Sobre los menonitas
Lo siguiente no es más que una reacción a unas cartas que Voltaire escribió sobre los cuáqueros en su libro Cartas filosóficas. Como lector, nunca supe descifrar en las descripciones de Voltaire cuándo deja de burlarse de ellos para comenzar su apología. Hace poco releí el libro, porque se presentó la ocasión de editarlo. No sólo me recordó viejas lecturas sino que también, a la postre, me trajo recuerdos de cuando lo leí por primera vez.
La literatura nos da la libertad, casi infinita, de representarnos lo leído a nuestro entender. No nos dice: “tal personaje se ve así”; tampoco nos obliga a concebir las cosas inequívocamente, las descripciones o los retratos suelen ser ambiguos; cuando quiere ser categórica, ella, la literatura, suele afirmar a través de personajes o narradores que no necesariamente representan al autor y que no nos obliga a identificarlos como la verdad o el “mensaje” del libro que estamos leyendo. Por eso la literatura tiene la cualidad de invitarnos a crear nuestra propia representación de lo leído. Ahora bien, cuando leí las primeras páginas de las Cartas filosóficas yo nunca había visto a un cuáquero, pero había visto menonitas, había convivido con ellos; así que cuando un francés del siglo XVIII elogiaba y se mofaba de un grupo de protestantes ingleses yo le asigné a esos rostros evocados los rostros de los protestantes que conocía desde mi infancia.
Cuando era niño acompañaba a mi abuelo a vender la leche de su establo a una quesería de menonitas. La colonia a la que íbamos era una de las más ortodoxas que quedaban en México, y quizás en el mundo. Llevábamos las lecheras de metal en una camioneta Volkswagen gris, cuya única sofisticación, tal parecía, era un estéreo con radio. Mientras esperábamos que vaciaran y pesaran la leche, un grupo de niños menonitas se arrojaban sobre la cabina para sintonizar cualquier estación en éste, conminados por la curiosidad que les despertaba un aparato que para ellos estaba prohibido. Prohibido como la televisión, el alcohol, el caucho neumático, la electrificación, los santos, la altanería, lo contemporáneo; curiosamente, no les estaba prohibida la Coca Cola.
Aproveché las pocas ocasiones que tuve durante mi infancia para preguntar todo lo que podía sobre aquellos seres que me parecían tan extranjeros, y que representaron la primera frontera cultural, a apenas un kilómetro de casa de mis abuelos, en ese pueblo escondido al pie de la montaña, en los valles de Durango. Les pedía que me enseñaran alemán bajo —“Plautdietsch”, como lo llaman ellos—. También les preguntaba, a los que eran bilingües, sobre sus costumbres. Nadie me tomaba en serio, pero la curiosidad me llevó a descifrar unas cuantas cosas que más tarde tomarían sentido. De la infancia recuerdo en especial un detalle: dos niños, vestidos con overoles negros y calzados con huaraches, sin calcetines, recolectaban las lecheras de muchos propietarios de la colonia; éstos dejaban sus lecheras en la entrada de su casa y los niños pasaban en una carreta tirada por una yegua muy desmejorada para llevarlas a la quesería. Las lecheras estaban marcadas con las iniciales de los propietarios. Al ver que los niños pasaban cerca de una hora escurriendo todas las lecheras en otra, me pregunté por qué hacían eso. Mi amigo Isaak Klassen me respondió: “Ese es su pago”. En la quincena, cuando la quesería pagaba la leche, ellos recibían su cheque, completado a fuerza de sobrantes. Cuando le pregunté a Isaak por qué ellos y no otros niños hacían eso me respondió: “Porque ellos son huérfanos. Así se les ayuda”.
Años más tarde regresaría con una nueva mirada, aguzada por la lectura de Voltaire y algunas obras sobre la Reforma protestante. Leí una parte de las obras de Lutero en la traducción de Teófanes Egido, y la biografía, simple pero eficaz, que Lucien Febvre hizo de él. Con ello, Erasmo de Rotterdam perdió en mí todo su protagonismo. Por último, le di un voto de fe a la teología con los comentarios que Friedrich Schleiermacher daba en favor de la comprensión religiosa en Sobre la religión. Cuando volví a las colonias menonitas algunos cambios habían ocurrido. Ya tenían luz eléctrica y podían usar vehículos con caucho neumático. Algunos incluso se compraron camionetas del año. Al parecer, los sacerdotes más ortodoxos habían cedido en cuanto a la tecnificación, para mejorar las ventas del queso y los cereales.
No fue sino hasta ese momento que me di cuenta de que su visión del cristianismo, y por tanto del mundo, era fundamentalmente luterana. Existían diferencias, claro, pues Lutero jamás aceptó el anabaptismo; esto es, creía que el pedobaptismo era lo mejor para involucrar a los niños en una comunidad cristiana. Los menonitas no creen en el libre albedrío. Creen que son salvos únicamente por la gracia de Dios. Aquí, también, abrazan a Calvino. Los menonitas, como los cuáqueros de Voltaire, no hablan de usted. Como ellos, no veneran a nadie. El culto a la personalidad les parece desagradable. Como los cuáqueros, creen en el principio luterano de la libertad de sacerdocio. El ocio y la vanidad, como a Lutero, les parece el origen de todo mal, de todo el pecado en el hombre. Sus casas, iglesias y ceremonias se caracterizan por la sobriedad y la falta de ornamento, en total congruencia con lo que reprochaba Lutero en las 95 tesis. Los menonitas que conocí leían la Biblia luterana, pero toda traducción de la Biblia es admitida por ellos.
