Solo amamos lo que no poseemos
En los aparadores de las librerías apareció en 1923 La prisonnière, el tomo más reciente, en ese momento, de En busca del tiempo perdido —otras traducciones la presentan como A la busca del tiempo perdido—. Era una obra que esperaban quienes habían leído los otros tomos —en la división contemporánea de siete, éste es el quinto, con Por el camino de Swann, A la sombra de las muchachas en flor, El mundo de Guermantes y Sodoma y Gomorra como sus precedentes—. La esperaban, además, porque apenas mes y medio antes de terminar 1922 Marcel Proust había fallecido. Fue el primer tomo que apareció después de su muerte, quedaban otros dos aún por publicar.
La obra que había indagado en la capacidad de la memoria y el arte por reconstruir el pasado, que con un estilo novedoso hacía que los olores y las sensaciones despertaran recuerdos, a través de la memoria sensible, y con ellos la obra se va entretejiendo. Así Proust construyó un narrador que nació en un momento indeterminado de finales del siglo XIX —nunca, en ninguno de los siete tomos, es posible asegurar con precisión la edad del narrador; se puede afirmar, por ejemplo, que no nació antes de 1879 porque en Por el camino de Swann, en Un amor de Swann, en el que cuenta acontecimientos anteriores al nacimiento del narrador y de Guilberte, la hija de Swann, se menciona la inundación de Murcia, acaecida ese año— y quien aspira a convertirse en escritor, aunque ese objetivo se ve constantemente aplazado. Ese narrador se nos presenta como un niño que sufre porque su madre no le da un beso en la primera parte del primer tomo —después que el narrador se ha estado rebujando en la cama por treinta cuartillas, esas primeras páginas que son la prueba del lector: si aguantas leer a ese hombre que rememora diversas camas y habitaciones acostado mientras trata de quedarse dormido, entonces es posible leer los siete tomos— y que conforme avanza la novela nos va mostrando más rostros de sí mismo y de la sociedad en la que se desenvuelve a la que aspira a pertenecer —sobre todo, la aristocracia que en la Tercera República empezaba a conocer su decadencia—.
Es conocida la historia del mal recibimiento que tuvo en 1913, cuando se publicó el primer tomo, edición que corrió por cuenta del propio Proust; del arrepentimiento que tuvo André Gide al haberla rechazada y luego aceptado reeditar el primer tomo y el resto de la obra en Gallimard. Diez años después de la publicación de Por el camino de Swann cambiaron las tornas. Marcel Proust obtuvo el premio Goncourt en 1919 con A la sombra de las muchachas en flor —galardón que fue duramente cuestionado, tanto por la edad del autor como por los temas de la novela, máxime cuando la obra que quedó en segundo lugar era sobre la Gran Guerra, de la cual, el año anterior, Francia acababa de salir vencedora—. La novela, editada por Gide en Gallimard, era leída: el escándalo del premio y de los chismes que muchos creían detectar en los personajes de la misma y que podían vincular con personas del gran mundo eran solo un par de las causas por las que se interesaban en la obra proustiana.
El 18 de junio de 1922 falleció el autor, quedaban por publicar tres partes de la novela. Los lectores se cuestionaban si, en efecto, antes de su muerte, las había concluido. En la expectación de lo que alcanzó a escribir fue que apareció La prisionera. El tomo más íntimo, hasta ese momento, en los anteriores el narrador, aunque llegaba a actuar, su proceder era, más que nada la de un testigo, un testigo que aspiraba a pertenecer al gran mundo. En éste el narrador ya es visitante asiduo de los salones, incluso pide consejos de moda a la duquesa de Guermantes, y mantiene a Albertine Simonet viviendo con él. Es el único en el que el narrador se atreve a darse un nombre a sí mismo:
En cuanto recobraba la palabra decía: «Mi» o «querido mío», seguidos uno y otro por mi nombre de pila, lo que, si adjudicará al narrador el mismo nombre que el autor de este libro, hubiera dado «mi Marcel», «mi querido Marcel».
Es la más íntima porque en ella habla de la intrincada relación que entabló con Albertine. Se ha discutido mucho quién fue, o quienes, el modelo para ella: sobre todo se ha planteado al joven chófer y secretario de Proust: Alfred Agostinelli, quien tuvo que soportar la reclusión en París, de la que huyó para morir en un accidente en un avión; los paralelismos con el personaje son claros. Pero, haya sido él el modelo o no, Proust abominaba de esas cuestiones extraliterarias —En este libro donde no hay ni un solo hecho que no sea ficticio, donde no hay un solo personaje con «clave», donde todo ha sido inventado por mí según las necesidades de mi demostración […], escribió en El tiempo recobrado—.
