Tierra Adentro
Retrato de Antón Chéjov por Osip Braz, 1898. Óleo sobre lienzo. Obra de dominio público.
Retrato de Antón Chéjov por Osip Braz, 1898. Óleo sobre lienzo. Obra de dominio público.

Chéjov vivirá mientras existan los bosques de abedules, las puestas de sol y la necesidad de escribir.

Vladimir Nabokov, Curso de literatura rusa

La mayoría de las veces no entendemos la razón por la que una obra nos impacta, ese entendimiento generalmente se da a posteriori del primer encuentro con ella. Encontrarme con la cuentística de Antón Chéjov tuvo para mí mucho de revelación, un descubrimiento que me permitió entender mucho de la condición humana y cómo se puede hablar de ella al escribir cuentos.

Chéjov ahonda en las pasiones, los pesares y las alegrías humanas, pero lo hace de una forma sutil. Mientras se leen sus cuentos se tiene la impresión de solo contemplar el pedazo de vida de los personajes —ahí ya se muestra una de las cualidades de su obra, conseguir la apariencia de vida, son ficciones, sí, pero Chéjov consigue dotarlas de tal fuerza que consideramos vivos a esos personajes—, pero esa contemplación nos revela a los seres humanos que habitan en ellos, hombres, mujeres, niños, ancianos, locos, enfermos, que podrían ser nosotros, que si no son como nosotros se nos asemejan mucho.

En sus cuentos, Chéjov nos abre una ventana a las vidas ajenas, a esas existencias que no vemos, que nos quedan demasiado lejanas, e incluso, nos hace preguntarnos si no están así de lejanas también las vidas de las personas que creemos allegadas. En su prosa es posible encontrarse con el duelo de un cochero; la infidelidad de una joven esposa; un médico que se enfrenta a la muerte de su hijo; el periodista que por fin logra conciliar el sueño; el joven novio que logra escapar, por un dislate de los padres, del compromiso con su novia; el joven oficial que en una fiesta recibe el beso de una desconocida; los pacientes del pabellón psiquiátrico de un hospital; los conflictos entre campesinos, solo por mencionar unos cuantos —se me iría la vida si hiciera el recuento de sus más de seiscientas narraciones—. 

Aunque sus cuentos no solo son una ventana a esas otras existencias, sino también una exploración de la vida interior de esos personajes. Antón Chéjov revela lo intrincado de la condición humana, sus contradicciones, limitaciones y alcances, muchas veces, la mayoría, sin que esos personajes se den cuenta. Apenas con unas cuantas frases, construye al personaje y sus tribulaciones; Chéjov sabe encontrar la forma de describir un estado de ánimo, así como el ambiente y la manera en la que impacta en sus personajes. Y es que no le es necesario un gran espacio para ahondar en las vidas que despliega ante quien lo lee, en unas cuantas páginas logra condensar sus existencias, ¿qué es lo que las mueve, lo que las paraliza?, ¿cómo es la soledad que habitan y cómo se dan sus intentos por romperla o abrazarla?

En la biografía que escribió sobre él, Natalia Ginzburg señala que esa capacidad es visible ya desde sus primeras publicaciones, aquellas que escribió mientras estudiaba medicina y que no firmó con su nombre.

Chejov ya tenía [en sus primeros cuentos] una forma extraordinaria de introducirse en una historia, una forma brusca y ligera, fulminante e imperiosa, como si de pronto alguien abriera de par en par una puerta o una ventana para ofrecer al lector los rasgos de una figura humana o de un grupo de figuras humanas, permitirle escuchar el sonido de las voces, intuir sus estados de ánimo, el servilismo o la afectación, la paciencia o la prepotencia, y a continuación, cerrara esa puerta o esa ventana ante el lector absorto, divertido y estupefacto.

