Tierra Adentro
Ilustraciones de José Pichardo

 A partir de la reciente publicación en español de Nuevos territorios del drama, Édgar Chías entabla un diálogo con el dramaturgo Jean-Pierre Ryngaert para hablar de la escena teatral en México, los vicios de las instituciones centralistas y los mismos escritores. En este ensayo, el autor pone en escena las fallas del teatro contemporáneo nacional y aporta algunas ideas para crear vínculos continentales e internacionales.

De entrada, como debe ser, la ambición desmedida: es verdad que no puedo hablar de un campo tan amplio, desconozco la exten­sión total y la particularidad de cada caso —en América, la latina, cada país es un mundo, y cada teatralidad incrustada en el tejido geo-político-temporal, en los gestos culturales propios, produce sensibilidades y respuestas, si no radicalmente distintas, cuan­do menos divergentes. Voy a hablar de México, un país que, por cierto, está cambiando, pero que lo hace para conservar sus vie­jas formas —perversión de perversiones.

Quise usar la expresión para sugerir una imagen o, más preci­samente, la sensación de solitud que nos embarga cuando son los presupuestos —seguramente malentendidos, sin duda alguna mal traducidos— de un viejo drama realista —al más puro estilo del siglo xix— los que nos arrojan a la periferia de lo no teatral, de lo no dramático, de lo sin derecho a existir en los escenarios insti­tucionales del país. Voilà los gestos culturales de centralidad en la nación azteca.

Para que se entienda la soledad en —esta porción de— Amé­rica y el sentido del diálogo con Nuevos territorios del diálogo, im­portante compendio de gestos de la textualidad (¿teatralidad?) contemporánea en México, se impone la presentación, bien que escueta, de algunos antecedentes.

La escena mexicana contemporánea ha sido refractaria a las transformaciones del drama y de la escena contemporánea mun­dial. Me gustaría decir que tal hermetismo obedeció a fuertes gestos, profundamente autónomos, de la teatralidad o del drama, pero no. Algunas conductas institucionales podrían expresar de forma sintética el estado general y las tendencias dominantes del drama y la teatralidad en México:

La persistencia, en los centros nacionales de formación acto­ral, de las lecturas a veces distantes, generalmente fidelísimas del «método» stanislavskiano, con su implicación profunda: teatralidad de matriz verista decimonónica, escenarios figura­tivos y práctica actoral enmarcada en la presunta complejidad subtextual, las altas intensidades emotivas y el registro casi ex­clusivamente psicológico en la construcción de personajes que tienen una vida tan vasta y tan detallada como el actor mismo.

La centralidad cultural emanada de la centralidad económica —modernidad dictatorial—, que ubica en los entornos urbanos, específicamente de la Ciudad de México, el epicentro teatral. La única compañía de representación «nacional», dependiente del Instituto Nacional de Bellas Artes, reside en la capital y su campo de influencia no excede, regularmente, los límites de Coyoacán. El repertorio enfatiza que somos periferia, pues en general es una revisión del repertorio mundial del que son cen­tro Shakespeare, Chéjov y Brecht —sólo recientemente, como un afortunado descuido, algún autor nacional.

La formación de numerosas generaciones de autores en el seno de talleres presididos por gurús que procuraron a ultranza la perpetuación de su estilo en la pluma de sus alumnos: clona­ción de modos y perspectivas dramatúrgicas ancladas en el cuadrante aristotélico-hegeliano, en la teoría genérica (había que escribir las obras, para que éstas fueran aprobadas por los maestros, ¡según la preceptiva que indica cómo es un melodra­ma o una tragedia o una tragicomedia!). Obvio, rigurosamente ceñidos a los componentes dramáticos tradicionales: fabula­ción, personaje y dialoguismo. Las instituciones desconocían (hasta hace poco) cualquier práctica divergente.[1]

La ausencia de una crítica teatral lúcida, capaz de lanzar la mirada más allá del realismo corto de ambición nacionalista y de los presupuestos poéticos emanados de las dudosas lec­turas de Aristóteles y la teoría genérica.[2] Más que críticos, la escena mexicana contemporánea ha negociado con un grupo de opinadores variopintos nada proclives a los lances teóricos organizados, ya no digamos científicos, capaces de dialogar y ponerse al día.