El narrador, aunque confiesa su admiración hacia varias mujeres del universo de la novela, solo llega a amar a dos: Gilberte Swann y Albertine Simonet. Por la primera siente una fascinación que lo atrae desde Por el camino de Swann, cuando la ve y ella, desde el jardín de la casa de su padre, le hace una seña obscena. Luego, en el mismo tomo, el joven narrador y Gilberte juegan en los Campos Elíseos, juegos en los que se mezcla el divertimento infantil y el naciente deseo. A Albertine el narrador nos la muestra en A la sombra de las muchachas en flor, es una de esas muchachas que en un principio aparecen casi indiferenciadas unas de otras, pero que pronto se vuelve el centro de atención del narrador.
Proust a lo largo de todo En busca del tiempo perdido construye paralelismos para hacer énfasis en los planteamientos, de todo tipo, que presente en la obra. El personaje de Albertine no es la excepción y tampoco lo es su relación con el narrador. Esa complicada relación, el estira y afloja que la define tiene su antecedente en la relación entre Swann y Odette de Crécy en el primer tomo de la obra. El narrador, como el amigo de sus padres, termina enamorado de una mujer que no es su tipo. Así, la narración que en el primer tomo parece desconectada del narrador mismo, puesto que ocurre antes que hubiera nacido cobra total sentido con La prisionera, las tribulaciones del enamorado Swann resultaron un antecedente de las del narrador, que son un eco, un eco distorsionado; ambos conciben el amor como una posesión y, por consiguiente, aspiran a controlar a quien aman. Pero Albertine no es Odette, no es la cocotte cuyos amantes mantienen viviendo en un hotel y que sabe vestir a la moda; por el contrario, es el narrador quien viste a Albertine y es él quien la tiene viviendo en su apartamento, una vida secreta y oculta a sus amigos —quienes ignoran que ella habite allí— y que preocupa a la madre del narrador puesto que ella quiere que se case pero no con ella, dado su origen de clase inferior.
Y a pesar de mantenerla consigo, de saberla dormida en la habitación de al lado, que hacía todo lo que estaba en sus manos por boicotear posibles encuentros con amantes, y he aquí su horror, porque no solo sentía celos de los hombres sino, y sobre todo, de las mujeres, el narrador confesaba no amarla.
No es que quisiera a Albertine y lo sabía. El amor es quizá la propagación de esos remolinos que como consecuencia de una emoción mueven el alma. Algunos habían removido mi alma por entero cuando Albertine me hablara en Balbec de la señorita Vinteuil, pero estaban ahora en calma.
Una calma falaz, en cuanto que el narrador no se preocupa más que por saber dónde se encuentra ella, qué hace y con quién. Y es por esa razón que ella empieza a mentir y a callar:
Todo lo que ella me hubiera confesado fácilmente, con mucho gusto después, cuando éramos buenos camaradas, dejó de brotar en cuanto creyera que yo la amaba o sin siquiera pensar en el nombre del amor. Había adivinado un sentimiento inquisitivo que quiere saber. Sufre. Sin embargo, al saber y trata de saber más.
Así el narrador va construyendo su teoría del amor, en la que la imposibilidad de posesión es parte fundamental; teoría que se ve contrastada no solo con la relación entre el narrador y Albertine, sino entre el barón de Charlus y Morel, por quien, cuando lo rechaza, está dispuesto a aceptar sin chistar la humillación de ser expulsado de casa de los Verdurin, escena que a pesar de sí mismo atestigua el narrador. Un aristócrata, hombre del gran mundo que en otras circunstancias no hubiera aceptado ese trato por parte de burgueses.
En esa tensión, entre poseer y la imposibilidad de poseer por entero a una persona, es que se desarrolla la relación entre Albertine y el narrador, él la quiere mantener en su apartamento, vigilada, convertida en una prisionera, siendo él mismo carcelero y prisionero de la pasión. Una pasión que se apacigua y parece desaparecer mientras ella está dócil y a su disposición —tanto que él cree ya no amarla— y que se acrecienta cada vez que ella hace el esfuerzo por escaparse.
A decir verdad, cuando empezaba a mirarla como un ángel musical, maravillosamente patinado y que me alegraba poseer, no tardaba en hacerse me indiferente. Me aburría muy pronto a su lado, pero esos instantes duraban poco. Sólo se ama aquello en lo que se busca algo inaccesible, solo se ama lo que no se tiene y muy pronto me volvía a dar cuenta de que no poseía Albertine.