Hay una amplitud de mirada que pocos autores han conseguido, quizá Balzac con su Comedia Humana —pero la intención balzaciana no le interesa a Chéjov, no está en él la intención de construir un universo literario, sino de mostrar la condición humana en todo su patetismo—. Muchos han señalado la profesión médica como un factor determinante en la construcción de sus cuentos, y no está de más recordarla, pues en sus narraciones lo que hace Chéjov es observar a los seres humanos como un médico lo hace con sus pacientes, como un buen médico que no olvida que él también es humano y es susceptible de padecer lo mismo que la persona que tiene frente a sí. Es el médico que alivia a sus pacientes, que está acompañándolos en sus momentos más difíciles y que sabe, que tarde o temprano, perecerá como ellos. 

Raymond Carver fue consciente de ese aspecto de la obra y de la persona de Chéjov, tanto que en su relato Errand —traducido como El encargo, por Laura Emilia Pacheco, y como Tres rosas amarillas,por Jesús Zulaika—narra, nada más y nada menos, que la muerte de Antón Chéjov. La narración es muy chejoviana, en un autor que es conocido precisamente por seguir los pasos del cuentista ruso, con un cierre que se enfoca en el joven recadero del hotel que observa el corcho de la botella, sin acabar de entender que ahí, en ese cuarto, yace, recién fallecido, Chéjov. 

La formación médica y el ejercicio de la misma ha ofrecido a ciertos autores una mirada particular sobre la condición humana; Mijaíl Bulgákov, Mariano Azuela, William Carlos Williams o Elías Nandino solo por mencionar a algunos —también Lucia Berlin, quien sin haber sido médico sí tuvo experiencia en la atención a la salud—. Vladimir Nabokov, en su Curso de literatura rusa dedicado a Chéjov, señaló que como médico Antón aprendió mucho de lo que más tarde integró a sus narraciones:

empezó a acumular su caudal de observaciones sutiles de los campesinos que acudían al hospital en busca de asistencia médica, de los oficiales del Ejército […], y de los innumerables personajes típicos de la Rusia provinciana de su tiempo, que después recrearía en sus relatos.

Chéjov es un profundo observador y muchas de sus observaciones se dan en la desgracia ajena, pero ello no amarga al narrador, ni vuelve sus narraciones el mero espectáculo de desdichas. La vida está hecha de esas desgracias, sí, pero también de momentos alegres y luminosos, ahí radica una de las claves de lo chejoviano, la forma en la que imbrica la tristeza con la alegría. 

La escritora franco-rusa Iréne Némirovsky, en la biografía que escribió sobre Chéjov, vio clara esa capacidad del escritor y la planteó en los siguientes términos:

pero un chico desgraciado busca y encuentra en todas partes parcelas de felicidad, del mismo modo que una planta atrae para sí, del suelo más ingrato, los elementos nutricios que la hacen vivir. Antón se entretenía mirando a la gente, escuchándola.

Pero Antón no es un mero observador, si así fuera lo conoceríamos por haber sido un buen cronista —que lo fue, ahí está como prueba La isla de Sajalín, que relata su viaje a la estación penitenciaria en el extremo oriental del Imperio ruso—, más bien, con sus observaciones construye arte, las toma y las contrasta para elaborar sus narraciones, esos cuentos en los que se revela en sus múltiples dimensiones la condición humana.

Los libros de Chéjov son libros tristes para personas con humor; es decir, solo el lector provisto de sentido del humor sabrá apreciar verdaderamente la tristeza. […] Para él las cosas eran jocosas y tristes al mismo tiempo, pero no se veía su tristeza si no se veía su jocosidad.

Esta unidad de la que habla Nabokov puede apreciarse en dos relatos con muchas semejanzas: “Tristeza” y “Enemigos”. En ambos, el protagonista acaba de perder a su hijo y se enfrenta a la indolencia ajena. En el primero, Yona es un campesino que emigró a la ciudad para trabajar como cochero, su hijo murió la semana anterior y dejó una niña; en el segundo, el doctor Kirílov acaba de perder a su hijo de seis años por difteria, el único hijo que él y su esposa tuvieron. 

En “Tristeza” el viejo y su caballo se doblan bajo la nieve mientras esperan pasajeros ante los cuales él intenta compartir su dolor, la tristeza por la muerte de su hijo. 

un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.

Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabara de despertarse de un sueño profundo.

