Y el morbo se hizo carne
Grrr, grrr, grrr, vociferaban mis tripas haciendo una trifulca, reclamaban el antojo de media tarde: botana con exceso de salsa picante. Sin titubear, me dirigí a la tienda de autoservicio, como autómata fui al pasillo exacto donde se encontraban.
Casi al salir del establecimiento, algo me llamó la atención: era amarillo con rojo como la sangre expuesta con tal honestidad: “Empozolado”, exclamaba el trozo de papel, con tipografía grande como la imagen misma del cadáver descuartizado dentro de un tambo de 200 litros que ocupaba casi todo el tabloide, a excepción de un recuadro en la esquina superior donde aparecía una modelo en ropa interior.
La sangre vende, con esta frase quería mitigar las ganas de devolver el estómago después de ver aquello. ¿Cómo nació esta simbiosis tan convulsa de desdibujar al pudor y el erotismo?, ¿por qué llegamos a los límites de normalizar el consumo de la sexualidad con lo abyecto de un crimen?
Como especie, aún le tememos a la muerte, sin darnos cuenta que el verdadero terror fue el desmantelar nuestra capacidad de asombro o repulsión por ella. La reemplazamos por una nueva retórica unívoca: la corporalidad es una máquina de consumo, sea como sea, viva o muerta.
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Y el morbo se hizo carne: clic a clic, con imágenes sugestivas, sexting, doble sentido, twerking, lubricantes, sabor afrodisiaco, sadomasoquismo, modelantes, dickpicks, operaciones para exaltar cada curva del cuerpo, poppers, bondage, viagra, vibradores, perreo, etc. El porno es cada vez más popular; menos escandaloso. Fue todo un éxito el mostrarlo en contenido casual –de fácil consumo-, abrió nuestros canales de curiosidad –el qué va a pasar- por más repulsivo que sea.
Hemos condicionado nuestra existencia al placer instantáneo de experiencias en pro de la virtualidad. Ahora, la carne se recorre pagando contenido exclusivo a través de los confines de una pantalla. En este despojo del ente personal, no dimensionamos la historia particular junto a los desafíos que enfrenta cada corporalidad. Escapamos a la idea que cada ser -unos más que otros- nos encontramos en una constante lucha por tener validez -consciente o inconsciente-.
Nosotras las mujeres, padecemos con mayor intensidad esta pornificación de lo cotidiano. Nos volvimos un territorio de placer o de muerte, se nos despojó de nuestra identidad para volvernos un objeto. Se nos exige un canon de belleza determinado donde no importa la radicalización de los métodos para llegar a ello –aunque se pueda fallecer en el intento-. Además, la juventud no se puede perder, por ello nuestros mejores amigos son: el botox y el ácido hialurónico para mantener la piel tersa; seguir en el juego del deseo y mantenernos sexys ante el ojo del otro –del hombre-.
Para configurar nuestra identidad sexual, tenemos dos opciones: la invisibilidad o ser cogible. Si escogemos la primera estamos destinadas a ser “olvidadas” ante el ojo del deseo masculino, por ello desde adolescentes nos fuerzan a usar maquillaje, pantalones ajustados, escotes y demás artilugios para ser visibles –deseables-.
Además del peso social de ser mujer, ser parte de la disidencia sexo-genérica vuelve mi existencia es un acto de resistencia contra-sistémico, debido a que mi cuerpo en esta sociedad se ha vuelto parte del circo mediático, donde una parte me hipersexualiza y vuelve un fetiche, mientras que la otra busca mi exterminio –físico o social- por ser este “error” el cual no encaja en los cánones preestablecidos.
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La sometiste, la tomaste con fuerza del cabello. Estás muy excitado, te posas con autoridad delante de ella. Crece en ti el deseo de someterla con fuerza, con esa violencia que tú solo conoces, con ese vigor de hombre. Así lo viste –viviste- de los doce años, repasas en tu cabeza cada escena, de cada película; te excita recordar aquellas mujeres exuberantes.
Una mujer, una muñeca, un objeto o qué más da. Te trastorna el poder, querer poseerla, ella vivirá contigo porque sabes que les encanta ser sometidas. Está ahí, te mira de manera nerviosa, con temor, pero tú sabes que es placer. Ella no es perfecta, lo sabes, no tiene esos pechos grandes, ni ese sexo tan limpio, ella debería estar agradecida: ¡te fijaste en ella! Pero ella no importa, sólo tú, es tu placer, tu miembro, tu bendito semen. Todo gira en ti, por ti: como el gran sistema de placer que eres.
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Quizá fue el mismo cristianismo con su ignominia por la lujuria –lo prohibido es más satisfactorio- , quien nos enseñó a través de su iconografía el goce de ver a un Cristo flagelado en obras como la Piedad de Miguel Ángel o en la infinidad de representaciones de la crucifixión.
De lo que estoy convencida, es habernos inculcado el pensamiento sadomasoquista, gracias a sus 300 años de tortura en la Santa Inquisición. Dejen les cuento mis motivos para tal aseveración, a través de manual inquisitorio para el goce:
En la búsqueda de placer, es un deleite usar las cuerdas para ser sujetadas de pies y de manos. Este es el juego de la dominación, así como lo era el potro para hacer hablar al acusado, hoy lo usamos para gritar –confesar- nuestra excitación.
En la antigüedad se usaban los azotes para someter, hacer confesar o simplemente para condenar por los pecados cometidos. Pudimos buscar el goce en el sadismo, azote con azote, palmada con palmada, zaaaz, zaaaaz: ese exquisito sonido del látigo pegando en la piel. El dolor (des)controlado nos genera una goce único.
Y junto a ello viene el gusto culposo –y no tanto- de la humillación erótica. Así como nos leían nuestro acto de fe con toda la ignominia cometida. Hoy nos encanta eyacular, escupir u orinar sobre el cuerpo del sumiso, especialmente sobre su rostro o boca, mientras le gritas lo cuan basura: delicioso.