Split: las posibilidades de un subgénero
The sixth sense, Unbreakable, Signs, The village: películas que, hace más de una década, cimentaron la noción de M. Night Shyamalan como un director de vueltas de tuerca. Permitáseme hacer ahí una anotación: más que hablar de vueltas de tuerca —es decir: de giros un tanto inesperados o inverosímiles en la trama—, de lo que creo que hablamos cuando hablamos del cine de Shyamalan es de revelaciones. Es decir: en el cine de Shyamalan lo que aparece —muchas veces, hacia el final— no es algo sacado de la manga, no es algo que no esperábamos —como sí sucede, por ejemplo, en los casos del cliché «todo era un sueño»—, sino, por el contrario, algo que esperábamos, que sabíamos que estaba ahí, solo que no conocíamos su exacta naturaleza. En el caso de The village, por ejemplo: es claro que algo estaba mal en ese sitio, que los monstruos no existían o que no eran lo que esa gente se repetía que era. Entonces, pues, el final —el plot twist, o como prefiero decirlo, la revelación— no aparece algo de la nada, sino que viene a develar algo que siempre supimos que estaba ahíi.
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La anécdota de Split, que cuenta las aventuras de un sujeto con veintitrés personalidades —a punto de descubrir las capacidades de una personalidad más, oculta hasta entonces—, ha sido discutida ya por su retrato de la salud mental. Es cierto: el lugar común del enfermo mental que se embarca en una serie de brutales asesinatos ha sido visitado hasta el hartazgo, y Split, es verdad también, resulta relativamente formulaica al retratarlo. Digo «relativamente» y no «en su totalidad» porque creo que en el fondo de la película palpita una preocupación genuina por la dimensión real del problema y por la falta de concientización al respecto —esto porque Shyamalan es uno de esos creadores que creen que los discursos pueden envolverse en la metáfora de la ficción más que en la presentación o alusión directa de sus asuntos—. Un crítico generoso con la obra no leería la representación de la salud mental como una explotación de las enfermedades reales, sino que señalaría que buena parte del conflicto ocurre debido, precisamente, a que la gente —incluida la comunidad científica— parece no creerle ni a Kevin, el hombre de las veintitrés personalidades, ni a la doctora Fletcher, la siquiatra de Kevinii. Es decir: leída desde ahí —y en conjunto con otras películas firmadas por Shyamalan— tanto Split como Signs como The Sixth Sense funcionarían como un llamado de alerta, un recordatorio acerca de la necesidad de escuchar los gritos de auxilio de los que nos parecen débiles o diferentes.
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Split es, tal vez, la mejor actuación en la joven pero nutrida carrera de James McAvoy. McAvoy es un rostro conocido para todos los que frecuentan el cine de superhéroes, gracias a su papel del joven Charles Xavier en la saga de X-Men. Sin embargo, es Split en donde despliega su arsenal de posibilidades histriónicas —de forma similar a aquel despliegue dual de Edward Norton en Primal Fear—. Lo de las veintitrés personalidades, tan publicitado en notas de prensa y críticas laudatorias, es puro hiperbólico cuento: en realidad, Split se concentra en seis personalidades centrales —Hedwig, el niño de ocho años; Patricia, una mujer sicópata, casi fanática religiosa; Dennis, con trastorno obsesivo compulsivo; Barry, diseñador de modas; Kevin, el sujeto que los contiene a todos, y La Bestia, la personalidad número veinticuatro, dotada de habilidades metahumanas—, suficientes para mostrar el abanico de McAvoy. En una escena particularmente intensa [van spoilers], la doctora Fletcher cae en la cuenta de que Dennis ha tomado control casi total de Kevin, y que se ha estado haciendo pasar por Barry, quien en las noches emerge y envía desesperados correos de auxilio a su siquiatra. La siquiatra, temerosa, le pide a Dennis que se revele, y entonces el rostro de McAvoy, que aparece iluminado mientras la personalidad de Barry está a cargo, se ensombrece: las facciones parecen afilarse, la masa corporal aparenta aumentar, la mirada se reviste de una maligna dureza. Es un desplante actoral notable, vaya, y en él reside buena parte de la potencia de Split: un thriller o una película de horror son tan buenos como efectivos sean sus monstruos.