Y ahí entra en juego el humor chejoviano como lo plantea Nabokov: por más esfuerzos que hace por compartir sus pesares, los pasajeros no están interesados más que en llegar a destino. 

Las interacciones entre Yona y sus pasajeros pone de manifiesto también al dramaturgo que también fue Chéjov, con unas cuantas palabras y unas cuantas acciones cada personaje se revela de cuerpo entero, como el jorobado que va parado detrás de él y le quita la gorra, y quien lo reprende cuando un transeúnte le grita al viejo cochero:

—¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! —dice con tono irónico el militar—. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración!

Ese personaje juega con el viejo Yona y él acepta esos juegos porque eso es mejor que la soledad y la tristeza que lo atraviesa.

—¡Bueno; en marcha! —le grita el jorobado a Yona, colocándose a su espalda—. ¡Qué gorro llevas, muchacho! Me apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro más feo… 

—¡El señor está de buen humor! —dice Yona con risa forzada—. Mi gorro…

Chéjov contrasta el abatido estado del cochero con la algarabía de sus pasajeros, mientras ellos salen de beber —y regatean el pasaje—, Yona trata de compartir su dolor. Tanto con el grupo como con el pasajero que sube solo, la interacción se da de manera semejante: 

Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada: 

—Ya ve usted, señor… He perdido a mi hijo… Murió la semana pasada … 

—¿De veras? … ¿Y de qué murió?

—No lo sé… De una de tantas enfermedades… Ha estado tres meses en el hospital y a la postre… Dios que lo ha querido. 

—¡A la derecha! —óyese de nuevo gritar furiosamente—. ¡Parece que estás ciego, imbécil!

Y en el dolor que Yona sufre es capaz de sentirse contento. 

Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen, le insultan; pero, al menos, oye voces humanas.

Y ese contacto con otros seres humanos se termina, es esporádico y él lo acepta, aunque no lo escuchen, aunque nadie quiera compartir su dolor. Tres veces quiso contar su dolor y tres veces no fue escuchado. Pero, apenas bajan de su carro, vuelve a quedarse solo.

Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharlo. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él.

Y Chéjov, quien ha construido la narración como un chiste en el que nadie quiere escuchar al viejo, muestra toda la tristeza que invade a Yona, quien siente que si ésta se saliera de su pecho, invadiría todo el mundo. 

—No puedo más —murmura—. Hay que irse a acostar. 

El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote.

De esta forma muestra que, a pesar de lo que Yona creía, ha estado acompañado por ese animal que emprende el trote. En lo pequeño, en lo cotidiano, como en el simple caballo que ha acompañado a Yona desde el campo, es donde está la revelación de los cuentos de Chéjov, no le es necesario lo grandilocuente. Lo ordinario, a través de los narradores de Chéjov, deja de serlo y se torna arte. 

Si en “Tristeza”la condición de cochero, alguien en quien no se pone atención, es la que hace que el resto de los personajes no observen a Yona, en “Enemigos”es la profesión de Kirílov la que lo obliga a afrontar los acontecimientos del cuento. Su hijo ha muerto, el doctor y la madre están solos, él ordenó a los sirvientes que los dejaran solos para evitar contagios, cuando un joven vecino llega pidiendo auxilio al doctor por su esposa enferma. Kirílov no quiere dejar ni a su mujer, postrada de dolor junto al lecho donde yace el hijo, ni al cuerpo del difunto. Aboguin insiste, hasta que lo convence no por la compasión, sino por el detalle de la distancia, a no más de una hora le asegura.

Y al llegar, Aboguin hace esperar al doctor en una salita mientras busca a su esposa, quien lo acaba de abandonar. Kirílov se siente burlado y ofendido. Dejó a su esposa y el cuerpo de su niño recién fallecido, para participar en la fuga de una esposa. Por fin llora. 

El doctor se irguió. Los ojos se le empezaron a hacer guiños, se le llenaron de lágrimas; la estrecha barba comenzó a moverse a derecha e izquierda junto con la mandíbula.