La poca investigación teatral y de procesos académicos cien­tíficos capaces de dialogar con las creaciones actuales.[3] Hasta hace poco, toda investigación teatral estuvo dedicada a levan­tamientos históricos parciales y lejanos. No concebían utilidad alguna en estudiar dramaturgia o espectáculos que no hubieran sobrevivido al menos cincuenta años con éxito, según las esca­sas y estrábicas críticas periodísticas.

Ilustraciones de José Pichardo

Ilustraciones de José Pichardo

¿Qué quedaba ante un panorama tan yermo? Pascal Quignard al rescate: ser Butes, no atarse, exponerse al canto de las sirenas para tirarse de cabeza a las aguas embravecidas. Dis-sedeo: des sentarse, moverse, ponerse en pie y saltar para llegar a donde pu­dimos no haber ido.[4] Y luego lo aberrante, lo híbrido, lo contami­nado-contaminante. Lo que no se puede nombrar, lo que excede la realidad descrita y estable. Los desbordamientos negados, las prácticas anómalas que no pueden —según criterios estables de las instituciones— exhibirse en los escenarios del país porque no abrazan los usos tradicionales.

Luego la ruptura; luego, la escuela de la desobediencia.

A finales de la década de los noventa y principios de los dos­miles, se registró un numeroso grupo de autores que tenían en común la formación heteróclita, prácticas divergentes, anóma­las, que pulverizaban los presupuestos estables del drama y de la composición dramática. Un puñado de locos furiosos —que tenía su equivalente sajón con el grupo al que malamente llamaron In Yer Face—. La sexta generación —también llamada injustamente la generación cerda—[5] de autores dramáticos presenta una serie de características que marcan un hito respecto a las camadas y generaciones anteriores:

No se formaron bajo la tutela de los grandes maestros del rea­lismo mexicano de cepa nacionalista, ni de los autores de la quinta generación —que se preocuparon por apartarse del eje temático dominante (la identidad mexicana) y por diversificar las estructuras fabulares, por reliteraturizar al diálogo (David Olguín); por introducir recursos del audiovisual en sus histo­rias (Luis Mario Moncada); por inscribir los relatos históricos en fábulas que renunciaban a la linealidad trágico-narrativa (Jaime Chabaud); por recuperar a los clásicos desde una pers­pectiva actual, ágil y aparentemente despojada de densidad (Ximena Escalante).

Dejaron de preocuparse por responder qué es lo mexicano, sim­plemente lo fueron.

No abrazaron una poética homogénea y legitimadora ante las instituciones culturales y se agruparon en células periféricas de autopromoción y lanzamiento directo ante el público.

Problematizaron sistemáticamente las estructuras narrativas de su tradición dramatúrgica mediata e inmediata; los siste­mas de actuación; la puesta en escena como una puesta en pie de textualidades coherentes, institucionalizadas —realistas, fi­gurativas, políticamente correctas— e incluso a la textualidad misma. Pusieron en jaque la forma de escribir y los objetos escritos llamados drama.

Organizaron aislados pero cada vez más consistentes foros de reflexión y formación de un saber que aceptaron como inesta­ble, en movimiento, en desarrollo y en diálogo natural con las teatralidades del mundo.

⇒                                                                              Llegaron de forma intuitiva —casi ninguno había tenido con­tacto directo con la escena y la dramaturgia internacional—, de forma contundente y afortunada, a desarrollos experimentales que se habían efectuado ya en etapas históricas anteriores y a aquellas que se desarrollan por contagio o por simultaneidad en las dramaturgias actuales (anunciadas y extraordinariamente descritas en Nouveaux territoires du dialogue).

