Un revólver entre marionetas
Es válido, es más, resulta indispensable adelantar el final de esta crónica fragmentaria que decidí escribir para dejar de obsesionarme con el asunto. Christine Chubbuck (la protagonista de la historia) nunca quiso que su desenlace fuera un secreto. Al contrario, lo hizo público de mil maneras. El final es que la mujer se suicidó en vivo durante su noticiero. No hay nada más público que transmitir tu muerte por la televisora local. Cómo se fue gestando ese impúdico afán es lo que resulta extraordinario.
Cuatro meses antes de la transmisión en vivo, Christine le comentó a uno de sus compañeros, George Peter Ryan (de quien por cierto estaba enamorada):
—Que alguien se suicidara en vivo sería un acto salvaje, ¿no?
La respuesta fue un iracundo silencio.
La primera nota que Chubbuck presentó a la audiencia, el día de su muerte, fue acerca de una huelga nacional de más de dos mil celadores y guardias de hospitales psiquiátricos. El paro se había extendido a una séptima cárcel y un quinto sanatorio. La periodista se hizo una pregunta: si acaso les hubieran subido el sueldo a tiempo a los trabajadores de hospitales mentales, ¿habrían ocurrido menos suicidios en el país? Christine se cuestionó si con un ajuste salarial ella no estaría dispuesta a hacerlo en vivo justamente ese día. Le pareció patético concluir que, tal vez, quince dólares más de ingreso mensual a un trabajador le habrían salvado a ella la vida.
Veinte años antes de su suicidio, la mujer contemplaba un puñado de antidepresivos. Morado amarillo, morado amarillo, morado amarillo, morado amarillo, morado amarillo… repitió los colores de sus medicamentos uno por uno. Cien gramos, cien gramos, cien gramos, cien gramos, cien gramos… invocó el gramaje de la sustancia activa de sus pastillas. Se dio cuenta de que los colores y los números eran palabras inocentes, incluso consoladoras; sobre todo, porque interrumpían los juicios y reclamos que ella no dejaba de hacerse como un torrente: “Eres una mierda. Tus plegarias le provocan arcadas a Dios. El rojo de tu vagina es nauseabundo, parecido al color de la sangre del tipo que acuchillaron cerca del campo de futbol. Tus palabras son una cochinilla aplastada sobre una mancha de vómito. No tienes amigos porque tu alma es una letrina sucia”.
Cada vez que regresaba del médico, cada vez que sus padres compraban un antidepresivo, un ansiolítico, un antipsicótico, unas píldoras homeopáticas, un atrapasueños que eliminaría sus pesadillas, un amuleto de cuarzo púrpura que serviría como escudo a su tristeza sin fin, Christine anotaba los precios de estos artículos en una libreta. Incluso cuando una chamana les pidió como pago (por un exorcismo) una bolsa de duraznos, ella calculó el valor de la fruta y lo agregó a la lista. El total de dinero que sus padres habían desembolsado para intentar arreglar su salud mental estaba cerca del millón de dólares. Eso valía su enfermedad indetenible, lo mismo que un Lamborghini. Pensó que, de no existir ella, sus padres tendrían un auto deportivo de lujo. Si no fuera por su trastorno invencible, sus padres sacarían de paseo, a doscientos kilómetros por hora, su felicidad por no tener una hija enferma. Si ella no hubiera nacido, los viejos se estrellarían algún día con una sonrisa de oreja a oreja por no tener una carga terrible, se harían pedazos orgullosos de no ser unos padres condenados a cuidar a una desquiciada. Es más, no tendrían una hija que fantasea con la muerte de quienes se han gastado un millón de dólares tratando de que ella tenga una vida medianamente soportable.
Durante años, Chubbuck visitaba a niños enfermos para entretenerlos con un espectáculo de marionetas. Lo hizo también el día de su muerte. Dos de sus marionetas preferidas se llamaban Kyle y Ava. Pocos sabían que el apellido de los monigotes eran respectivamente Smith y Wesson, como la denominación del arma calibre .38 que usó para acabar con su vida durante la transmisión en vivo de WXLTV.
Una década antes de morir, la mujer dejó de escuchar una voz en su cabeza diciéndole que debía suicidarse. Por primera vez escuchó con claridad una voz externa (semejante a la del personaje de televisión, Mister Rogers) que le exigió en el oído derecho que debía acabar con su vida pronto, de la forma más impúdica posible. Esa voz, igual que las repeticiones del programa Mister Rogers’ Neighborhood, jamás se detuvo desde entonces.
