Teléfono (Des)ocupado
El 12 de febrero de 2024 el todopoderoso magnate de las telecomunicaciones, Carlos Slim, salió de su lujosa caverna y se quitó las transfusiones de sangre joven (porque qué más hace la gente opulenta). Anunció que la empresa que lo convirtió en el hombre más rico del mundo, Telmex, estaba en números rojos y ya no era negocio.
Pero hubo un tiempo en que esos números eran verde esmeralda, destellantes. A eso contribuyeron los teléfonos públicos de tarjeta Ladatel. En el México noventero, Telmex instaló una cantidad absurda de teléfonos públicos que se usaban con tarjetas de prepago y que reemplazaron a los teléfonos públicos de monedas.
Variaban los diseños de los plásticos, según los precios. Las tarjetas de 20 o 30 pesos contenían comerciales chafas, pero las de 200, 300 o 500, eran plasmadas con obras de arte. Las casetas Ladatel no irradiaban el encanto de las londinenses, eran metálicas, grises y cuadradas, sin chiste. De lejos, un recuadro celeste con un logo de una bocina blanca te ayudaba a reconocerlas.
Pasaron 20 años y con la invasión de los celulares, las tarjetas se convirtieron en un artículo de colección raro y caro. Las casetas Ladatel fueron desapareciendo y muchas las reemplazaron por teléfonos públicos de monedas, que aunque sí funcionan, tampoco nadie usa. Karma.
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Buscar teléfonos Ladatel en el centro de Monterrey se parece a explorar el desierto en busca de peyote. Fue en Estación Marte, Coahuila, cuando cansada de caminar y no encontrar ese cactus geométrico que solo conocía en fotos, derrotada me senté en la tierra.
Al levantarme, justo en el lugar donde había acomodado mis asentaderas, apareció el primer peyote, incrustado en la tierra. Era imposible no haberlo visto. A partir de ahí, los peyotes comenzaron a brotar con un eje místico por todos lados ante mis ojos. Como si el desierto por fin se dignara a confiar en mí.
El peyote bien podría ser una especie alienígena que importaron a la Tierra. No por nada, ingerirlo se compara a traer al octavo pasajero en la panza, hasta que, luego de recorrer tu cuerpo, sale disparado junto con tus jugos gástricos y empieza lo bueno.
Ya que si eres de la generación antielevarse pero adicta a las pantallas, buscar teléfonos Ladatel podría ser similar a capturar pokemones en la calle, a través de una app con realidad aumentada, en tu celular.
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El enemigo público y responsable del genocidio de las casetas Ladatel fue el celular. Esa misma noche salí a investigar si quedaban supervivientes. Subí al carro, encendí motores y puse en el estéreo Hanging on the telephone de Blondie. Inicié la ruta en Modesto Arreola, pero hace unos meses la arreglaron para, según, darle una mejor cara al Centro. Quitaron todo lo que estorbaba, excepto a los indigentes.
Necesitaba un sitio alejado de las manos de Dios y de cualquier gobernante, así que me dirigí a Villagrán, famosa zona roja en los 90 y 2000. Si bien, ya no existe la gran cantidad de bares de mala muerte de antes, las condiciones deplorables en la calle continúan desde entonces. Supuse que por ahí podría encontrar un teléfono Ladatel. Supuse bien.
Iba sospechosamente lento desde Treviño y al llegar a un semáforo en rojo, en el cruce de Villagrán y Espinosa, volteé a la derecha y la luz carmín resplandeció en una caseta. Mi corazón empezó a saltar con la fuerza del día uno en Estación Marte. Puse las intermitentes y, al acercarme, mi sorpresa fue mayor: era una caseta doble.
No solo había sobrevivido un Ladatel al olvido, sino dos. Los examiné con el detenimiento de un regalo nuevo, aunque los usé más de una década. No se veían mal, solo algo raspados y empolvados. Incluso levanté la bocina y la acerqué a mi oreja; me arrepentí al instante.
El segundo hallazgo fue más dark. La caseta estaba a tres cuadras, afuera del Hospital San Vicente. De volada la divisé, rememorando el segundo peyote. Pero estaba de espaldas, escondida entre las ramas de un árbol, apenas iluminada y medio bloqueada por una Van.
