Tierra Adentro

Boyhood (Linklater, 2014) es una película compleja que explora la vida interna de un adolescente y la forma de la familia, según toda la publicidad que le hicieron. Durante doce años, Richard Linklater grabó a una historia con la idea de empatar el crecimiento físico de sus actores con el de los personajes, sobre todo el del protagonista.

El argumento brillaba por su simpleza: narrar la vida de un muchacho blanco texano desde los seis años hasta los dieciocho, cuando entra a la universidad. Así, sin más.

La película prometía, era una mezcla entre documental y ficción. Boyhood sonaba a que podía ser un experimento fílmico interesante y fructífero.

La ficción difiere de la vida real en que la segunda no tiene finales, inicios o medios. Aristóteles, en la Poética, habla de que toda tragedia tiene una unidad, los actos parciales que se suceden dentro de la historia tienen que terminar contando una historia; estos actos parciales deben estar unidos de tal forma que, de quitarse o moverse uno de lugar, esa historia se fracturaría o cambiaría a otra.

Aristóteles trata de entender qué es lo que hace que un montón de eventos juntos se conviertan en una historia. Dentro de esta misma perspectiva de la unidad, las acciones se amalgaman unas con otras y se van tomando características que sólo tienen sentido cuando se las mira en conjunto: unas de estas acciones se convierten en el principio, otras, en medios y otras, en fines.

Entonces, cuando se inventa o cuenta una historia, hay una serie de decisiones sobre qué contar, que tiene que ver no sólo con que se entienda de qué va la historia, sino para crear ciertos efectos. Así, algunas películas empiezan con una escena cercana al final (casi siempre en una situación complicada, como, por ejemplo, la balacera en un aeropuerto de 12 monkeys); otras, narran desde la conclusión de los hechos hasta el principio (como Memento, donde lo importante se encuentra en el inicio cronológico de los hechos).

Lo que está detrás de estas decisiones de cómo contar una historia, de considerar los hechos de una narración todos juntos, de poder decir que una acción es un inicio y otra es un final, es que toda ficción se basa en una selección con miras a llegar a una conclusión de todos los hechos que sucedieron dentro de ella; que uno, cuando termine de leer, ver u oír una historia, sepa que lo que sucedió tenía una razón de ser, servía para abonar a que la historia termina y fuera un círculo: desde el principio, el final era plausible; desde el final, el inicio era aceptable.

Los hechos de la vida, al contrario de la ficción, no tienen una dirección ni una intención; el principio (nacer) y el final (la muerte) son puntos absolutos en la existencia humana pero son fortuitos: uno nace y muere sin que estos dos momentos estén insertos en una lógica que pretenda que todos los hechos que sucedieron en medio tengan un sentido. No hay nadie que esté seleccionando las acciones y que las vaya acomodando de cierta manera para que, al final, todas ellas digan algo.

Estas decisiones sobre la lógica de la ficción deben ser más o menos claras para el espectador. La idea de inicio o final y de totalidad de una historia no corresponden tanto al creador como al que recibe la historia; es en él donde la lógica de un relato termina su ciclo. Entonces, uno de los puntos más fuertes de la selección de qué contar es que el lector o escucha pueda decir “ah, claro; por esto es esto”.

Este reconocimiento es fundamental, incluso para historias que se autoproclamen no aristotélicas. Los elementos de una ficción no deben ser casuales o fruto del capricho, sino necesarios para crear la unidad de las acciones. La unidad, entonces, se crea dentro de la misma ficción pero sólo si es reconocible por el espectador llega al final de su ciclo.

Boyhood propone periodo de diez años y lo resume en tres horas. El problema no es cómo resumir tanto tiempo en tan poco sino que Boyhood, al tratar de ir a horcajadas entre la vida real y la ficción, falla en ambas.

El problema es el eje de la selección. De ese gran periodo de la vida de alguien, para hacerla entrar en tres horas, debe haber una selección, un criterio que permita decir qué sí sale a escena, qué no, qué conviene que dure mucho tiempo, qué conviene que sea rápido, qué personajes salen, cuáles sólo son mencionados, etcétera. Casi siempre, este eje de selección es la historia misma, en el caso de Boyhood sería la respuesta a “¿Qué se quiere contar a través de la vida de un muchacho blanco, texano, entre los 8 y los 18?”.

Boyhood contestaría: “Quiero contar la historia de un muchacho blanco, texano, entre los 8 y los 18”. Lo cual, se ve, no tiene sentido. Eso más bien es un marco, no una historia. De ahí la sensación de que Boyhood dura de más, de que no va a ningún lado, de que hay tres o cuatro momentos en que la película parece que va a acabar, de que el final es una repetición de otro momento anterior, de que personajes desaparezcan sin repercusión en la globalidad de la película.

Se podría argumentar que así es la vida, pero, entonces, ¿para qué quiero ver una película sobre eso si ya lo estoy viviendo? ¿Para qué quiero estar tres horas viendo lo que experimento dieciséis horas diarias? Si Boyhood quiere ser el reflejo de la vida misma, ¿por qué utilizar actores?, ¿por qué poner una línea ficcional de acción? ¿No hubiera sido mejor grabar la vida de un adolescente real?

La gran deficiencia de Boyhood es que no sabe, al final, de qué va ella misma. No sabe qué es lo que quiere hacer con ese marco que propone, ¿una etnografía de la mente adolescente?, ¿un testimonio de la vida tejana? Boyhood, a pesar de su tortuoso trabajo de producción y de su interesante propuesta, es muda: al final, no le dice nada al espectador. Como la vida.