Sobre Escritos para desocupados de Vivian Abenshushan
Titulo: Escritos para desocupados
Autor: Vivian Abenshushan
Editorial: Surplus
Lugar y Año: México, 2013
Cuando cumplí 25 tuve mi primera crisis. Tenía un empleo cómodo en el centro mismo de la Academia que además me daba la libertad de escribir e incluso de no hacer nada, si eso quería. Recuerdo pasar horas en la pequeña reserva ecológica de aquella universidad, sentada bajo los árboles, pensando o intentando no hacerlo, meditando un poco, durmiendo otro tanto. Había cuentas pendientes con un pasado saboteado por el alcohol, las drogas psicodélicas y el delirio amoroso. Mi mente era, tal cual, un laberinto. Creo que quería contestarme a mí misma porqué elegí el ruido ensordecedor que conlleva una vida basada únicamente en su vorágine. Ahora sé que sólo lo hice porque podía, y eso me basta.
Antes de cumplir un año dejé mi empleo, dije que visitaría un fin de semana a mis padres en Oaxaca y no volví ni siquiera para desocupar mi escritorio o despedirme. Ojalá hubiera sido por motivos similares a los de Vivian Abenshushan en Escritos para desocupados (2013): un ejercicio político, una postura frente a la decadencia del cuerpo y del alma que impone el trabajo en este capitalismo atroz. Pero encerrada en esa oficina, esperando ansiosa la hora de salida para lidiar con el tráfico del D.F., no pude sino cuestionar qué haría de ahí en adelante, qué pasaría si quería dedicarme a escribir, ¿era escribir, para empezar, un trabajo?, ¿si te pagan significa que estás trabajando?
Si en aquellos momentos hubiera llegado a mis manos este libro habría sido fantástico, pero lo publicó la editorial oaxaqueña Surplus poco tiempo después. De cualquier forma, lo agradezco enormemente. Escritos para desocupados es un ensayo increíble sobre la posibilidad de liberarnos del letargo que implica vivir para trabajar, postergar la vida en aras de alcanzar un ideal de bienestar, un espejismo. Es también una defensa del tiempo, del ocio, de ese espacio donde nos disponemos a hacer las cosas que realmente nos gustan, tener tiempo para contemplar, incluso, el propio reflejo.
Vivian Abenshushan es escritora y editora. Después de renunciar a su trabajo fundó la editorial Tumbona ediciones bajo el lema: “El derecho universal a la pereza”. En 2001 creó el Laboratorio de literatura experimental, que imparte en la Universidad del Claustro de Sor Juana y donde busca dialogar con otros lenguajes artísticos partiendo de la pregunta “¿qué pueden aprender los escritores de los artistas visuales?”
Escritos para desocupados surgió en 2005 como una bitácora digital, un blog donde Vivian reflexionaba sobre su deserción laboral. Con el tiempo, esas entradas acumularon hasta desbordar los límites cibernéticos y entonces decidió reunir sus disertaciones en un libro. No quería, sin embargo, considerarse a sí misma escritora, le interesaba más bien “prescindir de la tiranía del autor. […] hacer el llamamiento (el contagio viral de vida ociosa) desde una invisibilidad no codificable”, menciona en su sitio web. En 2013, Surplus publicó este libro y de acuerdo con la decisión de Vivian lo liberó posteriormente en internet; puede encontrarse íntegro en Escritos para desocupados.
Surplus es una editorial colectiva independiente fundada en 2009 en la ciudad de Oaxaca, su nombre “es un juego de palabras y signos que, por un lado revalora el sur social en un mundo dominado por el norte, y por el otro busca contraponerse a una de las acepciones de la palabra francesa surplus: excedente, lo que sobra, lo que ya no le sirve al sistema”, aparece en su página. Ha publicado 18 títulos, entre ellos Pornoterrorismo de Diana J. Torres, Antígona González de Sara Uribe, Los migrantes que no importan de Óscar Martínez, Canción para la noche de Chris Abani y Morir en México de John Gibler. Sus editores hacen una labor increíble desde las trincheras para competir, o para decidir no hacerlo, con las grandes editoriales. Sus textos son destellos valiosos, testimonios a veces desgarradores de este tiempo donde se ha puesto a la venta todo y donde es necesario pensar qué haremos para contrarrestar esa decadencia del espíritu.
En Escritos para desocupados Vivian se pregunta sobre la libertad, indaga en las trampas que impone el lenguaje y que el ensayo, como forma, pretende abolir. Ensayar es divagar un poco, dejarse llevar por el flujo de ideas, de palabras; ir en contra del torrente donde nos han colocado para no escoger, libremente, hacia qué mar queremos ir. Su nombre lo indica: se trata de ensayar algo que sabemos de antemano incompleto, un cuerpo que no se entrega a la falacia de lo sólido, lo acabado u objetivo. Para Vivian, estar desocupado es intentar conocerse a uno mismo como otro, ensayarse o ensayar un autorretrato que de antemano sabemos inconcluso y volátil, buscarse con palabras.
