Los juegos del hambre (2008) de Suzanne Collins, Divergente (2011) de Veronica Roth o Delirium (2011) de Lauren Oliver. Algo que comparten todas estas historias, es que a diferencia de las distopías adultas donde es difícil escapar del sistema que se plantea, en la literatura juvenil las protagonistas obtienen la posición y herramientas para encarar y desmantelar la sociedad distópica de la que son parte.
Hasta ahora, este recuento mira mucho hacia la literatura anglosajona, pero ésta no es la única tradición que ha escrito distopías. Por ejemplo, en Japón encontramos La policía de la memoria (1994) de Yoko Ogawa, El emisario (2014) de Yoko Tawada o Satsujin shussan (Asesinatos por nacimiento)(2014) de Sayaka Murata. El primero habla de una sociedad represiva donde las personas están olvidando el nombre de las cosas; el segundo es una reacción a los desastres medioambientales del país y plantea una sociedad donde los ancianos viven mucho tiempo, pero los niños nacen enfermos; y el último presenta una sociedad donde una persona que ha dado a luz a diez bebés tiene derecho a asesinar a otra persona. Por otro lado, en Corea, un libro con tintes de horror y paranoia que también se puede leer en esta clave es Cenizas y rojo (2010) de Hye-young Pyun, que narra la historia de un exterminador de ratas que viaja al país C, un país que sufre de una plaga.
En África la distopía más conocida es Quien teme a la muerte (2010), la primera novela de la nigeriana Nendi Okorafor, y por la que ganó el World Fantasy Award y fue nominada a un premio Nébula. En ella se presenta una sociedad postapocalíptica en Sudán donde se repiten y extreman muchos de los patrones de opresión dependiendo del color de piel. Por otra parte, no es de extrañar, dada la situación del continente africano, que en los últimos años sus distopías reaccionen directamente al cambio climático. Algunos ejemplos son Afterland (2020) de la sudafricana Lauren Beukes, que se lleva a cabo en un futuro donde una pandemia ha matado a todos los hombres, o How Beautiful We Were (2020) de la escritora de Camerún, Imbolo Mbue, que narra la historia de una revolución que comienza en un pueblo ficcional en África que ha sido devastado ecológicamente por una compañía petrolera de Estados Unidos.
Para elegir algunas en nuestro idioma me gustaría mencionar Cadáver exquisito (2017) de Agustina Bazterrica, donde el canibalismo es una estrategia para balancear la sobrepoblación y la falta de alimentos; Las constelaciones oscuras (2015) de Pola Oloixarac, que plantea un futuro en el que el control de datos llega hasta el ADN; y Mugre rosa (2020) de Fernanda Trías, donde un desastre medioambiental en Uruguay trae consigo una enfermedad mortal para los seres humanos. Sobre todo, es interesante comparar este último con las distopías climáticas de Ballard, puesto que en la novela de Trías son más importantes las pequeñas relaciones humanas que rodean a la protagonista que la exploración del escenario catastrófico.
Esta diferencia es una de las primeras cosas que me llamó la atención cuando comencé a pensar en las distopías escritas por mujeres. Aunque no me atrevería a concluir nada tajante y siempre puede haber excepciones, creo que algo particular de los libros de escritoras es que se apoyan mucho en la comunidad y las relaciones humanas en medio de la catástrofe. La exploración del escenario y la supervivencia o no de un individuo parecen menos importantes y en su lugar los libros se vuelcan hacia la creación de comunidades para la supervivencia. Esto se ve también en libros como Station Eleven (2014) de Emily St. John Mandel o Our Missing Hearts (2022) de Celeste Ng.
Otra diferencia importante de las distopías de mujeres, que se ha visto exaltada sobre todo tras la presidencia de Trump, es el aumento del conservadurismo estadounidense con respecto a los derechos reproductivos. Esto se puede ver en libros como Before She Sleeps (2018) de la pakistaní Bina Shah, The power (2016) de Naomi Alderman y Red Clocks (2018) de Leni Zumas. A diferencia de distopías más clásicas, donde muchas veces los hombres y mujeres son tratados igual de mal por los gobiernos, las distopías escritas por mujeres están muy conscientes de que el Estado siempre intenta regular el cuerpo de sus habitantes y, por eso, el lugar de la mujer se vuelve también un tema central.
Pero estas diferencias temáticas no son lo único en lo que pienso cuando me piden que escriba sobre la perspectiva de las escritoras en un género en particular. Pienso también que el punto de vista desde donde escribimos sí cambia lo que se escribe, a lo que se le da importancia. Esta idea me remite siempre al ensayo de Le Guin “La teoría de la bolsa de transporte de la ficción”. En él, la autora trata de pensar cuál sería la diferencia en la historia que narramos si se considera a la bolsa en vez del arma como la primera tecnología humana. Le Guin escribe desde un margen de la sociedad, ya como una anciana que se pregunta cuál es la importancia de su punto de vista. De igual forma, las mujeres que escriben distopías lo hacen desde sus propios márgenes. Están reaccionando a un presente que fuera de la ficción es de por sí violento y hostil, donde su agencia está siempre en peligro, son seres humanos de segunda y mueren todos los días por sólo existir.
Con tal presente, no es de extrañar que, actualmente, las escritoras, más que los escritores, de todo el mundo están pensando al respecto del lugar que ocupa el cuerpo en la política y los efectos del cambio climático, por lo que sus obras presentan realidades donde escapar de la desigualdad de género y el control del cuerpo es imposible. En medio de toda esa distopía, sin embargo, se entrevé la necesidad de la comunidad para sobrevivir las imaginaciones terribles que nos despierta el presente.