Tierra Adentro

En la imagen de la escritura a mano puedo enumerar los siguientes elementos: una pluma, tinta azul, vieja; una libreta con listón separador, blanca; hoja, en realidad varias, también blancas; mi propia caligrafía, simplemente fea. Luego echo un vistazo a la interfaz del procesador de textos, que no es Word, como podría esperarse, sino una versión más pulcra y sintética —no necesariamente mejor— creada por Apple, de nombre Pages. En el procesador de texto aparecen diversos apartados: fuente: tipo de fuente, estilo de fuente, tamaño de fuente, fuente en negritas, fuente en itálicas, fuente subrayada, color de fuente, estilo de caracteres; disposición: alinear izquierda, alinear derecha, alinear centro, justificar, sangría izquierda, sangría derecha, alinear arriba, alinear abajo, centrar; espacio entre líneas: tamaño del espaciado, antes del párrafo, después del párrafo; balazos. En la parte superior se encuentran los botones para para agregar imágenes, columnas, cuadros de estadística, cuadros de texto, formas, fotografías, música, vídeos y comentarios. Tiene además un botón compartir y un pequeño signo de interrogación dentro de un círculo amarillo con tips desarrollados para entender la interfaz. Luego vienen los apartados de formato y documento, donde es posible escoger tamaño del papel e impresora determinada, modificar la orientación de la página: vertical y horizontal; y delimitar márgenes: superior, inferior, izquierda y derecha.

Un amigo solía decirme que no gustaba de escribir a computadora porque de esa forma despojaba a las letras de su esencia manual, y por lo tanto, humana. Además, le molestaba escribir “verdadera literatura” en una computadora. Afirmaba que la transcripción de sus emociones –con esto queda claro su entendimiento de la literatura como un vertedero emocional y no diremos nada más al respecto– terminaba inconclusa en el camino que lleva del pensamiento al teclado y luego del teclado a la hoja en blanco. Solía divertirme recordándole que la hoja en blanco no era hoja sino pantalla en blanco y que la tinta no era tinta sino píxeles negros.

En algún punto durante Bonsái, Alejandro Zambra anota: «ustedes no saben lo que es escribir a mano, no conocen la pulsión de la escritura». Más allá de la voz de sus personajes, el mismo Zambra batalla para entablar una relación más o menos sana con las computadoras. Los problemas que el protagonista de Recuerdos de un computador personal enfrenta y la resignada aceptación de una notebook IBM de 1999 en su relato Mis documentos recuerdan mucho a otro inepto computacional: Mario Levrero, cuyo mayor triunfo sobre una computadora consiste en haber reparado el procesador de textos, Word 2000. Zambra escribió después que aquella exclamación de Levrero («Arreglé el Word 2000!!!!!!») constituye el momento más alegre dentro de La novela luminosa. Y tristemente tiene razón.

Aunque no definitivo, los materiales donde escribimos afectan la forma en la que lo hacemos; las nuevas tecnologías, las nuevas interfaces influyen en los procesos de escritura y lectura. La disposición de una letra, una palabra, un discurso en las propiedades de un pixel, siempre me ha parecido una parte fundamental de la escritura a computadora. En esas pequeñas entidades que han tomado el control de buena parte de lo que leemos y escribimos, los píxeles, puede uno determinar el tipo de letra, peso e interlineado que desee. Pero más importante aún: las palabras, las frases, los párrafos escritos no son más que píxeles con una ligera variación de color: basta con que un pixel negro se torne blanco para dar por hecho que la escritura ha desaparecido. Es como si el texto hubiese surgido de una perpetua manipulación: no hay tachaduras, porque las tachaduras que suceden en todo momento son inherentes al texto y nacen casi a la misma velocidad que él. La tecla borrar es primordial en la escritura porque parece contradecir todo sentido de permanencia. Una vez puesta en un texto procesado en pantalla, cada letra puede desaparecer; textos enteros pueden quedar borrados y el autor podría no volver a saber nada de ellos. Al escribir a computadora uno trabaja tanto con lo que borra como con lo que escribe. Por eso es que los textos escritos en pantalla dan la impresión de nunca estar terminados.

Tanto la alegría de Levrero como la resignación de Zambra anulan las discusiones sobre el conflicto que surge al escribir a máquina o computadora, o mejor dicho,  no escribir a mano. Algunos han escogido la libreta y la pluma, otros la pantalla y su fuente, su interlineado, su cuerpo. Tratar de averiguar cuál de los dos tiene la postura correcta ante la escritura, resulta tan infructífero como distinguir las ventajas entre utilizar zapatos o estar descalzo cuando se escribe. Zambra y Levrero nos hablan de ese modelo de escritor que, sin desdeñar el papel de la computadora, tiene dificultades bastante precisas para acostumbrarse a ésta. Nuestra generación ha ido un poco más lejos. La computadora ya no puede desdeñarse, forma parte del proceso: pixel negro sobre pixel blanco. La letra, tal como la veo ahora, mientras escribo, tiene poco o nada que ver con ese grafema improbable que al comienzo de nuestro puño y letra parece tan extraño pero que, tras una buena dosis de planas, aparentemente interminables, se vuelve no sólo familiar sino inherente a nuestra relación con el mundo. Esto último es un acto que ha sido bien emulado por la pantalla, el teclado y estos píxeles, desde los cuales, trato ahora de entender no sólo mi relación con el mundo, sino también con la literatura y dos o tres aspectos de la vida.