Aboguin y el doctor Kirílov están enfrentando, cada uno, su propio duelo, un duelo al que acaban de entrar, pero ninguno es capaz de entender al otro, se abisma cada uno en su dolor. Al contrario, el doctor siente que a la pérdida de su hijo se tenía que sumar la burla que ese hombre engañado ejerce en su contra.

En ambos se dejaba sentir con fuerza el egoísmo de los desdichados. Los desgraciados son egoístas, malvados, injustos, crueles y menos capaces de comprenderse entre sí que los tontos. La desgracia no une, sino que separa a los hombres; e incluso en aquellos casos en que, al parecer, los seres humanos deberían estar ligados por un dolor análogo, se cometen muchas más injusticias y crueldades que entre gentes relativamente satisfechas. 

El narrador ha visto la desgracia y la desdicha demasiadas veces y puede mostrarlas, sabe qué hacen en los seres humanos, cómo los afectan.

El doctor, en cambio, de pie, con una mano puesta en el borde de la mesa, contemplaba a Aboguin con el desprecio profundo, algo cínico y feo, con que saben mirar tan solo el dolor y la penuria cuando ven ante sí la saciedad y la elegancia. 

No solo la reconciliación es imposible, uno a otro se odian, Aboguin porque el doctor fue testigo del engaño de su esposa y el Kirílov porque el otro lo sacó de su casa cuando su hijo acababa de morir. 

En los primeros párrafos de la narración, Chéjov plantea una de las contradicciones del arte —y de su propio arte—, su incapacidad para expresarse frente a la muerte.

En general una frase, por hermosa y profunda que sea, sólo causa efecto en los indiferentes, pero no siempre puede satisfacer a quien es feliz o a quien es desdichado. Por eso casi siempre la máxima expresión de felicidad o de la desgracia es el silencio. Cuando mejor se comprenden los enamorados es cuando callan, y un discurso fogoso, apasionado, pronunciado ante una tumba, sólo conmueve a los extraños, mientras que a la viuda y a los hijos del muerto les parece frío e insignificante.

Ante la muerte no queda sino el silencio, pero, al mismo tiempo, es el arte, como en las narraciones de Chéjov, una de las formas de enfrentar la muerte.

En “Desgracia”Chéjov escribió: Solo cuando los golpea la desgracia los hombres pueden comprender cuán difícil es dominar los propios sentimientos. Y ahí radica su arte, en la capacidad de indagar en la desgracia y en el momento en el que no es posible dominar los propios sentimientos. En su capacidad de observación que le permite hacer cuentos hasta de la vida de una perra —como en “Kashtanka”, obra que cuyo foco es la perra que le da título y se adelanta a lo que más tarde hizo Virginia Woolf en Flush, o Paul Aster en Tombuctú—. 

Antón Chéjov en sus narraciones hace propio el dictum de Terencio: Nada de lo humano me es ajeno, debido a la profunda y amplia mirada con la que construye sus cuentos. Le interesa narrar al pueblo, pero también a los intelectuales y burgueses, las tribulaciones de todos ellos sirven para construir sus cuentos y las revelaciones no solo de cada uno de esos grupos, sino de todo el género humano.

Fuentes

Carver, Raymond, Todos los cuentos, “Tres rosas amarillas”, trad. Jesús Zulaika, Anagrama, 2016.

_____, Material de Lectura No. 89, “El encargo”, trad. Laura Emilia Pacheco. UNAM, 2010.

Chéjov, Antón, Cuentos imprescindibles, ed. Richard Ford, trad. Ricardo San Vicente. Debolsillo, 2011. 

______, Material de Lectura No. 16. “Tristeza”, prol. Rubén Salazar Mallén, trad. Nicolás Tasín, UNAM, 2008.

Ginzburg, Natalia, Antón Chéjov, trad. Celia Filipetto, Acantilado, 2006.

Nabokov, Vladimir, Curso de literatura rusa, trad. María Luisa Balseiro, RBA libros, 2010. 

Némirovsky, Irène La dramática vida de Antón Chejov, trad. Susana López de Gomara, Compañía General Fabril, 1962.

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