—Sangre y tripas. No más.
Seis meses antes de su último noticiero, el jefe de Chubbuck le dijo que estaba cansado de sus notas bobas y artificialmente conmovedoras, le exigió que todo lo que se presentara en el noticiero debía estar relacionado con sangre y tripas. Quería que el programa se convirtiera en un accidente aéreo, en un asalto a mano armada, en un linchamiento del KKK. No más. Fue la primera vez que Christine fantaseó con matarse en vivo. Quería demostrarle a su jefe que un solo disparo podía ser cientos de miles de veces más impactante que un tiroteo en una preparatoria del condado.
Un año previo a su muerte, debido a un problema de quistes, a la conductora le extirparon el ovario derecho. La mujer determinó que aquello era el inicio de un despojo, concluyó que los médicos le irían removiendo, pieza por pieza, sus órganos internos: primero fragmentos del intestino, luego el bazo, el esófago… Se imaginó a sí misma como un cascarón que no dejaría nunca de sollozar. Le dolía también pensar que, sin ovario, le costaría el doble de trabajo embarazarse, le dolía aún más comprender que antes de ello debía encontrar a una persona que la deseara, que le diera un beso, que la penetrara, y ello sí lo pensaba como una labor imposible.
La segunda nota que presentó la periodista, esa fatídica noche, fue acerca de un tiroteo en un restaurante local llamado Beef & Bottle (Carne y Botella). El nombre del lugar le pareció horripilante, por un momento sonrió al recordar que pronto ya no tendría que habitar en un lugar donde los negocios tienen nombres tan patéticos. El video que acompañaría la nota del tiroteo, con imágenes de las víctimas y algunos testimonios, falló. Por un momento, la mujer pensó en usar sus marionetas para ilustrar la tragedia. Si sus monigotes consolaban a los niños enfermos, quizás también sosegarían a los espectadores morbosos. Se preguntó cuál de sus marionetas podría hacer un buen papel de ladrón, cuál un buen policía, más difícil todavía, cuál podría ser un buen cadáver. Ella también sería un cadáver pronto, se dijo, pero no podía adelantarse e interpretar en ese instante el rol, le quitaría contundencia al papel de muerta que estaba próxima a encarnar. Pensó luego en la pistola que traía en la bolsa junto con sus marionetas, se preguntó si aquella .38 podría haber sido usada también como una marioneta que divirtiera a los niños, quizás si le ponía un traje de astronauta o una capa de super héroe, podría haberse convertido incluso en un personaje ejemplar para los espectadores.
A Christine Chubbuck le dolía seguir siendo virgen a los veintinueve años. Se apodaba a sí misma Pristine Buttocks (nalgas prístinas). Nadie nunca, aparte de ella, la llamó de esa forma.
El invitado de su último noticiero era un psicólogo que hablaría sobre la importancia de llevar un diario de sueños. Él vio todo de frente. El tipo cuenta que después de aquella escena ha soñado más de mil veces con el suicidio de Chubbuck, con la escena exacta. Le llama la atención que su inconsciente jamás ha reelaborado la imagen, no ve a la periodista disparándose en otro planeta o junto al monumento a Washington, el psicólogo no se imagina a su propia madre como la suicida, no cambia el arma de fuego por una ballesta o un pene, no, siempre es la escena intacta, prístina.
En la preparatoria, la periodista organizó un grupo llamado “Dateless Wonder Club” (el club de las maravillas sin citas). Ella jamás pudo tener una cita romántica con nadie. Los demás miembros del club sí lo consiguieron con el tiempo.
Un poco antes del cierre del programa, Christine leyó una parte del guion que ella misma había redactado:
—Para seguir con la práctica de WXLT, que ha decidido presentar sólo noticias actuales relacionadas con sangre y tripas, TV 40 les presentará una primicia: en vivo y a todo color cubriremos un intento de suicidio.
Enseguida sacó el arma de su bolsa y se dio un tiro detrás de la oreja derecha. Por fin acalló esa voz que la apremiaba a matarse. Fue trasladada al Memorial Hospital de Sarasota, donde murió catorce horas después. Una de las búsquedas más populares relacionadas con su nombre es justo la del video de su muerte. Es sabido que aún existe, pero pocos han podido mirarlo. Yo logré ver un fragmento. No he dejado de soñar con aquella escena desde entonces.