Incluso algunos espectáculos de importantes compañías mexi­canas con presencia en notables festivales internacionales (Teatro de Ciertos Habitantes, Teatro Línea de Sombra, Lagartijas Tiradas al sol) padecieron la incomprensión, la descalificación a priori, el anatema lancinante de los protectores del drama y del teatro idén­tico a sí mismo: «no producir teatro, proponer erráticos balbuceos en los que la actuación —y por extensión el personaje— está(n) ausente(s); en los que no se cuenta claramente una historia y en los que los diálogos revientan la forma tradicionalmente acep­tada». Más soledad, periferia, resistencia obligada. Tristemente irónico ha sido el hecho de poder establecer diálogos productivos y notoriedad fuera del imperio azteca. Pero sí: nadie es profeta en su tierra.

Y he aquí que aparece, en el horizonte de algunos disiden­tes mexicanos, el consuelo de no estar completamente solos en América.

Lire le théâtre contemporáin ( 1993), aún inédito en nuestra re­gión, nos ofreció la posibilidad de vislumbrar otra perspectiva en los estudios teatrales al extender hasta el presente la lectura de los fenómenos escénicos y dramáticos. Cuando Ryngaert establece vínculos entre la tradición inmediata y las prácticas recientes, sin que medie entre ambos la idea de lo canónico —lo establecido, lo paradigmático que debe imitarse de forma dogmática para siempre jamás—, tuvimos un respiro. Sentimos la enorme necesidad de leerlo en voz alta, de llevarlo a los recintos universitarios para darlo a conocer, para pensar con él el teatro contemporáneo mundial y, por extensión, el nacional.

Abrir la mirada hacia otras teatralidades, sensibilizar a críticos, creadores y estudiantes teatrales que abrazan con fuerza sus cer­tidumbres estables, no ha sido sencillo. ¿Cómo ampliar el marco de la discusión, incluso a nivel universitario, cuando un lector espectador «entrenado» simplifica su percepción diciendo que todo lo que no es realista es teatro del absurdo?

En ese libro, Ryngaert señala que la historia del drama no se ha consumado, que se trata de una historia en movimiento, y que si bien los autores de hoy no pueden dejar de pensar que deben en­contrar su lugar en esa estrecha zona signada por el «después de Beckett» o el «después de Brecht», ese después es posible.

Ilustraciones de José Pichardo

Ilustraciones de José Pichardo

Con Nouveaux territoires du dialogue (2005) y Le personnage théâtral contemporain: décompositión, recomposition (2006), M. Ryngaert nos ofrece como lectores distantes, pero profundamen­te interesados, un material valioso para las enardecidas discu­siones en torno a la estabilidad y permanencia del diálogo y del personaje en la ficción literaria dramática mexicana. La amplia exposición, la precisión con que se nombran, explican y organi­zan en un breve pero certero inventario, fenómenos y prácticas, posibilita un acercamiento más claro a algunos autores europeos de la tradición inmediata, tanto como a algunos de ellos en con­tinua producción, pero aún más. Estos esfuerzos sistematizados han de ser referente obligado para los estudiosos de estas tie­rras, quienes ahora pueden nombrar las estrategias escriturales de Legom (repetición-variación en Odio a los putos mexicanos); Alejandro Ricaño (diálogo conversacional en Más pequeños que el Guggenheim); Hugo Wirth (désemboatîment et tuilage en El día de la intolerancia); Alejandro Román (diálogo didascálico en La misa del gallo), etcétera.

Pero el alcance es mayor. Para efectos de la pedagogía drama­túrgica, los aspirantes pueden reconocer ciertos procedimientos descritos en las obras de Ryngaert para estudiarlos en relieve y en un ejercicio lector de dramaturgia comparada (en las obras origi­nales tanto en aquellas de nuestra región lingüística en las que, a manera de eco, reaparecen los antiguos hallazgos).

