Tierra Adentro

Mi primer acercamiento a la traducción no tuvo que ver ni con la teoría ni con el ofi­cio. Hace varios años, traduje un poema del inglés, mi lengua materna, al español —cosa que no he vuelto a hacer y que jamás permitiría que saliera a la luz si al­gún día lo volviera a intentar— porque, sencillamente, quería poder compartirlo con un amigo en su propio idioma. Hice un intento inicial y luego él fue quien me ayudó, sin haber leído el poema en inglés, a terminarla.

Este hecho era una metáfora directa de lo que vivía en general: existir como invitada en otro idioma, otra cultura, otro lugar; an­dar con unas ganas desesperadas de comunicarme, estando dolo­rosamente consciente de mis limitaciones; gozar de convivencias extrañas, asombrosas y a veces, incluso, melancólicas, justo por el hecho de ser “traducidas”.

Por otra parte, ahora que vivo de este oficio la experiencia se normaliza; por supuesto que no me pongo a trabajar todos los días meditando sobre sus misterios. Pero para mí no deja de ser esto en su esencia: la actividad de generar un texto a partir de otro texto en otro idioma, de manera que el nuevo será, en efecto, completamente otro. Y el traductor también.

En la prepa asistí a un festival de poesía y escuché leer a Robert Bly, poeta y traductor estadounidense. Alguien en el público le preguntó por la diferencia entre escribir poesía propia y traducir la de otros escritores. Sonrió. Escribir es caminar solo, de noche, por el acotamiento de una carretera no iluminada —dijo—. Y tra­ducir es bailar desnudo sobre la línea amarilla.

Durante un tiempo mi noción de la traducción como disciplina seguía siendo bastante “poética”, en el sentido peyorativo de la palabra. Ningún arte puede ser plenamente una labor de amor; el amor verdadero también implica aburrimiento. Exige la aplica­ción de herramientas técnicas (muy poco pasionales) y su prác­tica más o menos infinita. Pensé que el acto de traducir poesía me iba a ser intuitivo porque mi fascinación por la poesía misma lo era.

El primer poeta con el que sentí una conexión al traducirlo fue Lorca, luego Rojas. Cuando llegué a Luis Cernuda ya me estaba obsesionando. Y había empezado a sospechar que respetar algún patrón formal, estructural —buscando hacerle justicia a las con­sideraciones y convicciones formales que caracterizan el poema mismo—, me podía resultar liberador en lugar de asfixiante. Así, traduciendo, uno tiene que pensar rigurosamente toda decisión léxica y semántica; se enfrenta, una vez tras otra, con la realidad del poema como un todo, un objeto íntegro, hecho de pequeños componentes formales, afectivos, sonoros, que trabajan en con­junto para hacerlo lo que es.

El traductor deja que el poema se le revele para después poder reconfigurarlo: alejarse del lenguaje original para acercarse a otro —guiado por el primero—, independiente de él. Esto es una in­tensificación, una transfiguración hacia un fin distinto de lo que hacemos al escribir un poema o al leer uno.

A fin de cuentas, una traducción es simplemente una lectura íntima, tal vez de las más íntimas posibles. Traducir un poema que amas es vivir en voz alta la afinidad que siente el lector con lo leído. Te lo pones como una piel que te queda casi como la tuya pero que no lo es.

Hace poco, al traducir un libro del poeta argentino Alejandro Crotto —que incluía varios sonetos y otros poemas escritos con formas tradicionales—, pensaba mucho en una idea tal vez ver­gonzosamente obvia: los idiomas son distintos y logran cosas dis­tintas. La gente habla hasta la náusea sobre “lo que se pierde en la traducción”, una noción que claramente tiene que ver con el hecho de que las lenguas, en sí, operan a través de sonoridades y estructuras léxicas dispares. Efectivamente, traducir es quedarse continuamente expuesto a los esplendores y las limitaciones de dos idiomas diferentes, sacando el mayor provecho de ambos en la lengua meta, manteniendo una profunda conciencia de ambos en la lengua de origen.

En la traducción de poesía las diferencias surgen de maneras particularmente concretas. En el caso del inglés y del español, un texto dado en español suele ser más largo: el español es un idioma principalmente polisilábico y el inglés, monosilábico; la sintaxis castellana suele extenderse más. ¿Qué pasa, entonces, a la hora de traducir al inglés un soneto, cuya unidad métrica es el pentámetro yámbico (con cinco acentos por verso)? Muchas veces, por su naturaleza silábica y sintáctica, una traducción al inglés puede completar una idea o una imagen usando menos palabras y palabras más cortas que el verso original en español —en ocasiones dejando corto el verso mismo—. Entonces, si uno quiere respetar los requisitos formales del soneto —la cantidad de sílabas y acentos en cada verso, por ejemplo—, tiene que decidir cómo cumplir con esos requisitos, cómo compensar, cómo llenar los versos sin desviarse o tomar demasiadas libertades. Y decidir también cuáles libertades quiere tomar.

Son cuestiones quizá exasperantemente específicas, impuestas no sólo por las condiciones que caracterizan alguna forma poé­tica, sino también por la realidad de cada idioma y lo que puede lograr y cómo. La sonoridad del inglés nunca va a poder replicar la del español, ni viceversa, y qué maravilla que no lo hagan. Su textura es otra. Sus vocales vienen de otro lado. Los lamentos, los regaños, las exclamaciones se impulsan a través de otro mús­culo. Me golpeo el dedo del pie: qué distinto es el ¡Ay! en español del Ouch! en inglés.

Hay quienes hablan de la traducción como si fuera una expe­riencia fundamentalmente unificadora: cruzar un puente. Y hay quienes la describen como si fuera un acto de violencia: un daño que se le hace inevitable e irrevocablemente al texto origi­nal. Me frustran ambas posturas porque, aunque tienen algo de verdad, ninguna es suficiente.

Una vez le escuché al poeta y traductor Francisco Segovia pro­poner otra metáfora que me gusta más: cruzas el puente y se in­cendia detrás de ti. ¿Por qué preocuparnos tanto por los ideales de crear sin violencia o de ejercer violencia, sin creación, cuando la creación y la violencia tan enfáticamente quieren estar juntas?

(¿Y a poco no toda comunicación escrita —toda comunicación, diría yo— es un baile torpe con otro cuerpo que nunca alcanza­remos a abrazar?).


Autores
(Nueva York, 1987) poeta y traductora, vino a México por primera vez a los nueve años, luego volvió para vivir en Oaxaca en 2005 y 2008. Licenciada en Letras Inglesas por parte del Swarthmore College (Pennsylvania), Robin dedica gran parte de su tiempo a la traducción de poesía hispanoamericana. Publicó por vez primera un poema suyo en The Kenyon Review. Ahora vive y trabaja en la Ciudad de México.