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La anécdota de Casey, la otra protagonista de Split, también ha sido señalada como un uso indebido o distorsionado del abuso como estrategia narrativaiii. Creo que esa lectura es apropiada, pero no la única posible. Porque si se lee a Kevin no como un sicópata puro que goza de hacer daño nomás por amor al arte, sino como un sujeto perturbado producto de una infancia abusiva y una adultez complicada, Casey aparece ante nosotros como la contraparte de ese mismo proceso, como otro tipo de resultado posible. Casey, como Kevin, sufrió un abuso prolongado durante su niñez y adolescencia —de hecho, Casey es una víctima por partida doble: conforme la trama de la película se desdobla en flashbacks que honran el título, Dividido, nos enteramos que no solo sufrió abuso sexual por parte de su tío, sino que, a la muerte de su padre, Casey pasó a la custodia legal de su abusador—. Pero Casey sale del atolladero traumático conforme avanza la película. Asume que el trauma seguirá ahí, como parte de ella, pero no como una seña que la defina de manera vitalicia. Si algo me quedó a deber Split fue, justamente, la clausura de ese arco: aunque puedo interpretar el disparo de Casey contra La Bestia como un cierre a aquel disparo que [de nuevo: spoilers] Casey no logra ejecutar contra su tío abusador, me sigue faltando más. Me faltó, pues, catarsis.
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Una de las marcas autorales de Shyamalan de las que se escribe con menor frecuencia —pero que siguen ahí desde hace veinte años— es su persistente interés en buscar fotógrafos extraordinarios para sus películas. Un ejemplo de esa minuciosidad puede verse en su anterior filme, The visit: filmada como found footage, Shyamalan recurrió a Maryse Alberti como su directora de fotografía. Alberti ha hecho gran parte de su carrera filmando cine documental, y cuando se pasa al terreno de la ficción, su trabajo tiende al naturalismo: en su filmografía se encuentran, por ejemplo, The Wrestler de Aronofsky o Tape de Linklater. Split no se despega de esa tendencia: su fotógrafo, Mike Gioulakis, también de It follows, trabaja con encuadres divididos diegéticamente, como acentuando o aludiendo a la condición dividida de Kevin:
Supongo que lo que quiero decir es que Shyamalan es un director en control de la mayoría —y escribo «mayoría» con «totalidad» en la punta de los dedos— de los elementos técnicos de sus películas, algo que no es para echar en saco roto en esta época de metraje digital, shaky cam y edición caótica.
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Una vez que Split termina, vemos una escena que, a manera de coda, vincula a esa película tangencialmente con el tema de esta intermitente columna. Sentados a la mesa de un diner, unas personas ven las noticias del ataque de La Bestia —que los medios conocen, ahora, como La Horda—. Se menciona de pasada el hecho de que La Horda posee ciertas habilidades sobrehumanas. «Como aquel otro sujeto, el de la silla de ruedas. También le pusieron un apodo. ¿Cómo se llamaba?», pregunta una comensal. La cámara describe un leve movimiento lateral para revelar a Bruce Willis —caracterizado a todas luces como David Dunn, protagonista de Unbreakable—, quien responde: «Mr. Glass. Lo llamaban Mr. Glass». Corte a negro. Ruedan los créditos. Y esta escena no solo resignifica —es, esta sí, un auténtico plot twist— la película como una secuela lateral de Unbreakable, una de las mejores películas de superhéroes jamás filmadas, además de cariñoso homenaje a la cultura del cómic, sino que, en consecuencia, convierte al thriller de buena factura que acabamos de ver en una cinta, al menos tangencialmente, superheroica. Visto desde ahí, creo, Split mejora: se convierte, pues, en una —modesta, si se quiere— demostración de las amplias y a menudo ignoradas posibilidades del género superheróico.
i No digo que Shyamalan no trabaje con vueltas de tuerca. El caso de Signs quizá sirva para ilustrar eso: el agua como herramienta de aniquilación de los alienígenas aparece como algo ligeramente inverosímil, inesperado: over the top, dirían los anglosajones. Sin embargo —y esto gracias a que Shyamalan es un director estrictamente educado en el cine clásico hollywoodense, con Hitchcock como uno de sus grandes referentes en la escritura y estructura de sus filmes—, el agua siempre está ahí en Signs, desde el principio de la película, como una presencia ominosa que es casual tan solo en apariencia. Es decir, incluso cuando el cine de Shyamalan da un giro inverosímil, pretende hacerlo anunciándose, dejando pistas regadas por toda la película.
ii Esto es un eco —amplificado— de una incredulidad real: el trastorno de identidad disociativa, aunque generalmente aceptado, sí enfrenta, aún, prejuicios que cuestionan su existencia, dentro y fuera de la comunidad siquiátrica.
iii Al margen, al menos en este texto: sé bien que esas lecturas han ido en aumento en años recientes. Mi propia manera de ver las películas —extensiva a los productos culturales en su totalidad— ha cambiado con los tiempos, en buena parte debido a la atención creciente que ha recibido el feminismo de tercera ola. Sé bien, también, que a muchos críticos y lectores les pueden parecer fastidiosas, o cansinas, o innecesarias; lo sé porque en su momento a mí también me lo parecieron. Empero, extiendo la invitación a añadir esa capa de interpretación al cajón de lo posible: no solo por el potencial social del arte, por su capacidad de incidir en el mundo, sino por la posibilidad de tener filmes más ricos, con mayor textura y complejidad, con personajes mejor escritos, mejor construidos, es decir, si se perdona el cliché, más humanos.