La aportación del pensamiento de Ryngaert a los estudiosos y creadores mexicanos actuales es incuantificable. Ha de pasar un poco de tiempo para llegar a entender la amplitud de su influen­cia, pero ésta ya es un hecho; es real en tanto que los fenómenos que nombra y estudia están en el ambiente, en nuestros escena­rios y libros de dramaturgia. También porque de forma oral se le ha citado para explicar, en una suerte de repetición-variación, un espectáculo a partir de sus estudios. Y porque hasta hoy se cita su pensamiento en los salones universitarios de avanzada, también en una especie de extraña coralidad, sólo mientras llegan, prime­ro a nuestra lengua y luego a las manos de los ávidos lectores, los libros del maestro.

Ahora nuestra soledad americana se siente un poco acompa­ñada por M. Ryngaert. Ahora, nuestros monólogos dislocados, aberrantes, ecolálicos, han cobrado sentido porque existe, aunque remoto, un generoso interlocutor.

 

 


[1]Es curioso cómo la forma de entender el teatro desde la institución se extiende a las conductas sociales de un gremio. Para prodigar estímulos económicos y espacios de representación, las instituciones solicitan a las compañías la garan­tía de un texto dramatúrgico-literario. Lo grave no es que no acepten como un hecho frecuentemente asentado que hay experiencias escénicas —muy logra­das— que no partieron ni llegaron necesariamente a un texto (única palabra válida, la fija, la reconocida por la tradición) porque construyeron a partir de otra escritura, o escribieron en otro soporte; lo alarmante es que cuando se ofrece un texto que no está notado ni se adhiere a los códigos establecidos —que sueñan únicos y permanentes—, nuestros hábitos lectores no colapsan, no los entende­mos y, por eso mismo, no los consideramos útiles o válidos. Algo parecido sucede en los premios nacionales de dramaturgia, que suelen otorgarse a conductas textuales estables, reconocibles, cómodas.
[2]Aquella que emana de las lecturas místicas sobre los esfuerzos que van, en nuestra genealogía académica, de Rodolfo Usigli a Luisa Josefina Hernández, y de ésta a sus alumnos. Esta lectura genérica se ha detenido en siete marbetes permanentes que permiten cierto número de combinaciones que se desean su­ficientemente amplias como para no tener que anclarse a la realidad concreta de una geografía y de una época. La perspectiva genérica no se ha ampliado, di­versificado ni actualizado, como si llegado un momento, nada pudiera aportarse a ese saber autónomo y completo en sí mismo.
[3]Sería impreciso e injusto decir que la investigación teatral en México se ocupa toda de reconstrucciones arqueológicas, pero lo cierto es que aquella que se dedica a dialogar con la creación contemporánea es la menos y la más reciente en el panorama de los estudios de fondo. Sin embargo, cabe mencionar el excep­cional trabajo que realizan Rodolfo Obregón, Rocío Galicia, Ileana Diéguez, Elvira Popova, Maricarmen Torroella, José Ramón Alcántara, Óscar Armando García, Josefina Alcazar, Hilda Saray, entre otros.
[4]Mi francesismo es manifiesto. Butes, de Quignard (Sexto Piso, México, 2010), también llegó tarde, pero fue certero y valioso y era necesario. ¿Qué sería de noso­tros sin literatura, sin filosofía, sin diálogos provechosos, aunque indirectos?
[5]Generación cerda porque, según Fernando de Ita, crítico decano de la escena mexicana contemporánea, la Sexta generación —también marbete suyo, a partir del autor moderno al que considera el padre de la dramaturgia mexicana del siglo xx, Rodolfo Usigli— compartía la afición por la violencia como eje temático de producción. Una mirada atenta sobre la producción de los autores más notables de la Sexta generación (Legom, Bárbara Colio, Daniel Serrano, Conchi León, Mario Cantú, Édgar Álvarez, Carlos Nohpal, Hugo Wirth, Alejandro Ricaño y el autor de estas líneas) desmentiría fácilmente esa afirmación, arriesgada por su intención generalizadora. Véase La profesionalización de la dramaturgia mexicana actual, de Maricarmen Torroella.