Tañido de campanas
A veces el azar provoca agradables casualidades, pensé al escuchar de pronto el tañido de campanas de alguna iglesia cuando caminaba por las calles de Lagos de Moreno en busca de la casa donde vivió el poeta Francisco González León. Y sonreí también con aquellas sonoridades, ya que el poemario más conocido y famoso de este escritor laguense se titula, Campanas de la tarde.
Después de preguntar en la Casa de Cultura por la casona (finca) del “ermitaño de Lagos”, como lo nombraba su amigo Ramón López Velarde, la localicé. Si bien perdió el destino habitacional, subsiste gran parte de su originaria fachada con jambas de cantera que enmarcan las puertas y los ventanales aún de madera. Y esto se debe gracias a la privilegiada ubicación que mantiene; a un costado de la Parroquia de Nuestra Señora de la Asunción y frente a la plaza principal del centro histórico de la ciudad. Hoy se ha convertido en el hotel La Troje y otros pequeños locales comerciales, y a principios de los años sesenta la ocupó una sastrería, pero es posible ante su fachada imaginar al solitario poeta desde aquel balcón de herrería forjada evocando la vida pausada y monótona que transcurría a inicios del siglo XX, como lo describe en su poema que Panoramas:
Panoramas de la mañana que alcanzo desde mi ventana. Sillares y molduras de la iglesia que se detallan por lo tan cercana. Mañana ventosa que en el arbolado de la plazuela combina en los ramajes muecas y caras, risas y cabeceos, cual si fueran los de un corro de vecinos en chismorreos. Unas golondrinas violentas platican sobre una cornisa; y bajo el alero se engríe un panal, que tiene la traza, como de campana de papel de estraza… Y aturde en la torre una otra campana; (pero de verdad: una vieja esquila que tiene voz de chiquilla y un siglo de edad.) Repica y se aloca, voltigea y toca, de prisa, de prisa, pero tan de prisa, que la vieja loca se ahoga de risa… No sé qué prefiero: si el panal callado bajo del alero, si el cinematógrafo del arbolado, o si de la esquila la prisa y la risa dentro del campanario de torreón longevo, y que así me aclara la impresión precisa de loca gallina que se escandaliza porque puso un huevo…
Por distintos textos que he leído me entero que González León fue un hombre de personalidad refinada, ceremonioso, en extremo modesto, algo huraño, romántico y demasiado tranquilo. Que vistió invariablemente trajes negros y mantuvo una vida monástica, casi franciscana. Y su biblioteca personal apenas constaba de unos ciento cincuenta libros y los únicos viajes que llegó a emprender ocurrieron a la ciudades de León y Guadalajara, donde estudió seis años para titularse de Profesor en Farmacia, y ya siendo octogenario sólo una vez se atrevió visitar la capital del país.
Tan enraizado era a su terruño que desde su matrimonio, en 1898 con Petra Antuñano y por 47 años, González León habitó esta misma casona dividida en dos: al frente, sobre la calle Miguel Leandro Guerra estableció su botica “La Luz”, que en horas de mayor actividad comercial más de las veces permanecía cerrada porque en su interior ocurrían animadas tertulias literarias con escritores amigos como Mariano Azuela, Bernardo Reina o José Becerra. Y hacia atrás, a inmediaciones del ex convento de las Capuchinas, en la calle Pedro Moreno y con el número 3 que poseyó mucho tiempo y hoy es el 446, permaneció el hogar donde vivió siempre y murió el poeta-boticario de Lagos. A este domicilio llegaba el cartero para entregar revistas literarias venidas desde Francia, España, Sudamérica, de la ciudad de México, Guadalajara o Monterrey; libros de escritores de la llamada generación del 98, sobre todo de Azorín; o las obras que iban publicando Leopoldo Lugones, Rubén Darío, Juan Ramón Jiménez, Amado Nervo y Enrique González Martínez.
Fotografié ambas fachadas de la casa para registrar su presente existencia y luego me senté en una de las bancas de metal que rodean la plaza principal. El cielo mantenía un azul intenso y las nubes se desplazaban lentas, traté de imaginar las calles empedradas como por largo tiempo lo fueron, alguna carreta traqueteando por ellas, el sonido de las campanas marcando el tiempo y al poeta Francisco González León regresando a su casona después de una de sus acostumbradas caminatas, con las manos unidas a su espalda como solía siempre hacerlo. Pero no fue posible, en ese momento los cláxones de unos automóviles comenzaron a sonar por un camión que descargaba unos muebles y les impedía el paso. Decidí dejarme de ensoñaciones y comencé a buscar un buen sitio para comer, pero en cada paso emprendido deseaba que las campanas volvieran a tañir con aquella nostalgia del pasado ya perdido.
Fotografías de Godofredo Olivares.