Tenía casi 20 años cuando volví a una colonia menonita, que quizá seguía siendo la más ortodoxa. Un amigo de mi abuelo murió y me pidió que lo acompañara al funeral. El cuerpo permanecía en una caja de madera austera, solo; afuera las mujeres cantaban versículos de la Biblia en la traducción canónica. Casi nadie lloraba. No había nada llamativo en la ceremonia, sólo palabras. De pronto alguien se levantó para decir algo, relacionado con la vida del difunto y con las Escrituras. Todo menonita debe leer y entender las Escrituras, pero como ellos mismos dicen: “a Jesús lo conocemos a través de la Biblia, pero se le conoce mejor siguiéndolo”.
Los menonitas son pacifistas. De hecho, en el “apartado E” de excepción al Servicio Militar Mexicano, se puede liberar el servicio “Por condición de menonita”. No pueden pertenecer a ningún ejército, porque creen que “la paz es la voluntad de Dios”. Creen que la devoción a Dios debe ser más fuerte que el patriotismo. El Estado y la religión deben estar absolutamente separados. La Confession of Faith in a Mennonite Perspective, un documento de principios de fe de los menonitas, dice: “Nos oponemos a toda forma de violencia; la hostilidad entre las naciones, las razas, y las clases; el abuso de la mujeres y de los niños; la violencia entre el hombre y la mujer; y la pena de muerte”.
A los menonitas se les concede un año de examen de conciencia para que se acepte de manera voluntaria la fe en Cristo y pertenecer a la comunidad. Recuerdo haber visto a unos menonitas en su año de excepción, antes de aceptar el bautismo, en un baile del pueblo. Se emborrachaban, bailaban torpemente en el centro de la pista con las invitadas de la festejada en sus 15 años. De esos cuatro, sólo uno rechazó el bautismo, pero lo aceptó el año entrante. Ellos escogieron eso. Yo me pregunté: ¿qué escogió la quinceañera?
No me había dado cuenta a qué temprana edad los niños comienzan a trabajar. Quizá no me había dado cuenta porque cuando los veía trabajar yo también era un niño. Cuando volví al pueblo de mis abuelos, después de tanto tiempo, recuerdo haberme sorprendido al observar a un niño de unos 9 años manejando un tractor, solo. Estaba sembrando frijol. El esplendor de la disciplina en el trabajo verdea sus jardines. En su estilo de fincar, las casas están al fondo y hay que entrar por un camino cercado de unos 30 metros. Antes de llegar a la casa de un menonita hay dos parcelas: allí siembran verduras, girasoles (les encantan las semillas de girasol) y flores. El camino de entrada está adornado con cipreses. Si bien un niño de 9 años ya se dedica a trabajar la tierra, sus hermanas de 8 y de 11 son responsables de la cosecha en los jardines; hacen embutidos y alimentan a las gallinas. En La libertad del cristiano, Lutero habla sobre el amor por el trabajo: la visión luterana del trabajo es innegablemente moral. En el caso de los menonitas se convierte en una identidad basada en el cumplimiento de lo que ellos consideran virtud. Alguna vez escuché a mi amigo Isaak Klassen presumir que los menonitas, a diferencia del resto de sus vecinos católicos, “sí somos trabajadores”. De inmediato, un sacerdote que estaba allí lo invitó a pensar en su altanería; no estaba bien que no fuera modesto. Aquello estuvo lejos de parecer un regaño, pero lo era. Los menonitas desprecian las jerarquías.
Es impresionante darse cuenta, en un lugar como en el que crecí, cómo se ha marcado la diferencia social entre los menonitas y las comunidades rurales vecinas; donde vivían mis abuelos, por ejemplo. En ese pequeño pueblo había otros protestantes. De hecho, fue fundado por ellos. Luego llegaron los católicos. Bautistas, metodistas y católicos habitaban ese pueblo de, quizá, mil personas. Hasta donde yo recordaba era un pueblo estancado, pero estable. Luego se despoblaría, al grado de perder más de dos terceras partes de su población. Muchas tierras quedaron sin labrar y se las vendieron a los menonitas. Muchas casas de adobe se vinieron abajo y los que se quedaron, o una buena parte de ellos, viven de algún pariente que les envía dinero para sobrevivir, cuando se trata de ancianos, y para salir a dar la vuelta en la camioneta, cuando son jóvenes. Pocas personas tienen jardín, aunque tengan muchas hectáreas de propiedad. En primavera el pueblo se llena de polvo. De manera contrastante, parece que los menonitas viven en un campo más generoso que permite vivir a modo cristiano. Quizá no sepamos, como dijo Voltaire, “respetar la virtud bajo apariencias ridículas”.
Sé que esto puede no interesar a nadie, pero resulta sorprendente observar la manera en que hasta el más imbécil se jacta de ser ateo, con la soberbia digna de un intelectual. Hay personas que no se inmutan cuando se les habla de decapitaciones, pero que quieren salir corriendo cuando alguien, un Testigo de Jehová, por ejemplo, se acerca a hablarles de su fe. Voltaire, quien de alguna manera es responsable de un mudo desprecio por la fe religiosa, estaba muy interesado en el protestantismo, quizá porque Francia era católica: siempre procedía con polémica. De cualquier modo, me escudo en la primera frase de sus Cartas filosóficas: “He creído que la doctrina y la historia de un pueblo tan extraordinario merecerían la curiosidad de un hombre razonable”.