Miedo y asco en la caseta. Al asomarme, olía a miados frescos. El teléfono estaba cubierto por una costra negra y seca. Como si Carlos Slim, o cualquier otro ser con un pacto con el Diablo, hubiera comido peyote y se hubiera vomitado sobre el teléfono. Continué la investigación y encontré otras dos casetas telefónicas de muerte: una afuera de una funeraria y otra a un costado de Televisa Monterrey.
Por fin, encontré al santo grial de los teléfonos públicos Ladatel. Era tan horrible, que era hermoso. Viva representación del fuerte devorando al débil. Torcido, cabizbajo, golpeado, rayado, escupido, miado, magullado, resistiendo el caos que reina en su ubicación, saliendo de la estación del Metro Fundadores. Presenciar esa imagen con la luz del día era imperativo.
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El martes 13 llegué al punto (donde estaba el teléfono) a la una y media de la tarde. Desde la acera de enfrente, se veía un camión ruta 223 que avanzaba caracoleando y descubría el teléfono poco a poco. Entre el bullicio diurno, su magnífica fealdad era aún más bella.
Crucé la avenida Cuauhtémoc para apreciarla correctamente. Caminé con dificultad entre varios puestos ambulantes, uno de calcetines, uno de regalos para el Día de San Valentín que sugieren que lo importante no es lo que regalas, sino el detalle; uno de dulces y papitas, uno de churros, otro de calcetines y uno de quesadillas estilo México, hasta que topé con el teléfono.
Fácil sería una obra de arte conceptual con destino a Zona Maco. Qué perfecta ironía si existiera una tarjeta Ladatel con una foto de ese teléfono, por supuesto, de 500 pesos. Lo único que sujetaba esa caseta era un cable amarrado en un poste. Diversos artículos se recargaban sobre él, una sombrilla roja de Coca-Cola, una escoba, un recogedor, tinas con cemento, un diablito, y colgaban bolsas negras de basura. Todo armonizado con Los Caminos de la vida que salía de un radio cercano.
A su lado, un montón de usuarios del transporte urbano esperaban su camión. Visualizo mentadas de madre en los 90 por las largas filas para llamar desde ese punto. Ahora, las personas pasaban sin siquiera notar la reliquia que en años pasados les facilitó comunicarse. Inmersos en sus pantallas, tecleando, cabizbajos como la caseta, proseguían con su existencia.
Porque con la llegada de WhatsApp, los mensajes escritos arrasaron con la preferencia. Llamar por teléfono se transformó en sinónimo de invasivo o acosador, e incluso, hay que pedir permiso.
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Deambulé por el centro, recordando esas veces que le llamaba a mi crush desde un teléfono público para que no reconociera mi número en su identificador, solo para escuchar su voz diciendo: ¿Bueno? Y luego colgarle. En la actualidad, la gente ya no responde llamadas pensando que del otro lado hay un cobrador, un agente de call center rogando que te cambies a Movistar o un presidiario queriendo extorsionarte.
Entonces hallé otro teléfono en Matamoros y Guerrero. A diferencia de los demás que tenían un soporte por detrás, este estaba empotrado a una pared lila de un negocio. De los supervivientes que vi, era el único con energía eléctrica. Los dígitos en la pequeña pantalla decían: INDISPONIBLE POR EL MOMENTO. Dudo que vuelva a estar disponible alguna vez.
En la manejada final, vi otros dos teléfonos en la lejanía: uno en Cuauhtémoc y Espinosa, y otro en Juárez y Arteaga. Ahí concluyó mi búsqueda. En total, sumé ocho supervivientes a la purga.
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Tres días después, ya había olvidado los teléfonos públicos otra vez. Fui a un Oxxo que suelo frecuentar, en Tapia y Diego de Montemayor, y por primera vez noté que había dos teléfonos Ladatel pegados en una barda. ¿Cómo era posible que no los hubiera visto? El misterio continuaba, al igual que con el peyote. Número de supervivientes: 10.