Vivian revalora la contemplación, esa levedad que ha sido relegada a un horizonte inalcanzable. Contemplar, estar presente, dejarse ser con todas las grietas que eso implica, eso también es el lenguaje. Pienso que los estados del ser, emociones que tanto puedan llegar aladas y dulces, como torrenciales y abruptas, suelen menospreciarse porque compiten con una felicidad sobreexplotada en el mercado, ofrecida como una panacea ante la complejidad de la existencia. La gran maravilla de existir es conocerse y aprender, al mismo tiempo, a participar del flujo, asumirse desde lo colectivo. El problema radica en que nadie tiene tiempo para hacerlo, el trabajo y las ocupaciones diarias no lo permiten.
Melancolía (2011), de Lars von Trier, es un elogio de la lentitud, de la belleza que acompaña a lo melancólico. En portugués hay una palabra que describe este sentimiento: saudade, que no es tristeza ni nostalgia sino más bien un estado contemplativo. Comienza con una escena larguísima en cámara lenta, de fondo Tristán e Isolda, de Wagner, los personajes se encuentran casi estáticos en medio del jardín, sus cabellos vuelan. Diez minutos de pura contemplación, la imagen desplegada en toda su magnitud.
La película es así mismo una metáfora de la depresión, de cómo pasa el tiempo cuando se está deprimido, de cómo, incluso, se puede amar desde ese horror. ¿Se puede amar cuando se está deprimido?, cuando se siente esa fuerza extraña, casi extraterrestre, que nos hala, nos empuja hacia la grandeza de la vida y su crueldad, hacia aquel vértigo de la existencia. Esa es la metáfora principal de esta película: un planeta llamado melancolía, un ser que la protagonista llama y desea, destruye la Tierra. Slavoj Žižek dice que toda vida encierra también un mal, el germen de su particular destrucción.
Una vez viví esa pasión. Andaba como sonámbula por las calles viendo a la gente y percibía con claridad su magnetismo. Llegué a la conclusión de que la vida es algo monstruoso, una maravilla cuya descomunal fuerza horroriza. Me arrastró el amor del mundo y la certeza de mi propia muerte, caí de lleno en una grieta. Fue magnífico, el despliegue completo de mi alma, de sus cicatrices. Después de eso, nació en mí el lenguaje. Esto que escribo es mi forma de habitar el mundo, de tener un lugar propio.
“Conocí a un muchacho sensato y libre. Le pregunté: ¿En qué trabajas”. Me respondió: “En mí mismo”, escribe Vivian en su diario, esa forma que escogió para disertar, para navegar en los acueductos, ríos y fuentes del lenguaje, en torno a la difícil situación de saber quién es uno a partir del encuentro con el otro. Habla ahí también de los magníficos textos de Thomas de Quincey: Confesiones de un inglés fumador de opio (1822), y Jean Cocteau: Diario de desintoxicación (1930), como si el diario fuese ante todo una forma de purgarnos de nuestros males y dejar claro que nada está en realidad completo, ni siquiera el cuerpo, y por ello la unidad debe buscarse en otras partes, por otros métodos.
Entre otras cosas, este sistema cancela la vía para descubrir el afuera. Quizás porque entender que somos una trayectoria, un entre espacios, significa aventarnos de lleno en un mundo definido por su violencia: aprender a ser iguales. ¿Cómo lo hace? Se trata de un asunto de saturación del espacio, un morir asfixiado y lento entre imágenes que narran siempre la misma historia hasta que nuestros sueños caen finalmente por sí solos, se pudren. Si todo gira en torno al sujeto, a su cuidado físico, a su salud emocional, a su apariencia, a cubrir cada una de sus necesidades, entonces nadie se dará cuenta de que allá afuera no tenemos voz, ni una opinión sobre los asuntos políticos más recientes, ni una postura en torno a la cultura, a la educación, al arte, a la naturaleza, a la vida misma.
¿Es que no nos importa? En el fondo sabemos que algo perdimos y podemos aún recuperar: una empatía genuina, esa forma de entender las diferencias, el presentimiento de alguna verdad. Aislados, somos tan sólo resabios, cascarones que entran al juego de las apariencias sin comprender que su desdicha viene de aquella nostalgia. Nada nos pertenece, ni siquiera el aire que respiramos. Nada, tampoco, es para siempre.
Escritos para desocupados es, ante todo, una confesión, una entrega abierta. “Recuerdo que, durante un viaje que hice a Calcuta, me sorprendió la costumbre de algunos bengalíes de pararse en seco en medio del torbellino humano”, dice Vivian para referirse al momento en que decidió hacer a un lado sus ocupaciones, abrir un paréntesis del tiempo para observar y responder acaso la pregunta que todos alguna vez nos hemos hecho. Esa pregunta, nos señala, sólo puede responderse de una forma.
Sólo una voz colectiva, como este libro plagado de referencias ajenas, cuya naturaleza multiforme se percibe mejor en aquel blog que dejó a la deriva en la red y donde dialogaba con extraños, puede, desde sus propias grietas, cambiar la dirección del río. Es en ese territorio inacabado del lenguaje, atravesado siempre por las voces de los otros, donde con suerte encontraremos el punto de la trayectoria en que perdimos la continuidad, el puente, y nos volvimos islas. Un territorio amorfo, en el que cualquiera pueda meter las manos, y rescatar quizás, un poco de humanidad.